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Amoris Laetitia |
Exhortación Apostólica
Postsinodal sobre el amor en la familia |
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También puedes leerla a
continuación... EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL SOBRE EL AMOR EN LA FAMILIA
1. La
alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de
la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de las numerosas
señales de crisis del matrimonio, «el deseo de familia permanece vivo,
especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia»[1]. Como
respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano relativo a la familia es
verdaderamente una buena noticia»[2]. 2. El camino sinodal permitió poner
sobre la mesa la situación de las familias en el mundo actual, ampliar
nuestra mirada y reavivar nuestra conciencia sobre la importancia del
matrimonio y la familia. Al mismo tiempo, la complejidad de los temas
planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad
algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales. La
reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta,
realista y creativa, nos ayudará a encontrar mayor claridad. Los debates que
se dan en los medios de comunicación o en publicaciones, y aun entre
ministros de la Iglesia, van desde un deseo desenfrenado de cambiar todo sin
suficiente reflexión o fundamentación, a la actitud de pretender resolver
todo aplicando normativas generales o derivando conclusiones excesivas de
algunas reflexiones teológicas. 3. Recordando que el tiempo es
superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones
doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones
magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de
doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de
interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se
derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad
completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el
misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o
región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las
tradiciones y a los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes
entre sí y todo principio general [...] necesita ser inculturado si quiere
ser observado y aplicado»[3]. 4. De cualquier manera, debo decir
que el camino sinodal ha contenido una gran belleza y ha brindado mucha luz.
Agradezco tantos aportes que me han ayudado a contemplar los problemas de las
familias del mundo en toda su amplitud. El conjunto de las intervenciones de
los Padres, que escuché con constante atención, me ha parecido un precioso
poliedro, conformado por muchas legítimas preocupaciones y por preguntas
honestas y sinceras. Por ello consideré adecuado redactar una Exhortación
apostólica postsinodal que recoja los aportes de los dos recientes Sínodos
sobre la familia, agregando otras consideraciones que puedan orientar la
reflexión, el diálogo o la praxis pastoral y, a la vez, ofrezcan aliento,
estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en sus dificultades. 5. Esta Exhortación adquiere un
sentido especial en el contexto de este Año Jubilar de la Misericordia. En
primer lugar, porque la entiendo como una propuesta para las familias
cristianas, que las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la
familia, y a sostener un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad,
el compromiso, la fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura
alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la
vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo. 6. En el desarrollo del texto,
comenzaré con una apertura inspirada en las Sagradas Escrituras, que otorgue
un tono adecuado. A partir de allí, consideraré la situación actual de las
familias en orden a mantener los pies en la tierra. Después recordaré algunas
cuestiones elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la
familia, para dar lugar así a los dos capítulos centrales, dedicados al amor.
A continuación destacaré algunos caminos pastorales que nos orienten a
construir hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios, y dedicaré un
capítulo a la educación de los hijos. Luego me detendré en una invitación a
la misericordia y al discernimiento pastoral ante situaciones que no responden
plenamente a lo que el Señor nos propone, y por último plantearé breves
líneas de espiritualidad familiar. 7. Debido a la riqueza de los dos
años de reflexión que aportó el camino sinodal, esta Exhortación aborda, con
diferentes estilos, muchos y variados temas. Eso explica su inevitable
extensión. Por eso no recomiendo una lectura general apresurada. Podrá ser
mejor aprovechada, tanto por las familias como por los agentes de pastoral
familiar, si la profundizan pacientemente parte por parte o si buscan en ella
lo que puedan necesitar en cada circunstancia concreta. Es probable, por
ejemplo, que los matrimonios se identifiquen más con los capítulos cuarto y
quinto, que los agentes de pastoral tengan especial interés en el capítulo
sexto, y que todos se vean muy interpelados por el capítulo octavo. Espero
que cada uno, a través de la lectura, se sienta llamado a cuidar con amor la
vida de las familias, porque ellas «no son un problema, son principalmente
una oportunidad»[4]. Capítulo
primero: A LA LUZ DE LA PALABRA 8. La Biblia está poblada de
familias, de generaciones, de historias de amor y de crisis familiares, desde
la primera página, donde entra en escena la familia de Adán y Eva con su peso
de violencia pero también con la fuerza de la vida que continúa (cf. Gn 4),
hasta la última página donde aparecen las bodas de la Esposa y del Cordero
(cf. Ap 21,2.9). Las dos casas que Jesús describe, construidas sobre roca o
sobre arena (cf. Mt 7,24-27), son expresión simbólica de tantas situaciones
familiares, creadas por las libertades de sus miembros, porque, como escribía
el poeta, «toda casa es un candelabro»[5]. Entremos
ahora en una de esas casas, guiados por el Salmista, a través de un canto que
todavía hoy se proclama tanto en la liturgia nupcial judía como en la
cristiana: «¡Dichoso
el que teme al Señor, 9. Atravesemos entonces el umbral de
esta casa serena, con su familia sentada en torno a la mesa festiva. En el
centro encontramos la pareja del padre y de la madre con toda su historia de amor.
En ellos se realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con
intensidad: «¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre
y mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el mandato del Génesis: «Por eso abandonará
el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una
sola carne» (2,24). 10. Los dos grandiosos primeros
capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su
realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones
decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: «Dios creó
al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó»
(1,27). Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo
explicativo precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto que
Dios mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían
algunas religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta
claridad la Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas entre
los cananeos de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de Dios, pero,
puesto que es al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de la pareja humana
es «imagen» viva y eficaz, signo visible del acto creador. 11. La pareja que ama y genera la
vida es la verdadera «escultura» viviente —no aquella de piedra u oro que el
Decálogo prohíbe—, capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el
amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios (cf. Gn
1,28; 9,7; 17,2-5.16; 28,3; 35,11; 48,3-4). A esto se debe el que la
narración del Génesis, siguiendo la llamada «tradición sacerdotal», esté
atravesada por varias secuencias genealógicas (cf. 4,17-22.25-26; 5; 10;
11,10-32; 25,1-4.12-17.19-26; 36), porque la capacidad de generar de la
pareja humana es el camino por el cual se desarrolla la historia de la
salvación. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve una
imagen para descubrir y describir el misterio de Dios, fundamental en la
visión cristiana de la Trinidad que contempla en Dios al Padre, al Hijo y al
Espíritu de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su
reflejo viviente. Nos iluminan las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro
Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto
que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es
el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo»[6]. La familia
no es pues algo ajeno a la misma esencia divina[7]. Este aspecto
trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina
cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y
la Iglesia (cf. Ef 5,21-33). 12. Pero Jesús, en su reflexión sobre
el matrimonio, nos remite a otra página del Génesis, el capítulo 2, donde
aparece un admirable retrato de la pareja con detalles luminosos. Elijamos
sólo dos. El primero es la inquietud del varón que busca «una ayuda
recíproca» (vv. 18.20), capaz de resolver esa soledad que le perturba y que
no es aplacada por la cercanía de los animales y de todo lo creado. La expresión
original hebrea nos remite a una relación directa, casi «frontal» —los ojos
en los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios
suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro,
con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una
ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio
bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en una
estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi amado es
mío y yo suya [...] Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (2,16; 6,3). 13. De este encuentro, que sana la
soledad, surgen la generación y la familia. Este es el segundo detalle que
podemos destacar: Adán, que es también el hombre de todos los tiempos y de
todas las regiones de nuestro planeta, junto con su mujer, da origen a una
nueva familia, como repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a su mujer, y
serán los dos una sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn 2,24). El verbo «unirse» en el
original hebreo indica una estrecha sintonía, una adhesión física e interior,
hasta el punto que se utiliza para describir la unión con Dios: «Mi alma está
unida a ti» (Sal 63,9), canta el orante. Se evoca así la unión matrimonial no
solamente en su dimensión sexual y corpórea sino también en su donación
voluntaria de amor. El fruto de esta unión es «ser una sola carne», sea en el
abrazo físico, sea en la unión de los corazones y de las vidas y, quizás, en
el hijo que nacerá de los dos, el cual llevará en sí, uniéndolas no sólo
genéticamente sino también espiritualmente, las dos «carnes». Tus hijos como brotes de olivo 14. Retomemos el canto del Salmista.
Allí aparecen, dentro de la casa donde el hombre y su esposa están sentados a
la mesa, los hijos que los acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3), es
decir, llenos de energía y de vitalidad. Si los padres son como los
fundamentos de la casa, los hijos son como las «piedras vivas» de la familia
(cf. 1 P 2,5). Es significativo que en el Antiguo Testamento la palabra que
aparece más veces después de la divina (yhwh, el «Señor») es «hijo» (ben), un
vocablo que remite al verbo hebreo que significa «construir» (banah). Por
eso, en el Salmo 127 se exalta el don de los hijos con imágenes que se
refieren tanto a la edificación de una casa, como a la vida social y
comercial que se desarrollaba en la puerta de la ciudad: «Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles; la herencia que da el
Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en mano de
un guerrero los hijos de la juventud; dichoso el hombre que llena con ellas
su aljaba: no quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza»
(vv. 1.3-5). Es verdad que estas imágenes reflejan la cultura de una sociedad
antigua, pero la presencia de los hijos es de todos modos un signo de
plenitud de la familia en la continuidad de la misma historia de salvación,
de generación en generación. 15. Bajo esta luz podemos recoger
otra dimensión de la familia. Sabemos que en el Nuevo Testamento se habla de
«la iglesia que se reúne en la casa» (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm
2). El espacio vital de una familia se podía transformar en iglesia
doméstica, en sede de la Eucaristía, de la presencia de Cristo sentado a la misma
mesa. Es inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta
llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20). Así
se delinea una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración
común y, por tanto, la bendición del Señor. Es lo que se afirma en el Salmo
128 que tomamos como base: «Que el Señor te bendiga desde Sión» (v. 5). 16. La Biblia considera también a la
familia como la sede de la catequesis de los hijos. Eso brilla en la
descripción de la celebración pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25), y luego
fue explicitado en la haggadah judía, o sea, en la narración dialógica que
acompaña el rito de la cena pascual. Más aún, un Salmo exalta el anuncio
familiar de la fe: «Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos
contaron, no lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la futura
generación: las alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que realizó.
Porque él estableció una norma para Jacob, dio una ley a Israel: él mandó a
nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos, para que lo supiera la
generación siguiente, y los hijos que nacieran después. Que surjan y lo
cuenten a sus hijos» (Sal 78,3-6). Por lo tanto, la familia es el lugar donde
los padres se convierten en los primeros maestros de la fe para sus hijos. Es
una tarea artesanal, de persona a persona: «Cuando el día de mañana tu hijo
te pregunte [...] le responderás…» (Ex 13,14). Así, las distintas
generaciones entonarán su canto al Señor, «los jóvenes y también las
doncellas, los viejos junto con los niños» (Sal 148,12). 17. Los padres tienen el deber de
cumplir con seriedad su misión educadora, como enseñan a menudo los sabios
bíblicos (cf. Pr 3,11-12; 6,20-22; 13,1; 22,15; 23,13-14; 29,17). Los hijos
están llamados a acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu
madre» (Ex 20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento de los
compromisos familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con
excusas religiosas (cf. Mc 7,11-13). En efecto, «el que honra a su padre
expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si 3,3-4). 18. El Evangelio nos recuerda también
que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante
su propio camino de vida. Si es verdad que Jesús se presenta como modelo de
obediencia a sus padres terrenos, sometiéndose a ellos (cf. Lc 2,51), también
es cierto que él muestra que la elección de vida del hijo y su misma vocación
cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su propia entrega al
Reino de Dios (cf. Mt 10,34-37; Lc 9,59-62). Es más, él mismo a los doce años
responde a María y a José que tiene otra misión más alta que cumplir más allá
de su familia histórica (cf. Lc 2,48-50). Por eso exalta la necesidad de
otros lazos, muy profundos también dentro de las relaciones familiares: «Mi
madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la
ponen por obra» (Lc 8,21). Por otra parte, en la atención que él presta a los
niños —considerados en la sociedad del antiguo Oriente próximo como sujetos
sin particulares derechos e incluso como objeto de posesión familiar— Jesús
llega al punto de presentarlos a los adultos casi como maestros, por su
confianza simple y espontánea ante los demás: «En verdad os digo que si no os
convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por
lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el
reino de los cielos» (Mt 18,3-4). Un sendero de sufrimiento y de
sangre 19. El idilio que manifiesta el Salmo
128 no niega una realidad amarga que marca todas las Sagradas Escrituras. Es
la presencia del dolor, del mal, de la violencia que rompen la vida de la
familia y su íntima comunión de vida y de amor. Por algo el discurso de
Cristo sobre el matrimonio (cf. Mt 19,3-9) está inserto dentro de una disputa
sobre el divorcio. La Palabra de Dios es testimonio constante de esta
dimensión oscura que se abre ya en los inicios cuando, con el pecado, la
relación de amor y de pureza entre el varón y la mujer se transforma en un dominio:
«Tendrás ansia de tu marido, y él te dominará» (Gn 3,16). 20. Es un sendero de sufrimiento y de
sangre que atraviesa muchas páginas de la Biblia, a partir de la violencia
fratricida de Caín sobre Abel y de los distintos litigios entre los hijos y entre
las esposas de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las
tragedias que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples
dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga
confesión de Job abandonado: «Ha alejado de mí a mis parientes, mis conocidos
me tienen por extraño [...] Hasta mi vida repugna a mi esposa, doy asco a mis
propios hermanos» (Jb 19,13.17). 21. Jesús mismo nace en una familia
modesta que pronto debe huir a una tierra extranjera. Él entra en la casa de
Pedro donde su suegra está enferma (Mc 1,30-31), se deja involucrar en el
drama de la muerte en la casa de Jairo o en el hogar de Lázaro (cf. Mc
5,22-24.35-43); escucha el grito desesperado de la viuda de Naín ante su hijo
muerto (cf. Lc 7,11-15), atiende el clamor del padre del epiléptico en un
pequeño pueblo del campo (cf. Mt 9,9-13; Lc 19,1-10. Encuentra a publicanos
como Mateo o Zaqueo en sus propias casas, y también a pecadoras, como la
mujer que irrumpe en la casa del fariseo (cf. Lc 7,36-50). Conoce las ansias
y las tensiones de las familias incorporándolas en sus parábolas: desde los
hijos que dejan sus casas para intentar alguna aventura (cf. Lc 15,11-32)
hasta los hijos difíciles con comportamientos inexplicables (cf. Mt 21,28-31)
o víctimas de la violencia (cf. Mc 12,1-9). Y se interesa incluso por las
bodas que corren el riesgo de resultar bochornosas por la ausencia de vino
(cf. Jn 2,1-10) o por falta de asistencia de los invitados (cf. Mt 22,1-10),
así como conoce la pesadilla por la pérdida de una moneda en una familia
pobre (cf. Lc 15,8-10). 22. En este breve recorrido podemos
comprobar que la Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis
abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que
están en crisis o en medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino,
cuando Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto,
ni llanto, ni dolor» (Ap 21,4). 23. Al comienzo del Salmo 128, el
padre es presentado como un trabajador, quien con la obra de sus manos puede
sostener el bienestar físico y la serenidad de su familia: «Comerás del
trabajo de tus manos, serás dichoso, te irá bien» (v. 2). Que el trabajo sea
una parte fundamental de la dignidad de la vida humana se deduce de las
primeras páginas de la Biblia, cuando se declara que «Dios tomó al hombre y
lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gn
2,15). Es la representación del trabajador que transforma la materia y
aprovecha las energías de lo creado, dando luz al «pan de vuestros sudores»
(Sal 127,2), además de cultivarse a sí mismo. 24. El trabajo hace posible al mismo
tiempo el desarrollo de la sociedad, el sostenimiento de la familia y también
su estabilidad y su fecundidad: «Que veas la prosperidad de Jerusalén todos
los días de tu vida; que veas a los hijos de tus hijos» (Sal 128,5-6). En el
libro de los Proverbios también se hace presente la tarea de la madre de
familia, cuyo trabajo se describe en todas sus particularidades cotidianas,
atrayendo la alabanza del esposo y de los hijos (cf. 31,10-31). El mismo
Apóstol Pablo se mostraba orgulloso de haber vivido sin ser un peso para los
demás, porque trabajó con sus manos y así se aseguró el sustento (cf. Hch
18,3; 1 Co 4,12; 9,12). Tan convencido estaba de la necesidad del trabajo,
que estableció una férrea norma para sus comunidades: «Si alguno no quiere
trabajar, que no coma» (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4,11). 25. Dicho esto, se comprende que la
desocupación y la precariedad laboral se transformen en sufrimiento, como se
hace notar en el librito de Rut y como recuerda Jesús en la parábola de los
trabajadores sentados, en un ocio forzado, en la plaza del pueblo (cf. Mt
20,1-16), o cómo él lo experimenta en el mismo hecho de estar muchas veces
rodeado de menesterosos y hambrientos. Es lo que la sociedad está viviendo
trágicamente en muchos países, y esta ausencia de fuentes de trabajo afecta
de diferentes maneras a la serenidad de las familias. 26. Tampoco podemos olvidar la degeneración
que el pecado introduce en la sociedad cuando el ser humano se comporta como
tirano ante la naturaleza, devastándola, usándola de modo egoísta y hasta
brutal. Las consecuencias son al mismo tiempo la desertificación del suelo
(cf. Gn 3,17-19) y los desequilibrios económicos y sociales, contra los
cuales se levanta con claridad la voz de los profetas, desde Elías (cf. 1 R
21) hasta llegar a las palabras que el mismo Jesús pronuncia contra la
injusticia (cf. Lc 12,13-21; 16,1-31). 27. Cristo ha introducido como
emblema de sus discípulos sobre todo la ley del amor y del don de sí a los
demás (cf. Mt 22,39; Jn 13,34), y lo hizo a través de un principio que un
padre o una madre suelen testimoniar en su propia existencia: «Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Fruto del
amor son también la misericordia y el perdón. En esta línea, es muy
emblemática la escena que muestra a una adúltera en la explanada del templo
de Jerusalén, rodeada de sus acusadores, y luego sola con Jesús que no la
condena y la invita a una vida más digna (cf. Jn 8,1-11). 28. En el horizonte del amor, central
en la experiencia cristiana del matrimonio y de la familia, se destaca
también otra virtud, algo ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas
y superficiales: la ternura. Acudamos al dulce e intenso Salmo 131. Como se
advierte también en otros textos (cf. Ex 4,22; Is 49,15; Sal 27,10), la unión
entre el fiel y su Señor se expresa con rasgos del amor paterno o materno.
Aquí aparece la delicada y tierna intimidad que existe entre la madre y su
niño, un recién nacido que duerme en los brazos de su madre después de haber
sido amamantado. Se trata —como lo expresa la palabra hebrea gamul— de un
niño ya destetado, que se aferra conscientemente a la madre que lo lleva en
su pecho. Es entonces una intimidad consciente y no meramente biológica. Por
eso el salmista canta: «Tengo mi interior en paz y en silencio, como un niño
destetado en el regazo de su madre» (Sal 131,2). De modo paralelo, podemos
acudir a otra escena, donde el profeta Oseas coloca en boca de Dios como
padre estas palabras conmovedoras: «Cuando Israel era joven, lo amé [...] Yo
enseñe a andar a Efraín, lo alzaba en brazos [...] Con cuerdas humanas, con
correas de amor lo atraía; era para ellos como el que levanta a un niño
contra su mejilla, me inclinaba y le daba de comer» (11,1.3-4). 29. Con esta mirada, hecha de fe y de
amor, de gracia y de compromiso, de familia humana y de Trinidad divina,
contemplamos la familia que la Palabra de Dios confía en las manos del varón,
de la mujer y de los hijos para que conformen una comunión de personas que
sea imagen de la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La
actividad generativa y educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora
del Padre. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la
lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el
amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu. 30. Ante cada familia se presenta el
icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y
hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia
de Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias
de prófugos desechados e inermes. Como los magos, las familias son invitadas
a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt 2,11).
Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos
familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón
las maravillas de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón de María
están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que
ella conserva cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para
reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios. Capítulo
segundo: REALIDAD Y DESAFÍOS DE LAS
FAMILIAS 31. El bien de la familia es decisivo
para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables los análisis que se
han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos
actuales. Es sano prestar atención a la realidad concreta, porque «las
exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los
acontecimientos mismos de la historia», a través de los cuales «la Iglesia
puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del
matrimonio y de la familia»[8]. No pretendo
presentar aquí todo lo que podría decirse sobre los diversos temas
relacionados con la familia en el contexto actual. Pero, dado que los Padres
sinodales han dirigido una mirada a la realidad de las familias de todo el
mundo, considero adecuado recoger algunos de sus aportes pastorales,
agregando otras preocupaciones que provienen de mi propia mirada. Situación actual de la familia 32. «Fieles a las enseñanzas de
Cristo miramos la realidad de la familia hoy en toda su complejidad, en sus
luces y sombras [...] El cambio antropológico-cultural hoy influye en todos
los aspectos de la vida y requiere un enfoque analítico y diversificado»[9]. En el
contexto de varias décadas atrás, los Obispos de España ya reconocían una
realidad doméstica con más espacios de libertad, «con un reparto equitativo
de cargas, responsabilidades y tareas [...] Al valorar más la comunicación
personal entre los esposos, se contribuye a humanizar toda la convivencia
familiar [...] Ni la sociedad en que vivimos ni aquella hacia la que
caminamos permiten la pervivencia indiscriminada de formas y modelos del
pasado»[10]. Pero «somos
conscientes de la dirección que están tomando los cambios
antropológico-culturales, en razón de los cuales los individuos son menos
apoyados que en el pasado por las estructuras sociales en su vida afectiva y
familiar»[11]. 33. Por otra parte, «hay que
considerar el creciente peligro que representa un individualismo exasperado
que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada
componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos
casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos
asumidos con carácter absoluto»[12]. «Las
tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la posesión y
del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de intolerancia y
agresividad»[13]. Quisiera
agregar el ritmo de vida actual, el estrés, la organización social y laboral,
porque son factores culturales que ponen en riesgo la posibilidad de opciones
permanentes. Al mismo tiempo, encontramos fenómenos ambiguos. Por ejemplo, se
aprecia una personalización que apuesta por la autenticidad en lugar de
reproducir comportamientos pautados. Es un valor que puede promover las
distintas capacidades y la espontaneidad, pero que, mal orientado, puede
crear actitudes de permanente sospecha, de huida de los compromisos, de
encierro en la comodidad, de arrogancia. La libertad para elegir permite
proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene
objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de
donarse generosamente. De hecho, en muchos países donde disminuye el número
de matrimonios, crece el número de personas que deciden vivir solas, o que
conviven sin cohabitar. Podemos destacar también un loable sentido de
justicia; pero, mal entendido, convierte a los ciudadanos en clientes que
sólo exigen prestaciones de servicios. 34. Si estos riesgos se trasladan al
modo de entender la familia, esta puede convertirse en un lugar de paso, al
que uno acude cuando le parece conveniente para sí mismo, o donde uno va a
reclamar derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad
voluble de los deseos y las circunstancias. En el fondo, hoy es fácil
confundir la genuina libertad con la idea de que cada uno juzga como le
parece, como si más allá de los individuos no hubiera verdades, valores,
principios que nos orienten, como si todo fuera igual y cualquier cosa
debiera permitirse. En ese contexto, el ideal matrimonial, con un compromiso
de exclusividad y de estabilidad, termina siendo arrasado por las
conveniencias circunstanciales o por los caprichos de la sensibilidad. Se
teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad, pero al
mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que pueda
postergar el logro de las aspiraciones personales. 35. Los cristianos no podemos
renunciar a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la
sensibilidad actual, para estar a la moda, o por sentimientos de inferioridad
frente al descalabro moral y humano. Estaríamos privando al mundo de los
valores que podemos y debemos aportar. Es verdad que no tiene sentido
quedarnos en una denuncia retórica de los males actuales, como si con eso
pudiéramos cambiar algo. Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza
de la autoridad. Nos cabe un esfuerzo más responsable y generoso, que
consiste en presentar las razones y las motivaciones para optar por el
matrimonio y la familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a
responder a la gracia que Dios les ofrece. 36. Al mismo tiempo tenemos que ser
humildes y realistas, para reconocer que a veces nuestro modo de presentar
las convicciones cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado
a provocar lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable
reacción de autocrítica. Por otra parte, con frecuencia presentamos el
matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y
el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el
deber de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen acompañamiento de los
nuevos matrimonios en sus primeros años, con propuestas que se adapten a sus
horarios, a sus lenguajes, a sus inquietudes más concretas. Otras veces,
hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi
artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las
posibilidades efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva,
sobre todo cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho
que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario. 37. Durante mucho tiempo creímos que
con sólo insistir en cuestiones doctrinales, bioéticas y morales, sin motivar
la apertura a la gracia, ya sosteníamos suficientemente a las familias,
consolidábamos el vínculo de los esposos y llenábamos de sentido sus vidas
compartidas. Tenemos dificultad para presentar al matrimonio más como un
camino dinámico de desarrollo y realización que como un peso a soportar toda
la vida. También nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que
muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites
y pueden desarrollar su propio discernimiento ante situaciones donde se
rompen todos los esquemas. Estamos llamados a formar las conciencias, pero no
a pretender sustituirlas. 38. Debemos agradecer que la mayor
parte de la gente valora las relaciones familiares que quieren permanecer en
el tiempo y que aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la
Iglesia ofrezca espacios de acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones
relacionadas con el crecimiento del amor, la superación de los conflictos o
la educación de los hijos. Muchos estiman la fuerza de la gracia que
experimentan en la Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les
permite sobrellevar los desafíos del matrimonio y la familia. En algunos
países, especialmente en distintas partes de África, el secularismo no ha
logrado debilitar algunos valores tradicionales, y en cada matrimonio se
produce una fuerte unión entre dos familias ampliadas, donde todavía se
conserva un sistema bien definido de gestión de conflictos y dificultades. En
el mundo actual también se aprecia el testimonio de los matrimonios que no
sólo han perdurado en el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto
común y conservan el afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva, acogedora,
que posibilita una profundización gradual de las exigencias del Evangelio.
Sin embargo, muchas veces hemos actuado a la defensiva, y gastamos las
energías pastorales redoblando el ataque al mundo decadente, con poca
capacidad proactiva para mostrar caminos de felicidad. Muchos no sienten que
el mensaje de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia haya sido un claro
reflejo de la predicación y de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo
que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los
frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera. 39. Esto no significa dejar de
advertir la decadencia cultural que no promueve el amor y la entrega. Las
consultas previas a los dos últimos sínodos sacaron a la luz diversos
síntomas de la «cultura de lo provisorio». Me refiero, por ejemplo, a la
velocidad con la que las personas pasan de una relación afectiva a otra.
Creen que el amor, como en las redes sociales, se puede conectar o
desconectar a gusto del consumidor e incluso bloquear rápidamente. Pienso
también en el temor que despierta la perspectiva de un compromiso permanente,
en la obsesión por el tiempo libre, en las relaciones que miden costos y
beneficios y se mantienen únicamente si son un medio para remediar la
soledad, para tener protección o para recibir algún servicio. Se traslada a
las relaciones afectivas lo que sucede con los objetos y el medio ambiente:
todo es descartable, cada uno usa y tira, gasta y rompe, aprovecha y estruja
mientras sirva. Después, ¡adiós! El narcisismo vuelve a las personas
incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades. Pero
quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado,
manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la atención que las
rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una especie de
«autonomía», y rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y
sosteniéndose. 40. «Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no
poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro.
Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario,
tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una
familia»[14]. En algunos
países, muchos jóvenes «a menudo son llevados a posponer la boda por
problemas de tipo económico, laboral o de estudio. A veces, por otras
razones, como la influencia de las ideologías que desvalorizan el matrimonio
y la familia, la experiencia del fracaso de otras parejas a la cual ellos no
quieren exponerse, el miedo hacia algo que consideran demasiado grande y sagrado,
las oportunidades sociales y las ventajas económicas derivadas de la
convivencia, una concepción puramente emocional y romántica del amor, el
miedo de perder su libertad e independencia, el rechazo de todo lo que es
concebido como institucional y burocrático»[15]. Necesitamos
encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que nos ayuden a
tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son más capaces de
generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo, para invitarles a
aceptar con entusiasmo y valentía el desafío del matrimonio. 41. Los Padres sinodales se
refirieron a las actuales «tendencias culturales que parecen imponer una
efectividad sin límites, [...] una afectividad narcisista, inestable y
cambiante que no ayuda siempre a los sujetos a alcanzar una mayor madurez».
Han dicho que están preocupados por «una cierta difusión de la pornografía y
de la comercialización del cuerpo, favorecida entre otras cosas por un uso
desequilibrado de Internet», y por «la situación de las personas que se ven
obligadas a practicar la prostitución. En este contexto, «los cónyuges se
sienten a menudo inseguros, indecisos y les cuesta encontrar los modos para
crecer. Son muchos los que suelen quedarse en los estadios primarios de la
vida emocional y sexual. La crisis de los esposos desestabiliza la familia y,
a través de las separaciones y los divorcios, puede llegar a tener serias
consecuencias para los adultos, los hijos y la sociedad, debilitando al
individuo y los vínculos sociales»[16]. Las crisis
matrimoniales frecuentemente «se afrontan de un modo superficial y sin la
valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la
reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas
relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando
situaciones familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana»[17]. 42. «Asimismo, el descenso
demográfico, debido a una mentalidad antinatalista y promovido por las
políticas mundiales de salud reproductiva, no sólo determina una situación en
la que el sucederse de las generaciones ya no está asegurado, sino que se
corre el riesgo de que con el tiempo lleve a un empobrecimiento económico y a
una pérdida de esperanza en el futuro. El avance de las biotecnologías
también ha tenido un fuerte impacto sobre la natalidad»[18]. Pueden
agregarse otros factores como «la industrialización, la revolución sexual, el
miedo a la superpoblación, los problemas económicos. La sociedad de consumo
también puede disuadir a las personas de tener hijos sólo para mantener su
libertad y estilo de vida»[19]. Es verdad
que la conciencia recta de los esposos, cuando han sido muy generosos en la
comunicación de la vida, puede orientarlos a la decisión de limitar el número
de hijos por motivos suficientemente serios, pero también, «por amor a esta
dignidad de la conciencia, la Iglesia rechaza con todas sus fuerzas las
intervenciones coercitivas del Estado en favor de la anticoncepción, la
esterilización e incluso del aborto»[20]. Estas
medidas son inaceptables incluso en lugares con alta tasa de natalidad, pero
llama la atención que los políticos las alienten también en algunos países
que sufren el drama de una tasa de natalidad muy baja. Como indicaron los
Obispos de Corea, esto es «actuar de un modo contradictorio y descuidando el
propio deber»[21]. 43. El debilitamiento de la fe y de
la práctica religiosa en algunas sociedades afecta a las familias y las deja
más solas con sus dificultades. Los Padres afirmaron que «una de las mayores
pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en
la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones. Asimismo, hay
una sensación general de impotencia frente a la realidad socioeconómica que a
menudo acaba por aplastar a las familias [...] Con frecuencia, las familias
se sienten abandonadas por el desinterés y la poca atención de las
instituciones. Las consecuencias negativas desde el punto de vista de la
organización social son evidentes: de la crisis demográfica a las
dificultades educativas, de la fatiga a la hora de acoger la vida naciente a
sentir la presencia de los ancianos como un peso, hasta el difundirse de un
malestar afectivo que a veces llega a la violencia. El Estado tiene la
responsabilidad de crear las condiciones legislativas y laborales para
garantizar el futuro de los jóvenes y ayudarlos a realizar su proyecto de
formar una familia»[22]. 44. La falta de una vivienda digna o adecuada
suele llevar a postergar la formalización de una relación. Hay que recordar
que «la familia tiene derecho a una vivienda decente, apta para la vida
familiar y proporcionada al número de sus miembros, en un ambiente
físicamente sano, que ofrezca los servicios básicos para la vida de la
familia y de la comunidad»[23]. Una familia
y un hogar son dos cosas que se reclaman mutuamente. Este ejemplo muestra que
tenemos que insistir en los derechos de la familia, y no sólo en los derechos
individuales. La familia es un bien del cual la sociedad no puede prescindir,
pero necesita ser protegida[24]. La defensa
de estos derechos es «una llamada profética en favor de la institución
familiar que debe ser respetada y defendida contra toda agresión»[25], sobre todo
en el contexto actual donde suele ocupar poco espacio en los proyectos
políticos. Las familias tienen, entre otros derechos, el de «poder contar con
una adecuada política familiar por parte de las autoridades públicas en el
terreno jurídico, económico, social y fiscal»[26]. A veces son
dramáticas las angustias de las familias cuando, frente a la enfermedad de un
ser querido, no tienen acceso a servicios adecuados de salud, o cuando se
prolonga el tiempo sin acceder a un empleo digno. «Las coerciones económicas
excluyen el acceso de la familia a la educación, la vida cultural y la vida
social activa. El actual sistema económico produce diversas formas de
exclusión social. Las familias sufren en particular los problemas relativos
al trabajo. Las posibilidades para los jóvenes son pocas y la oferta de
trabajo es muy selectiva y precaria. Las jornadas de trabajo son largas y, a
menudo, agravadas por largos tiempos de desplazamiento. Esto no ayuda a los
miembros de la familia a encontrarse entre ellos y con los hijos, a fin de
alimentar cotidianamente sus relaciones»[27]. 45. «Son muchos los niños que nacen
fuera del matrimonio, especialmente en algunos países, y muchos los que
después crecen con uno solo de los padres o en un contexto familiar ampliado
o reconstituido [...] Por otro lado, la explotación sexual de la infancia
constituye una de las realidades más escandalosas y perversas de la sociedad
actual. Asimismo, en las sociedades golpeadas por la violencia a causa de la
guerra, del terrorismo o de la presencia del crimen organizado, se dan
situaciones familiares deterioradas y, sobre todo en las grandes metrópolis y
en sus periferias, crece el llamado fenómeno de los niños de la calle»[28]. El abuso
sexual de los niños se torna todavía más escandaloso cuando ocurre en los
lugares donde deben ser protegidos, particularmente en las familias y en las
escuelas y en las comunidades e instituciones cristianas[29]. 46. Las migraciones «representan otro
signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender con toda la carga de
consecuencias sobre la vida familiar»[30]. El último
Sínodo ha dado una gran importancia a esta problemática, al expresar que
«atañe, en modalidades diversas, a poblaciones enteras en varias partes del
mundo. La Iglesia ha tenido en este ámbito un papel importante. La necesidad
de mantener y desarrollar este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35) aparece
hoy más urgente que nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al
movimiento histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica
riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la acoge.
Otra cosa es la migración forzada de las familias como consecuencia de
situaciones de guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las
vicisitudes de un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las
personas y desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes
exige una pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como
a los miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de
origen. Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación
religiosa y humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de sus
ritos y tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico [...]
Las experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y
devastadoras, tanto para las familias como para las personas, cuando tienen
lugar fuera de la legalidad y son sostenidas por los circuitos internacionales
de la trata de personas. También cuando conciernen a las mujeres o a los
niños no acompañados, obligados a permanencias prolongadas en lugares de
pasaje entre un país y otro, en campos de refugiados, donde no es posible
iniciar un camino de integración. La extrema pobreza, y otras situaciones de
desintegración, inducen a veces a las familias incluso a vender a sus propios
hijos para la prostitución o el tráfico de órganos»[31]. «Las
persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y
religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio, son
una gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la comunidad
internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar la permanencia
de las familias y de las comunidades cristianas en sus países de origen»[32]. 47. Los Padres también dedicaron
especial atención «a las familias de las personas con discapacidad, en las
cuales dicho hándicap, que irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e
inesperado, y desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...]
Merecen una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil
prueba de un niño discapacitado. Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un
valioso testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá
descubrir, junto con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes,
formas de comprensión y de identidad, en el camino de acogida y cuidado del
misterio de la fragilidad. Las personas con discapacidad son para la familia
un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda recíproca y en
la unidad [...] La familia que acepta con los ojos de la fe la presencia de
personas con discapacidad podrá reconocer y garantizar la calidad y el valor
de cada vida, con sus necesidades, sus derechos y sus oportunidades. Dicha
familia proveerá asistencia y cuidados, y promoverá compañía y afecto, en
cada fase de la vida»[33]. Quiero
subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a las personas
con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones son
paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de la
acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles. 48. «La mayoría de las familias
respeta a los ancianos, los rodea de cariño y los considera una bendición. Un
agradecimiento especial hay que dirigirlo a las asociaciones y movimientos
familiares que trabajan en favor de los ancianos, en lo espiritual y social
[...] En las sociedades altamente industrializadas, donde su número va en
aumento, mientras que la tasa de natalidad disminuye, estos corren el riesgo
de ser percibidos como un peso. Por otro lado, los cuidados que requieren a
menudo ponen a dura prueba a sus seres queridos»[34]. «Valorar la
fase conclusiva de la vida es todavía más necesario hoy, porque en la
sociedad actual se trata de cancelar de todos los modos posibles el momento
del tránsito. La fragilidad y la dependencia del anciano a veces son
injustamente explotadas para sacar ventaja económica. Numerosas familias nos
enseñan que se pueden afrontar los últimos años de la vida valorizando el
sentido del cumplimiento y la integración de toda la existencia en el
misterio pascual. Un gran número de ancianos es acogido en estructuras
eclesiales, donde pueden vivir en un ambiente sereno y familiar en el plano
material y espiritual. La eutanasia y el suicidio asistido son graves amenazas
para las familias de todo el mundo. Su práctica es legal en muchos países. La
Iglesia, mientras se opone firmemente a estas prácticas, siente el deber de
ayudar a las familias que cuidan de sus miembros ancianos y enfermos»[35]. 49. Quiero destacar la situación de
las familias sumidas en la miseria, castigadas de tantas maneras, donde los
límites de la vida se viven de forma lacerante. Si todos tienen dificultades,
en un hogar muy pobre se vuelven más duras[36]. Por
ejemplo, si una mujer debe criar sola a su hijo, por una separación o por
otras causas, y debe trabajar sin la posibilidad de dejarlo con otra persona,
el niño crece en un abandono que lo expone a todo tipo de riesgos, y su
maduración personal queda comprometida. En las difíciles situaciones que
viven las personas más necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado
para comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas
como si fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se
sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a
acercarles la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la
fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren
«adoctrinarlo», convertirlo en «piedras muertas para lanzarlas contra los
demás»[37]. 50. Las respuestas recibidas a las
dos consultas efectuadas durante el camino sinodal, mencionaron las más
diversas situaciones que plantean nuevos desafíos. Además de las ya
indicadas, muchos se han referido a la función educativa, que se ve
dificultada, entre otras causas, porque los padres llegan a su casa cansados
y sin ganas de conversar, en muchas familias ya ni siquiera existe el hábito
de comer juntos, y crece una gran variedad de ofertas de distracción además
de la adicción a la televisión. Esto dificulta la transmisión de la fe de
padres a hijos. Otros indicaron que las familias suelen estar enfermas por
una enorme ansiedad. Parece haber más preocupación por prevenir problemas
futuros que por compartir el presente. Esto, que es una cuestión cultural, se
agrava debido a un futuro profesional incierto, a la inseguridad económica, o
al temor por el porvenir de los hijos. 51. También se mencionó la drogodependencia como una de las plagas de nuestra
época, que hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces termina
destruyéndolas. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el juego y otras
adicciones. La familia podría ser el lugar de la prevención y de la
contención, pero la sociedad y la política no terminan de percatarse de que
una familia en riesgo «pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus
miembros [...] Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias
destrozadas, hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de
padres vivos, adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas»[38]. Como
indicaron los Obispos de México, hay tristes situaciones de violencia
familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social,
porque «las relaciones familiares también explican la predisposición a una
personalidad violenta. Las familias que influyen para ello son las que tienen
una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes defensivas y sus
miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay actividades familiares que
propicien la participación; en las que las relaciones de los padres suelen
ser conflictivas y violentas, y en las que las relaciones paterno-filiales se
caracterizan por actitudes hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de
resentimiento y odio en las relaciones humanas básicas»[39]. 52. Nadie puede pensar que debilitar
a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que
favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las
personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las
ciudades y de los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión
exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social
plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad.
Debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden
brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del
mismo sexo, por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna
unión precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro
de la sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de
ayudarles a superar los riesgos que los amenazan, de acompañarlos en su rol
educativo, de estimular la estabilidad de la unión conyugal? 53. «En algunas sociedades todavía
está en vigor la práctica de la poligamia; en otros contextos permanece la
práctica de los matrimonios combinados [...] En numerosos contextos, y no
sólo occidentales, se está ampliamente difundiendo la praxis de la
convivencia que precede al matrimonio, así como convivencias no orientadas a
asumir la forma de un vínculo institucional»[40]. En varios
países, la legislación facilita el avance de una multiplicidad de alternativas,
de manera que un matrimonio con notas de exclusividad, indisolubilidad y
apertura a la vida termina apareciendo como una oferta anticuada entre muchas
otras. Avanza en muchos países una deconstrucción jurídica de la familia que
tiende a adoptar formas basadas casi exclusivamente en el paradigma de la
autonomía de la voluntad. Si bien es legítimo y justo que se rechacen viejas
formas de familia «tradicional», caracterizadas por el autoritarismo e
incluso por la violencia, esto no debería llevar al desprecio del matrimonio
sino al redescubrimiento de su verdadero sentido y a su renovación. La fuerza
de la familia «reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar.
Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al
amor»[41]. 54. En esta breve mirada a la
realidad, deseo resaltar que, aunque hubo notables mejoras en el
reconocimiento de los derechos de la mujer y en su participación en el
espacio público, todavía hay mucho que avanzar en algunos países. No se
terminan de erradicar costumbres inaceptables. Destaco la vergonzosa
violencia que a veces se ejerce sobre las mujeres, el maltrato familiar y
distintas formas de esclavitud que no constituyen una muestra de fuerza
masculina sino una cobarde degradación. La violencia verbal, física y sexual
que se ejerce contra las mujeres en algunos matrimonios contradice la
naturaleza misma de la unión conyugal. Pienso en la grave mutilación genital
de la mujer en algunas culturas, pero también en la desigualdad del acceso a
puestos de trabajo dignos y a los lugares donde se toman las decisiones. La
historia lleva las huellas de los excesos de las culturas patriarcales, donde
la mujer era considerada de segunda clase, pero recordemos también el
alquiler de vientres o «la instrumentalización y mercantilización del cuerpo
femenino en la actual cultura mediática»[42]. Hay quienes
consideran que muchos problemas actuales han ocurrido a partir de la
emancipación de la mujer. Pero este argumento no es válido, «es una falsedad,
no es verdad. Es una forma de machismo»[43]. La idéntica
dignidad entre el varón y la mujer nos mueve a alegrarnos de que se superen
viejas formas de discriminación, y de que en el seno de las familias se
desarrolle un ejercicio de reciprocidad. Si surgen formas de feminismo que no
podamos considerar adecuadas, igualmente admiramos una obra del Espíritu en
el reconocimiento más claro de la dignidad de la mujer y de sus derechos. 55. El varón «juega un papel
igualmente decisivo en la vida familiar, especialmente en la protección y el
sostenimiento de la esposa y los hijos [...] Muchos hombres son conscientes
de la importancia de su papel en la familia y lo viven con el carácter propio
de la naturaleza masculina. La ausencia del padre marca severamente la vida
familiar, la educación de los hijos y su integración en la sociedad. Su
ausencia puede ser física, afectiva, cognitiva y espiritual. Esta carencia
priva a los niños de un modelo apropiado de conducta paterna»[44]. 56. Otro desafío surge de diversas
formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que «niega la
diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una
sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la
familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices
legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva
radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer.
La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que
también cambia con el tiempo»[45]. Es
inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a
ciertas aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un
pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No hay que
ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo
(gender), se pueden distinguir pero no separar»[46]. Por otra
parte, «la revolución biotecnológica en el campo de la procreación humana ha
introducido la posibilidad de manipular el acto generativo, convirtiéndolo en
independiente de la relación sexual entre hombre y mujer. De este modo, la
vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han convertido en
realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a los deseos
de los individuos o de las parejas»[47]. Una cosa es
comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es
aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos inseparables de
la realidad. No caigamos en el pecado de pretender sustituir al Creador.
Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser
recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra
humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido
creada. 57. Doy gracias a Dios porque muchas
familias, que están lejos de considerarse perfectas, viven en el amor, realizan
su vocación y siguen adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del
camino. A partir de las reflexiones sinodales no queda un estereotipo de la
familia ideal, sino un interpelante «collage» formado por tantas realidades
diferentes, colmadas de gozos, dramas y sueños. Las realidades que nos
preocupan son desafíos. No caigamos en la trampa de desgastarnos en lamentos
autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad misionera. En todas las
situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de decir una palabra de verdad y
de esperanza [...] Los grandes valores del matrimonio y de la familia
cristiana corresponden a la búsqueda que impregna la existencia humana»[48]. Si
constatamos muchas dificultades, ellas son —como dijeron los Obispos de
Colombia— un llamado a «liberar en nosotros las energías de la esperanza
traduciéndolas en sueños proféticos, acciones transformadoras e imaginación
de la caridad»[49]. Capítulo
tercero: LA MIRADA PUESTA EN JESÚS:
VOCACIÓN DE LA FAMILIA 58. Ante las familias, y en medio de
ellas, debe volver a resonar siempre el primer anuncio, que es «lo más bello,
lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario»[50], y «debe
ocupar el centro de la actividad evangelizadora»[51]. Es el
anuncio principal, «ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra»[52]. Porque
«nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese
anuncio» y «toda formación cristiana es ante todo la profundización del
kerygma»[53]. 59. Nuestra enseñanza sobre el
matrimonio y la familia no puede dejar de inspirarse y de transfigurarse a la
luz de este anuncio de amor y de ternura, para no convertirse en una mera
defensa de una doctrina fría y sin vida. Porque tampoco el misterio de la
familia cristiana puede entenderse plenamente si no es a la luz del infinito
amor del Padre, que se manifestó en Cristo, que se entregó hasta el fin y
vive entre nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo presente en
tantas historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre todas las
familias del mundo. 60. Dentro de ese marco, este breve
capítulo recoge una síntesis de la enseñanza de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia. También aquí citaré varios aportes presentados por
los Padres sinodales en sus consideraciones sobre la luz que nos ofrece la
fe. Ellos partieron de la mirada de Jesús e indicaron que él «miró a las
mujeres y a los hombres con los que se encontró con amor y ternura,
acompañando sus pasos con verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las
exigencias del Reino de Dios»[54]. Así
también, el Señor nos acompaña hoy en nuestro interés por vivir y transmitir
el Evangelio de la familia. Jesús recupera y lleva a su
plenitud el proyecto divino 61. Frente a quienes prohibían el
matrimonio, el Nuevo Testamento enseña que «todo lo que Dios ha creado es bueno;
no hay que desechar nada» (1 Tt 4,4). El matrimonio es un «don» del Señor
(cf. 1 Co 7,7). Al mismo tiempo, por esa valoración positiva, se pone un
fuerte énfasis en cuidar este don divino: «Respeten el matrimonio, el lecho
nupcial» (Hb 13,4). Ese regalo de Dios incluye la sexualidad: «No os privéis
uno del otro» (1 Co 7,5). 62. Los Padres sinodales recordaron
que Jesús «refiriéndose al designio primigenio sobre el hombre y la mujer,
reafirma la unión indisoluble entre ellos, si bien diciendo que “por la
dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres;
pero, al principio, no era así” (Mt 19,8). La indisolubilidad del matrimonio
—“lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6)— no hay que
entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don”
hecho a las personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia divina
acompaña siempre el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido
con su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del camino de la
cruz. De los Evangelios emerge claramente el ejemplo de Jesús, que [...]
anunció el mensaje concerniente al significado del matrimonio como plenitud
de la revelación que recupera el proyecto originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[55]. 63. «Jesús, que reconcilió cada cosa
en sí misma, volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original
(cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf.
Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que
brota todo amor verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y
revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de su
significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el
matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor
de Dios y vivir la vida de comunión. El Evangelio de la familia atraviesa la
historia del mundo, desde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gn 1,26-27) hasta el cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo
al final de los siglos con las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[56]. 64. «El ejemplo de Jesús es un
paradigma para la Iglesia [...] Él inició su vida pública con el milagro en
la fiesta nupcial en Caná (cf. Jn 2,1-11) [...] Compartió momentos cotidianos
de amistad con la familia de Lázaro y sus hermanas (cf. Lc 10,38) y con la
familia de Pedro (cf. Mt 8,14). Escuchó el llanto de los padres por sus
hijos, devolviéndoles la vida (cf. Mc 5,41; Lc 7,14-15), y mostrando así el
verdadero sentido de la misericordia, la cual implica el restablecimiento de
la Alianza (cf. Juan Pablo II, Dives in
misericordia, 4). Esto aparece claramente en los encuentros con la
mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30) y con la adúltera (cf. Jn 8,1-11), en los que
la percepción del pecado se despierta de frente al amor gratuito de Jesús»[57]. 65. La encarnación del Verbo en una
familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo.
Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de
María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en
el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la
fiesta de los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en
fuga a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado,
perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría
que acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida para
Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los doctores de la ley
escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los
treinta largos años donde Jesús se ganaba el pan trabajando con sus manos,
susurrando la oración y la tradición creyente de su pueblo y educándose en la
fe de sus padres, hasta hacerla fructificar en el misterio del Reino. Este es
el misterio de la Navidad y el secreto de Nazaret, lleno de perfume a
familia. Es el misterio que tanto fascinó a Francisco de Asís, a Teresa del
Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual beben también las familias
cristianas para renovar su esperanza y su alegría. 66. «La alianza de amor y fidelidad,
de la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret, ilumina el principio que da
forma a cada familia, y la hace capaz de afrontar mejor las vicisitudes de la
vida y de la historia. Sobre esta base, cada familia, a pesar de su debilidad,
puede llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo. “Lección de vida
doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su
sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce
e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de
su sociología” (Pablo VI, Discurso en
Nazaret, 5 enero 1964)»[58]. La familia en los documentos de la
Iglesia 67. El Concilio Ecuménico Vaticano
II, en la Constitución pastoral Gaudium et
spes, se ocupó de «la promoción de la dignidad del matrimonio y la
familia» (cf. 47-52). Definió el matrimonio como comunidad de vida y de amor
(cf. 48), poniendo el amor en el centro de la familia [...] El “verdadero
amor entre marido y mujer” (49) implica la entrega mutua, incluye e integra
la dimensión sexual y la afectividad, conformemente al designio divino (cf. 48-49).
Además, subraya el arraigo en Cristo de los esposos: Cristo Señor “sale al
encuentro de los esposos cristianos en el sacramento del matrimonio” (48), y
permanece con ellos. En la encarnación, él asume el amor humano, lo purifica,
lo lleva a plenitud, y dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de
vivirlo, impregnando toda su vida de fe, esperanza y caridad. De este modo,
los esposos son consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo
de Cristo y constituyen una iglesia doméstica (cf. Lumen
gentium, 11), de manera que la Iglesia, para comprender plenamente
su misterio, mira a la familia cristiana, que lo manifiesta de modo genuino»[59]. 68. Luego, «siguiendo las huellas del
Concilio Vaticano II, el beato Pablo VI profundizó la doctrina sobre el
matrimonio y la familia. En particular, con la Encíclica Humanae vitae,
puso de relieve el vínculo íntimo entre amor conyugal y procreación: “El amor
conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de paternidad
responsable sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que
comprender exactamente [...] El ejercicio responsable de la paternidad exige,
por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para
con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una
justa jerarquía de valores” (10). En la Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, el beato Pablo VI evidenció la relación entre la
familia y la Iglesia»[60]. 69. «San Juan Pablo II dedicó
especial atención a la familia mediante sus catequesis sobre el amor humano,
la Carta a las familias Gratissimam
sane y sobre todo con la Exhortación apostólica Familiaris
consortio. En esos documentos, el Pontífice definió a la familia
“vía de la Iglesia”; ofreció una visión de conjunto sobre la vocación al amor
del hombre y la mujer; propuso las líneas fundamentales para la pastoral de
la familia y para la presencia de la familia en la sociedad. En particular,
tratando de la caridad conyugal (cf. Familiaris
consortio, 13), describió el modo cómo los cónyuges, en su mutuo
amor, reciben el don del Espíritu de Cristo y viven su llamada a la santidad»[61]. 70. «Benedicto XVI, en la Encíclica Deus
caritas est, retomó el tema de la verdad del amor entre hombre y
mujer, que se ilumina plenamente sólo a la luz del amor de Cristo crucificado
(cf. n. 2). Él recalca que “el matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo
se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa,
el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano” (11).
Además, en la Encíclica Caritas in
veritate, pone de relieve la importancia del amor como principio
de vida en la sociedad (cf. n. 44), lugar en el que se aprende la experiencia
del bien común»[62]. 71. «La Sagrada Escritura y la
Tradición nos revelan la Trinidad con características familiares. La familia
es imagen de Dios, que [...] es comunión de personas. En el bautismo, la voz
del Padre llamó a Jesús Hijo amado, y en este amor podemos reconocer al
Espíritu Santo (cf. Mc 1,10-11). Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido
al hombre del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su
forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo sacramental de
su amor por la Iglesia (cf. Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef 5,21-32). En la
familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y semejanza” de
la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio del que brota todo amor
verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben
la gracia necesaria para testimoniar el Evangelio del amor de Dios»[63]. 72. El sacramento del matrimonio no es
una convención social, un rito vacío o el mero signo externo de un
compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación de
los esposos, porque «su recíproca pertenencia es representación real,
mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que
acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la
salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»[64]. El
matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado
específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre
Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una
familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional. 73. «El don recíproco constitutivo
del matrimonio sacramental arraiga en la gracia del bautismo, que establece
la alianza fundamental de toda persona con Cristo en la Iglesia. En la
acogida mutua, y con la gracia de Cristo, los novios se prometen entrega
total, fidelidad y apertura a la vida, y además reconocen como elementos constitutivos
del matrimonio los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo
compromiso, en su nombre y frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite
asumir los bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener
mejor mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la
mirada de la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la
familia, que a su vez dirige su mirada hacia Jesús»[65]. El
sacramento no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo
«mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos
cristianos (cf. Gaudium et
spes, 48). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle
tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse
mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros»[66]. El
matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su
Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en
la comunión de los esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el
desposorio del Hijo de Dios con la naturaleza humana. Por eso «en las
alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto
anticipado del banquete de las bodas del Cordero»[67]. Aunque «la
analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia» es una «analogía
imperfecta»[68], invita a
invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de las
relaciones conyugales. 74. La unión sexual, vivida de modo
humano y santificada por el sacramento, es a su vez camino de crecimiento en
la vida de la gracia para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69]. El valor de
la unión de los cuerpos está expresado en las palabras del consentimiento,
donde se aceptaron y se entregaron el uno al otro para compartir toda la
vida. Esas palabras otorgan un significado a la sexualidad y la liberan de
cualquier ambigüedad. Pero, en realidad, toda la vida en común de los
esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y con
el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que
brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó todo
su amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella. Nunca estarán solos
con sus propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se presenten. Ellos
están llamados a responder al don de Dios con su empeño, su creatividad, su
resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu
Santo que ha consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste
nuevamente en cada nueva situación. 75. Según la tradición latina de la
Iglesia, en el sacramento del matrimonio los ministros son el varón y la
mujer que se casan[70], quienes, al
manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea, reciben un
gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los instrumentos de
la acción divina que los hace una sola carne. En el bautismo quedó consagrada
su capacidad de unirse en matrimonio como ministros del Señor para responder
al llamado de Dios. Por eso, cuando dos cónyuges no cristianos se bautizan,
no es necesario que renueven la promesa matrimonial, y basta que no la
rechacen, ya que por el bautismo que reciben esa unión se vuelve automáticamente
sacramental. El Derecho canónico también reconoce la validez de algunos
matrimonios que se celebran sin un ministro ordenado[71]. En efecto,
el orden natural ha sido asumido por la redención de Jesucristo, de tal
manera que, «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que
no sea por eso mismo sacramento»[72]. La Iglesia
puede exigir la publicidad del acto, la presencia de testigos y otras
condiciones que han ido variando a lo largo de la historia, pero eso no quita
a los dos que se casan su carácter de ministros del sacramento ni debilita la
centralidad del consentimiento del varón y la mujer, que es lo que de por sí
establece el vínculo sacramental. De todos modos, necesitamos reflexionar más
acerca de la acción divina en el rito nupcial, que aparece muy destacada en
las Iglesias orientales, al resaltar la importancia de la bendición sobre los
contrayentes como signo del don del Espíritu. Semillas del Verbo y situaciones
imperfectas 76. «El Evangelio de la familia
alimenta también estas semillas que todavía esperan madurar, y tiene que
hacerse cargo de los árboles que han perdido vitalidad y necesitan que no se
les descuide»[73], de manera
que, partiendo del don de Cristo en el sacramento, «sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una
integración más plena de este misterio en su vida»[74]. 77. Asumiendo la enseñanza bíblica, según la cual todo fue creado por Cristo y para Cristo (cf. Col 1,16), los Padres sinodales recordaron que «el orden de la redención ilumina y cumple el de la creación. El matrimonio natural, por lo tanto, se comprende plenamente a la luz de su cumplimiento sacramental: sólo fijando la mirada en Cristo se conoce profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado [...] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et spes , 22). Resulta
particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica [...] el bien de
los cónyuges (bonum coniugum)»[75], que incluye
la unidad, la apertura a la vida, la fidelidad y la indisolubilidad, y dentro
del matrimonio cristiano también la ayuda mutua en el camino hacia la más
plena amistad con el Señor. «El discernimiento de la presencia de los semina
Verbi en las otras culturas (cf. Ad gentes divinitus, 11) también se puede
aplicar a la realidad matrimonial y familiar. Fuera del verdadero matrimonio
natural también hay elementos positivos en las formas matrimoniales de otras
tradiciones religiosas»[76], aunque tampoco
falten las sombras. Podemos decir que «toda persona que quiera traer a este
mundo una familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que
tenga como propósito vencer el mal —una familia que muestra que el Espíritu
está vivo y actuante— encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo,
o la religión o la región a la que pertenezca»[77]. 78. «La mirada de Cristo, cuya luz
alumbra a todo hombre (cf. Jn1,9; Gaudium et
spes, 22) inspira el cuidado pastoral de la Iglesia hacia los
fieles que simplemente conviven, quienes han contraído matrimonio sólo civil
o los divorciados vueltos a casar. Con el enfoque de la pedagogía divina, la
Iglesia mira con amor a quienes participan en su vida de modo imperfecto:
pide para ellos la gracia de la conversión; les infunde valor para hacer el
bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y para estar al servicio de
la comunidad en la que viven y trabajan [...] Cuando la unión alcanza una estabilidad
notable mediante un vínculo público —y está connotada de afecto profundo, de
responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas— puede ser
vista como una oportunidad para acompañar hacia el sacramento del matrimonio,
allí donde sea posible»[78]. 79. «Frente a situaciones difíciles y familias heridas, siempre es necesario recordar un principio general: “Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones” (Familiaris consortio , 84). El grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos, y puede haber factores que
limitan la capacidad de decisión. Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina
se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la
complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en
que las personas viven y sufren a causa de su condición»[79]. Transmisión de la vida y educación
de los hijos 80. El matrimonio es en primer lugar
una «íntima comunidad conyugal de vida y amor»[80], que
constituye un bien para los mismos esposos[81], y la
sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer»[82]. Por eso,
también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar
una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente»[83]. No
obstante, esta unión está ordenada a la generación «por su propio carácter
natural»[84]. El niño que
llega «no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del
corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento»[85]. No aparece
como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio del amor
como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar al mismo
amor. Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí
mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia
existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este
significado[86], aunque por
diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida. 81. El hijo reclama nacer de ese
amor, y no de cualquier manera, ya que él «no es un derecho sino un don»[87], que es «el
fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres»[88]. Porque
«según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer
y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,27-28).
De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra
de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor,
confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la
transmisión de la vida humana»[89]. 82. Los Padres sinodales han
mencionado que «no es difícil constatar que se está difundiendo una
mentalidad que reduce la generación de la vida a una variable de los
proyectos individuales o de los cónyuges»[90]. La
enseñanza de la Iglesia «ayuda a vivir de manera armoniosa y consciente la
comunión entre los cónyuges, en todas sus dimensiones, junto a la
responsabilidad generativa. Es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica
Humanae
vitae de Pablo VI, que hace hincapié en la necesidad de respetar
la dignidad de la persona en la valoración moral de los métodos de regulación
de la natalidad [...] La opción de la adopción y de la acogida expresa una
fecundidad particular de la experiencia conyugal»[91]. Con
particular gratitud, la Iglesia «sostiene a las familias que acogen, educan y
rodean con su afecto a los hijos diversamente hábiles»[92]. 83. En este contexto, no puedo dejar
de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la
vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se
convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el
valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño
inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede
plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar
decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca
puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. La familia protege la vida
en todas sus etapas y también en su ocaso. Por eso, «a quienes trabajan en
las estructuras sanitarias se les recuerda la obligación moral de la objeción
de conciencia. Del mismo modo, la Iglesia no sólo siente la urgencia de
afirmar el derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento terapéutico
y la eutanasia», sino también «rechaza con firmeza la pena de muerte»[93]. 84. Los Padres quisieron enfatizar
también que «uno de los desafíos fundamentales frente al que se encuentran
las familias de hoy es seguramente el desafío educativo, todavía más arduo y
complejo a causa de la realidad cultural actual y de la gran influencia de
los medios de comunicación»[94]. «La Iglesia
desempeña un rol precioso de apoyo a las familias, partiendo de la iniciación
cristiana, a través de comunidades acogedoras»[95]. Pero me
parece muy importante recordar que la educación integral de los hijos es
«obligación gravísima», a la vez que «derecho primario» de los padres[96]. No es sólo
una carga o un peso, sino también un derecho esencial e insustituible que
están llamados a defender y que nadie debería pretender quitarles. El Estado
ofrece un servicio educativo de manera subsidiaria, acompañando la función
indelegable de los padres, que tienen derecho a poder elegir con libertad el
tipo de educación —accesible y de calidad— que quieran dar a sus hijos según
sus convicciones. La escuela no sustituye a los padres sino que los
complementa. Este es un principio básico: «Cualquier otro colaborador en el
proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consenso y, en
cierta medida, incluso por encargo suyo»[97]. Pero «se ha
abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el
pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad
con la familia ha entrado en crisis»[98]. 85. La Iglesia está llamada a
colaborar, con una acción pastoral adecuada, para que los propios padres
puedan cumplir con su misión educativa. Siempre debe hacerlo ayudándoles a
valorar su propia función, y a reconocer que quienes han recibido el
sacramento del matrimonio se convierten en verdaderos ministros educativos,
porque cuando forman a sus hijos edifican la Iglesia[99], y al
hacerlo aceptan una vocación que Dios les propone[100]. 86. «Con íntimo gozo y profunda
consolación, la Iglesia mira a las familias que permanecen fieles a las
enseñanzas del Evangelio, agradeciéndoles el testimonio que dan y
alentándolas. Gracias a ellas, en efecto, se hace creíble la belleza del
matrimonio indisoluble y fiel para siempre. En la familia, “que se podría
llamar iglesia doméstica” (Lumen
gentium, 11), madura la primera experiencia eclesial de la
comunión entre personas, en la que se refleja, por gracia, el misterio de la
Santa Trinidad. “Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor
fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino
por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida” (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1657)»[101]. 87. La Iglesia es familia de familias,
constantemente enriquecida por la vida de todas las iglesias domésticas. Por
lo tanto, «en virtud del sacramento del matrimonio cada familia se convierte,
a todos los efectos, en un bien para la Iglesia. En esta perspectiva,
ciertamente también será un don valioso, para el hoy de la Iglesia,
considerar la reciprocidad entre familia e Iglesia: la Iglesia es un bien
para la familia, la familia es un bien para la Iglesia. Custodiar este don
sacramental del Señor corresponde no sólo a la familia individualmente sino a
toda la comunidad cristiana»[102]. 88. El amor vivido en las familias es
una fuerza constante para la vida de la Iglesia. «El fin unitivo del
matrimonio es una llamada constante a acrecentar y profundizar este amor. En
su unión de amor los esposos experimentan la belleza de la paternidad y la
maternidad; comparten proyectos y fatigas, deseos y aficiones; aprenden a
cuidarse el uno al otro y a perdonarse mutuamente. En este amor celebran sus
momentos felices y se apoyan en los episodios difíciles de su historia de
vida [...] La belleza del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida
que nace y el cuidado amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños a los
ancianos, son sólo algunos de los frutos que hacen única e insustituible la
respuesta a la vocación de la familia»[103], tanto para
la Iglesia como para la sociedad entera. Capítulo
cuarto: EL AMOR EN EL MATRIMONIO 89. Todo lo dicho no basta para
manifestar el evangelio del matrimonio y de la familia si no nos detenemos
especialmente a hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino de
fidelidad y de entrega recíproca si no estimulamos el crecimiento, la
consolidación y la profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la
gracia del sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar
el amor de los cónyuges»[104]. También
aquí se aplica que, «podría tener fe como para mover montañas; si no tengo
amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun
dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Co 13,2-3). Pero
la palabra «amor», una de las más utilizadas, aparece muchas veces
desfigurada[105]. 90. En el así llamado himno de la
caridad escrito por san Pablo, vemos algunas características del amor
verdadero: «El
amor es paciente, Esto
se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días los
esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso detenerse a precisar el
sentido de las expresiones de este texto, para intentar una aplicación a la
existencia concreta de cada familia. 91. La primera expresión utilizada es
makrothymei. La traducción no es simplemente que «todo lo soporta», porque
esa idea está expresada al final del v. 7. El sentido se toma de la
traducción griega del Antiguo Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira»
(Ex 34,6; Nm 14,18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los
impulsos y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca
a su imitación también dentro de la vida familiar. Los textos en los que
Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la
Sabiduría (cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación
de Dios para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se
manifiesta cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio
de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder. 92. Tener paciencia no es dejar que
nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos
traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las relaciones sean
celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el
centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos
impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la
paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos
convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de
postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla. Por eso,
la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira,
los enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se afianza
cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra
junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis
planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo
que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que
lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un
modo diferente a lo que yo desearía. 93. Sigue la palabra jrestéuetai, que
es única en toda la Biblia, derivada de jrestós (persona buena, que muestra
su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en estricto
paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así, Pablo
quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura
totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una
reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y
promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial». 94. En todo el texto se ve que Pablo
quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe
entender en el sentido que tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer el
bien». Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las
obras que en las palabras»[106]. Así puede
mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar,
la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin
reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir. 95. Luego se rechaza como contraria
al amor una actitud expresada como zeloi (celos, envidia). Significa que en
el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9;
17,5). La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos
interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente
concentrados en el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de
nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El
verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se
libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones
diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su
propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo. 96. En definitiva, se trata de
cumplir aquello que pedían los dos últimos mandamientos de la Ley de Dios:
«No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que
sea de él» (Ex 20,17). El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser
humano, reconociendo su derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro
con la mirada de Dios Padre, que nos regala todo «para que lo disfrutemos» (1
Tm 6,17), y entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen
momento. Esta misma raíz del amor, en todo caso, es lo que me lleva a
rechazar la injusticia de que algunos tengan demasiado y otros no tengan
nada, o lo que me mueve a buscar que también los descartables de la sociedad
puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de
equidad. Sin hacer alarde ni agrandarse 97. Sigue el término perpereuotai,
que indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para
impresionar a otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no
sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está
centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro.
La palabra siguiente —physioutai— es muy semejante, porque indica que el amor
no es arrogante. Literalmente expresa que no se «agranda» ante los demás, e
indica algo más sutil. No es sólo una obsesión por mostrar las propias
cualidades, sino que además se pierde el sentido de la realidad. Se considera
más grande de lo que es, porque se cree más «espiritual» o «sabio». Pablo usa
este verbo otras veces, por ejemplo para decir que «la ciencia hincha, el
amor en cambio edifica» (1 Co 8,1). Es decir, algunos se creen grandes porque
saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en
realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al
débil. En otro versículo también lo aplica para criticar a los que se
«agrandan» (cf. 1 Co 4,18), pero en realidad tienen más palabrería que verdadero
«poder» del Espíritu (cf. 1 Co 4,19). 98. Es importante que los cristianos
vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados en la fe,
frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los
supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e
insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del
amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de
corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús
recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de
dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mt
20,26). La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que
otros y necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el
primero entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27). En la vida
familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la
competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica
acaba con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened
sentimientos de humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios,
pero da su gracia a los humildes» (1 P 5,5). 99. Amar también es volverse amable, y
allí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra
con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos,
sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta
hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y
desinterés», que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos,
aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar»[107]. Ser amable
no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las
exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser
afable con los que lo rodean»[108]. Cada día,
«entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide
la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el
respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el
respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta
de su corazón»[109]. 100. Para disponerse a un verdadero
encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es
posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos,
quizás para compensar los propios complejos. Una mirada amable permite que no
nos detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un
proyecto común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos,
cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una trama social
firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se
puede sostener una entrega por los demás, cada uno termina buscando sólo su
conveniencia y la convivencia se torna imposible. Una persona antisocial cree
que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen
sólo cumplen con su deber. Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del
amor y su lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que
reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por
ejemplo, algunas palabras que decía Jesús a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2).
«¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28). «¡Levántate!» (Mc 5,41). «Vete en paz»
(Lc 7,50). «No tengáis miedo» (Mt 14,27). No son palabras que humillan, que
entristecen, que irritan, que desprecian. En la familia hay que aprender este
lenguaje amable de Jesús. 101. Hemos dicho muchas veces que para
amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno
al amor afirma que el amor «no busca su propio interés», o «no busca lo que
es de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis en
vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).
Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle
prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los
demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como
una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo
encuentra dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño consigo
mismo, ¿con quién será generoso? [...] Nadie peor que el avaro consigo mismo»
(Si 14,5-6). 102. Pero el mismo santo Tomás de
Aquino ha explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que querer
ser amado»[110] y que, de
hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas»[111]. Por eso,
el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, «sin esperar
nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es «dar la
vida» por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible este desprendimiento que
permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo
que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt
10,8). 103. Si la primera expresión del himno
nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente ante las
debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—,
que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo externo.
Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos
coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que
hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos
enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a
reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a
impregnar todas nuestras actitudes ante los otros. 104. El Evangelio invita más bien a
mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los cristianos no podemos
ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira:
«No te dejes vencer por el mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el
bien» (Ga 6,9). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra
es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os
indignáis, no llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en
vuestro enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer
las paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de
rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía
familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día en
familia sin hacer las paces»[112]. La
reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser ante
todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo
libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido
llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que luchar contra
un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior. 105. Si permitimos que un mal
sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se
añeja en el corazón. La frase logízetai to kakón significa «toma en cuenta el
mal», «lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón,
un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender
la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como Jesús
cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más
y más maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor
va creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge
puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que
a veces se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles
ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos,
se convierte en una persistente y constante sed de venganza más que en una
sana defensa de la propia dignidad. 106. Cuando hemos sido ofendidos o
desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice que sea
fácil. La verdad es que «la comunión familiar puede ser conservada y
perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una
pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la
tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el
egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y
a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y
variadas formas de división en la vida familiar»[113]. 107. Hoy sabemos que para poder
perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y
perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada
crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia
nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando
del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales.
Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta
orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las
propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma
actitud con los demás. 108. Pero esto supone la experiencia
de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros
méritos. Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que
siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el
amor de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni
pagar, entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun
cuando hayan sido injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en
familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y
será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo. 109. La expresión jairei epi te adikía
indica algo negativo afincado en el secreto del corazón de la persona. Es la
actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le hace injusticia a
alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo dice de modo
positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se
alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se
valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien
necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio
cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos. 110. Cuando una persona que ama puede hacer
un bien a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con
alegría, y de ese modo da gloria a Dios, porque «Dios ama al que da con
alegría» (2 Co 9,7). Nuestro Señor aprecia de manera especial a quien se
alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de
gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras
propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha
dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). La familia
debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida,
sabe que allí lo van a celebrar con él. 111. El elenco se completa con cuatro
expresiones que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo, espera
todo, soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo
contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda
amenazarlo. 112. En primer lugar se dice que todo
lo disculpa panta stegei. Se diferencia de «no tiene en cuenta el mal»,
porque este término tiene que ver con el uso de la lengua; puede significar
«guardar silencio» sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica
limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e
implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque vaya en
contra de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No
habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11). Detenerse a dañar la imagen
del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los rencores y
envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida de que la
difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta
gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de
reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la lengua, diciendo que
«es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda la persona» (St 3,6), como
un «mal incansable cargado de veneno mortal» (St 3,8). Si «con ella
maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios» (St 3,9), el amor
cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar
incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca
debemos olvidarnos de esta exigencia del amor. 113. Los esposos que se aman y se
pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado bueno del
cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio
para no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de
una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las
dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de
quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos
defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho
desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se
puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces
y de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que
eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo.
Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto
no significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y
terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera,
ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al
servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la
disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado. 114. Panta pisteuei, «todo lo cree»,
por el contexto, no se debe entender «fe» en el sentido teológico, sino en el
sentido corriente de «confianza». No se trata sólo de no sospechar que el
otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz
encendida por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que
todavía arde debajo de las cenizas. 115. Esta misma confianza hace posible
una relación de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir
minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor
confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar.
Esa libertad, que hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y
nuevas experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta
en un círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse,
pueden vivir la alegría de compartir lo que han recibido y aprendido fuera
del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace posible la sinceridad y la transparencia,
porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica
de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que
sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman
de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas
y debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una
básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a pesar de
todo, permite que brote la verdadera identidad de sus miembros, y hace que
espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira. 116. Panta elpízei: no desespera del
futuro. Conectado con la palabra anterior, indica la espera de quien sabe que
el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una maduración, un
sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser
germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida.
Implica aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás
Dios escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque algún
bien de los males que ella no logre superar en esta tierra. 117. Aquí se hace presente la
esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá
de la muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a la
plenitud del cielo. Allí, completamente transformada por la resurrección de
Cristo, ya no existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías.
Allí el verdadero ser de esa persona brillará con toda su potencia de bien y
de hermosura. Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta
tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la
esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial,
aunque ahora no sea visible. 118. Panta hypoménei significa que
sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse
firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas
cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y
constante, capaz de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun
cuando todo el contexto invite a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo
tozudo, de potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el
bien que nada puede derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin
Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las
peores persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo
bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella;
incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al
punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la
religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No
importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad
del que nunca puedes deshacerte [...] Otra manera para amar a tu enemigo es
esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese
es el momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel
del amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los
sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero
tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la
existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me
golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es
evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún
lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La
persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena
del mal [...] Alguien debe tener suficiente religión y moral para cortarla e
inyectar dentro de la propia estructura del universo ese elemento fuerte y
poderoso del amor»[114]. 119. En la vida familiar hace falta
cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra el mal que la
amenaza. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las
personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo
particular en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por
ejemplo, la actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para
protegerse de la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que
sabe ir más allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien,
aunque sea a través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de
dificultad. Eso también es amor a pesar de todo. 120. El himno de san Pablo, que hemos
recorrido, nos permite dar paso a la caridad conyugal. Es el amor que une a
los esposos[115], santificado,
enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del matrimonio. Es una
«unión afectiva»[116], espiritual
y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión
erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la pasión
se debiliten. El Papa Pío XI enseñaba que ese amor permea todos los deberes
de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza»[117]. Porque ese
amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza
inquebrantable entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega hasta el
fin, en la cruz: «El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace
al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor
conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado
interiormente, la caridad conyugal»[118]. 121. El matrimonio es un signo
precioso, porque «cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del
matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos
los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la
imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión:
las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para
siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del
matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia»[119]. Esto tiene
consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, «en virtud del
sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer
visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que
Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella»[120]. 122. Sin embargo, no conviene confundir
planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas limitadas el
tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión que existe
entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica «un
proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de
los dones de Dios»[121]. 123. Después del amor que nos une a
Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad»[122]. Es una
unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del
bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza
entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio
agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el
proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia. Seamos
sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado no
se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive
intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes
acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan
que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se
amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros
signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura
a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para
siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en
las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es
una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y
la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu
compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu
juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16). 124. Un amor débil o enfermo, incapaz
de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer,
reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un
nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un
proceso constante de crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es
posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que
nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona
amada»[123]. Que ese
amor pueda atravesar todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de todo,
supone el don de la gracia que lo fortalece y lo eleva. Como decía san
Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una con una sola en un lazo
indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean las
dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no
puede ocurrir sin un gran misterio»[124]. 125. El matrimonio, además, es una
amistad que incluye las notas propias de la pasión, pero orientada siempre a
una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido instituido
solamente para la procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste,
progrese y madure según un orden recto»[125]. Esta
amistad peculiar entre un hombre y una mujer adquiere un carácter totalizante
que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta
unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo,
aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II
lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo
divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado
por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida»[126]. 126. En el matrimonio conviene cuidar
la alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra
en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones.
La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar
gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se
apaga. Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para
referirse a la dilatación de la amplitud del corazón[127]. La alegría
matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el
matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones
y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de
búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino de la amistad,
que mueve a los esposos a cuidarse: «se prestan mutuamente ayuda y servicio»[128]. 127. El amor de amistad se llama
«caridad» cuando se capta y aprecia el «alto valor» que tiene el otro[129]. La belleza
—el «alto valor» del otro, que no coincide con sus atractivos físicos o
psicológicos— nos permite gustar lo sagrado de su persona, sin la imperiosa
necesidad de poseerlo. En la sociedad de consumo el sentido estético se
empobrece, y así se apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o
consumido; también las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación
de este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a
vibrar ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle
daño o de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de
contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más
allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando sé que
no puede ser mío o cuando se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o
molesto. Por eso, «del amor por el cual a uno le es grata otra persona
depende que le dé algo gratis»[130]. 128. La experiencia estética del amor
se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo,
aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles. La mirada que
valora tiene una enorme importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas
cosas hacen a veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en
cuenta! Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos.
Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las
familias: «Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible». «Por
favor, mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora sólo tiene
ojos para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera me
ven, como si no existiera». El amor abre los ojos y permite ver, más allá de
todo, cuánto vale un ser humano. 129. La alegría de ese amor
contemplativo tiene que ser cultivada. Puesto que estamos hechos para amar,
sabemos que no hay mayor alegría que un bien compartido: «Da y recibe,
disfruta de ello» (Si 14,16). Las alegrías más intensas de la vida brotan
cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo.
Cabe recordar la feliz escena del film La fiesta de Babette, donde la
generosa cocinera recibe un abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo deleitarás
a los ángeles!». Es dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en
los demás, de verlos disfrutar. Ese gozo, efecto del amor fraterno, no es el
de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del amante que se complace
en el bien del ser amado, que se derrama en el otro y se vuelve fecundo en
él. 130. Por otra parte, la alegría se
renueva en el dolor. Como decía san Agustín: «Cuanto mayor fue el peligro en
la batalla, tanto mayor es el gozo en el triunfo»[131]. Después de
haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que valió la
pena, porque consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o porque
pueden valorar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y
festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que
les costó un gran esfuerzo compartido. 131. Quiero decir a los jóvenes que
nada de todo esto se ve perjudicado cuando el amor asume el cauce de la
institución matrimonial. La unión encuentra en esa institución el modo de
encauzar su estabilidad y su crecimiento real y concreto. Es verdad que el
amor es mucho más que un consentimiento externo o que una especie de contrato
matrimonial, pero también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una
configuración visible en la sociedad, con unos determinados compromisos,
manifiesta su relevancia: muestra la seriedad de la identificación con el
otro, indica una superación del individualismo adolescente, y expresa la
firme opción de pertenecerse el uno al otro. Casarse es un modo de expresar
que realmente se ha abandonado el nido materno para tejer otros lazos fuertes
y asumir una nueva responsabilidad ante otra persona. Esto vale mucho más que
una mera asociación espontánea para la gratificación mutua, que sería una
privatización del matrimonio. El matrimonio como institución social es
protección y cauce para el compromiso mutuo, para la maduración del amor,
para que la opción por el otro crezca en solidez, concretización y
profundidad, y a su vez para que pueda cumplir su misión en la sociedad. Por
eso, el matrimonio va más allá de toda moda pasajera y persiste. Su esencia
está arraigada en la naturaleza misma de la persona humana y de su carácter
social. Implica una serie de obligaciones, pero que brotan del mismo amor, de
un amor tan decidido y generoso que es capaz de arriesgar el futuro. 132. Optar por el matrimonio de esta
manera, expresa la decisión real y efectiva de convertir dos caminos en un
único camino, pase lo que pase y a pesar de cualquier desafío. Por la
seriedad que tiene este compromiso público de amor, no puede ser una decisión
apresurada, pero por esa misma razón tampoco se la puede postergar
indefinidamente. Comprometerse con otro de un modo exclusivo y definitivo
siempre tiene una cuota de riesgo y de osada apuesta. El rechazo de asumir
este compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer los
derechos del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno de ser
amado incondicionalmente. Por otro lado, quienes están verdaderamente enamorados
tienden a manifestar a los otros su amor. El amor concretizado en un
matrimonio contraído ante los demás, con todos los compromisos que se derivan
de esta institucionalización, es manifestación y resguardo de un «sí» que se
da sin reservas y sin restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre
podrá confiar, que no será abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya
dificultades o cuando se ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses
egoístas. Amor que se manifiesta y crece 133. El amor de amistad unifica todos
los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a
seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese
amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras
generosas. En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera
repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!»[132]. «Cuando en
una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una familia
no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una familia uno
se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz
y hay alegría»[133]. No seamos
mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a
día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre
marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos»[134]. En cambio,
las palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el
amor día tras día. 134. Todo esto se realiza en un camino
de permanente crecimiento. Esta forma tan particular de amor que es el
matrimonio, está llamada a una constante maduración, porque hay que aplicarle
siempre aquello que santo Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad,
en razón de su naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una
participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo [...] Tampoco
por parte del sujeto se le puede prefijar un límite, porque al crecer la
caridad, sobrecrece también la capacidad para un aumento superior»[135]. San Pablo
exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor
de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En cuanto al amor mutuo [...] os
exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más» (1 Ts 4,9-10). Más
y más. El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de la
indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino
afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia.
El amor que no crece comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer
respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño
más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El
marido y la mujer «experimentando el sentido de su unidad y lográndola más
plenamente cada día»[136]. El don del
amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un llamado a un
constante desarrollo de ese regalo de la gracia. 135. No hacen bien algunas fantasías
sobre un amor idílico y perfecto, privado así de todo estímulo para crecer.
Una idea celestial del amor terreno olvida que lo mejor es lo que todavía no
ha sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo. Como recordaron los
Obispos de Chile, «no existen las familias perfectas que nos propone la
propaganda falaz y consumista. En ellas no pasan los años, no existe la
enfermedad, el dolor ni la muerte [...] La propaganda consumista muestra una
fantasía que nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día
a día, los jefes y jefas de hogar»[137]. Es más
sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y
escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la
solidez de la unión, pase lo que pase. 136. El diálogo es una forma
privilegiada e indispensable de vivir, expresar y madurar el amor en la vida
matrimonial y familiar. Pero supone un largo y esforzado aprendizaje. Varones
y mujeres, adultos y jóvenes, tienen maneras distintas de comunicarse, usan
un lenguaje diferente, se mueven con otros códigos. El modo de preguntar, la
forma de responder, el tono utilizado, el momento y muchos factores más,
pueden condicionar la comunicación. Además, siempre es necesario desarrollar
algunas actitudes que son expresión de amor y hacen posible el diálogo
auténtico. 137. Darse tiempo, tiempo de calidad,
que consiste en escuchar con paciencia y atención, hasta que el otro haya
expresado todo lo que necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a
hablar antes del momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o
consejos, hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita
decir. Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el
corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias
necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno de los cónyuges no
necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir
que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza,
su sueño. Pero son frecuentes lamentos como estos: «No me escucha. Cuando parece
que lo está haciendo, en realidad está pensando en otra cosa». «Hablo y
siento que está esperando que termine de una vez». «Cuando hablo intenta
cambiar de tema, o me da respuestas rápidas para cerrar la conversación». 138. Desarrollar el hábito de dar
importancia real al otro. Se trata de valorar su persona, de reconocer que
tiene derecho a existir, a pensar de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay
que restarle importancia a lo que diga o reclame, aunque sea necesario
expresar el propio punto de vista. Subyace aquí la convicción de que todos
tienen algo que aportar, porque tienen otra experiencia de la vida, porque
miran desde otro punto de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones
y tienen otras habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del
otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo que
dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de
ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le
apasiona, y tomar esa pasión como punto de partida para profundizar en el
diálogo. 139. Amplitud mental, para no
encerrarse con obsesión en unas pocas ideas, y flexibilidad para poder
modificar o completar las propias opiniones. Es posible que, de mi
pensamiento y del pensamiento del otro pueda surgir una nueva síntesis que
nos enriquezca a los dos. La unidad a la que hay que aspirar no es
uniformidad, sino una «unidad en la diversidad», o una «diversidad
reconciliada». En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna, los
diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos
matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la
obligación de ser iguales. También se necesita astucia para advertir a tiempo
las «interferencias» que puedan aparecer, de manera que no destruyan un
proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos sentimientos que vayan
surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen la comunicación. Es
importante la capacidad de expresar lo que uno siente sin lastimar; utilizar
un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más fácilmente aceptado o
tolerado por el otro, aunque el contenido sea exigente; plantear los propios
reclamos pero sin descargar la ira como forma de venganza, y evitar un
lenguaje moralizante que sólo busque agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas
discusiones en la pareja no son por cuestiones muy graves. A veces se trata
de cosas pequeñas, poco trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el
modo de decirlas o la actitud que se asume en el diálogo. 140. Tener gestos de preocupación por
el otro y demostraciones de afecto. El amor supera las peores barreras.
Cuando se puede amar a alguien, o cuando nos sentimos amados por él, logramos
entender mejor lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la
fragilidad que nos lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un
«competidor». Es muy importante fundar la propia seguridad en opciones
profundas, convicciones o valores, y no en ganar una discusión o en que nos
den la razón. 141. Finalmente, reconozcamos que para
que el diálogo valga la pena hay que tener algo que decir, y eso requiere una
riqueza interior que se alimenta en la lectura, la reflexión personal, la
oración y la apertura a la sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven
aburridas e inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no
existe una variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se
vuelve endogámica y el diálogo se empobrece. 142. El Concilio Vaticano II enseña
que este amor conyugal «abarca el bien de toda la persona, y, por tanto,
puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del
espíritu, y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal»[138]. Por algo
será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la
unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el
amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el
amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial o
en la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su totalidad»[139]. ¿Por qué
entonces no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad en el
matrimonio? 143. Deseos, sentimientos, emociones,
eso que los clásicos llamaban «pasiones», tienen un lugar importante en el
matrimonio. Se producen cuando «otro» se hace presente y se manifiesta en la
propia vida. Es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, y esta
tendencia tiene siempre señales afectivas básicas: el placer o el dolor, la
alegría o la pena, la ternura o el temor. Son el presupuesto de la actividad
psicológica más elemental. El ser humano es un viviente de esta tierra, y
todo lo que hace y busca está cargado de pasiones. 144. Jesús, como verdadero hombre,
vivía las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía el rechazo de
Jerusalén (cf. Mt 23,37), y esta situación le arrancaba lágrimas (cf. Lc
19,41). También se compadecía ante el sufrimiento de la gente (cf. Mc 6,34).
Viendo llorar a los demás, se conmovía y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él
mismo lloraba la muerte de un amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones de
su sensibilidad mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a
los demás. 145. Experimentar una emoción no es
algo moralmente bueno ni malo en sí mismo[140]. Comenzar a
sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es bueno o
malo es el acto que uno realice movido o acompañado por una pasión. Pero si los
sentimientos son promovidos, buscados y, a causa de ellos, cometemos malas
acciones, el mal está en la decisión de alimentarlos y en los actos malos que
se sigan. En la misma línea, sentir gusto por alguien no significa de por sí
que sea un bien. Si con ese gusto yo busco que esa persona se convierta en mi
esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo. Creer que somos
buenos sólo porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay personas que
se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de
afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados
en sus propios deseos. En ese caso, los sentimientos distraen de los grandes
valores y ocultan un egocentrismo que no hace posible cultivar una vida sana
y feliz en familia. 146. Por otra parte, si una pasión
acompaña al acto libre, puede manifestar la profundidad de esa opción. El
amor matrimonial lleva a procurar que toda la vida emotiva se convierta en un
bien para la familia y esté al servicio de la vida en común. La madurez llega
a una familia cuando la vida emotiva de sus miembros se transforma en una
sensibilidad que no domina ni oscurece las grandes opciones y los valores
sino que sigue a su libertad[141], brota de
ella, la enriquece, la embellece y la hace más armoniosa para bien de todos. 147. Esto requiere un camino
pedagógico, un proceso que incluye renuncias. Es una convicción de la Iglesia
que muchas veces ha sido rechazada, como si fuera enemiga de la felicidad
humana. Benedicto XVI recogía este cuestionamiento con gran claridad: «La Iglesia,
con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más
hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí
donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una
felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?»[142]. Pero él
respondía que, si bien no han faltado exageraciones o ascetismos desviados en
el cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel a las Escrituras,
no rechazó «el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación
destructora, puesto que la falsa divinización del eros [...] lo priva de su
dignidad divina y lo deshumaniza»[143]. 148. La educación de la emotividad y
del instinto es necesaria, y para ello a veces es indispensable ponerse algún
límite. El exceso, el descontrol, la obsesión por un solo tipo de placeres,
terminan por debilitar y enfermar al placer mismo[144], y dañan la
vida de la familia. De verdad se puede hacer un hermoso camino con las
pasiones, lo cual significa orientarlas cada vez más en un proyecto de autodonación
y de plena realización de sí mismo, que enriquece las relaciones
interpersonales en el seno familiar. No implica renunciar a instantes de
intenso gozo[145], sino
asumirlos como entretejidos con otros momentos de entrega generosa, de espera
paciente, de cansancio inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida en
familia es todo eso y merece ser vivida entera. 149. Algunas corrientes espirituales
insisten en eliminar el deseo para liberarse del dolor. Pero nosotros creemos
que Dios ama el gozo del ser humano, que él creó todo «para que lo
disfrutemos» (1 Tm 6,17). Dejemos brotar la alegría ante su ternura cuando
nos propone: «Hijo, trátate bien [...] No te prives de pasar un día feliz»
(Si 14,11.14). Un matrimonio también responde a la voluntad de Dios siguiendo
esta invitación bíblica: «Alégrate en el día feliz» (Qo 7,14). La cuestión es
tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de
expresión en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las
necesidades del amor mutuo. En ese sentido, se puede acoger la propuesta de
algunos maestros orientales que insisten en ampliar la consciencia, para no
quedar presos en una experiencia muy limitada que nos cierre las
perspectivas. Esa ampliación de la consciencia no es la negación o
destrucción del deseo sino su dilatación y su perfeccionamiento. 150. Todo esto nos lleva a hablar de
la vida sexual del matrimonio. Dios mismo creó la sexualidad, que es un
regalo maravilloso para sus creaturas. Cuando se la cultiva y se evita su
descontrol, es para impedir que se produzca el «empobrecimiento de un valor
auténtico»[146]. San Juan
Pablo II rechazó que la enseñanza de la Iglesia lleve a «una negación del
valor del sexo humano», o que simplemente lo tolere «por la necesidad misma
de la procreación»[147]. La
necesidad sexual de los esposos no es objeto de menosprecio, y «no se trata
en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad»[148]. 151. A quienes temen que en la
educación de las pasiones y de la sexualidad se perjudique la espontaneidad
del amor sexuado, san Juan Pablo II les respondía que el ser humano «está
llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones», que «es el
fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón»[149]. Es algo
que se conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y
coherencia lo que es el significado del cuerpo».[150] La
sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un
lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable
valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra
espontaneidad»[151]. En este
contexto, el erotismo aparece como manifestación específicamente humana de la
sexualidad. En él se puede encontrar «el significado esponsalicio del cuerpo
y la auténtica dignidad del don»[152]. En sus
catequesis sobre la teología del cuerpo humano, enseñó que la corporeidad
sexuada «es no sólo fuente de fecundidad y procreación», sino que posee «la
capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el
hombre-persona se convierte en don»[153]. El más
sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la
admiración, y por eso puede humanizar los impulsos. 152. Entonces, de ninguna manera
podemos entender la dimensión erótica del amor como un mal permitido o como
un peso a tolerar por el bien de la familia, sino como don de Dios que
embellece el encuentro de los esposos. Siendo una pasión sublimada por un
amor que admira la dignidad del otro, llega a ser una «plena y limpísima
afirmación amorosa», que nos muestra de qué maravillas es capaz el corazón
humano y así, por un momento, «se siente que la existencia humana ha sido un
éxito»[154]. 153. Dentro del contexto de esta
visión positiva de la sexualidad, es oportuno plantear el tema en su
integridad y con un sano realismo. Porque no podemos ignorar que muchas veces
la sexualidad se despersonaliza y también se llena de patologías, de tal modo
que «pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio
yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos»[155]. En esta
época se vuelve muy riesgoso que la sexualidad también sea poseída por el
espíritu venenoso del «usa y tira». El cuerpo del otro es con frecuencia
manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda satisfacción y se
desprecia cuando pierde atractivo. ¿Acaso se pueden ignorar o disimular las
constantes formas de dominio, prepotencia, abuso, perversión y violencia
sexual, que son producto de una desviación del significado de la sexualidad y
que sepultan la dignidad de los demás y el llamado al amor debajo de una
oscura búsqueda de sí mismo? 154. No está de más recordar que, aun
dentro del matrimonio, la sexualidad puede convertirse en fuente de
sufrimiento y de manipulación. Por eso tenemos que reafirmar con claridad que
«un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y
sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto
de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos»[156]. Los actos
propios de la unión sexual de los cónyuges responden a la naturaleza de la
sexualidad querida por Dios si son vividos «de modo verdaderamente humano»[157]. Por eso,
san Pablo exhortaba: «Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él» (1
Ts 4,6). Si bien él escribía en una época en que dominaba una cultura
patriarcal, donde la mujer se consideraba un ser completamente subordinado al
varón, sin embargo enseñó que la sexualidad debe ser una cuestión de
conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de postergar las
relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (1 Co 7,5). 155. San Juan Pablo II hizo una
advertencia muy sutil cuando dijo que el hombre y la mujer están «amenazados
por la insaciabilidad»[158]. Es decir,
están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo está en
pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable que hay entre los
dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e intransferible. Cuando la
preciosa pertenencia recíproca se convierte en un dominio, «cambia
esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal»[159]. En la
lógica del dominio, el dominador también termina negando su propia dignidad[160], y en
definitiva deja «de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo»[161], ya que le
quita todo significado. Vive el sexo como evasión de sí mismo y como renuncia
a la belleza de la unión. 156. Es importante ser claros en el
rechazo de toda forma de sometimiento sexual. Por ello conviene evitar toda
interpretación inadecuada del texto de la carta a los Efesios donde se pide
que «las mujeres estén sujetas a sus maridos» (Ef 5,22). San Pablo se expresa
aquí en categorías culturales propias de aquella época, pero nosotros no
debemos asumir ese ropaje cultural, sino el mensaje revelado que subyace en
el conjunto de la perícopa. Retomemos la sabia explicación de san Juan Pablo
II: «El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer
se convertiría en sierva o esclava del marido [...] La comunidad o unidad que
deben formar por el matrimonio se realiza a través de una recíproca donación,
que es también una mutua sumisión»[162]. Por eso se
dice también que «los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios
cuerpos» (Ef 5,28). En realidad el texto bíblico invita a superar el cómodo
individualismo para vivir referidos a los demás, «sujetos los unos a los
otros» (Ef 5,21). En el matrimonio, esta recíproca «sumisión» adquiere un
significado especial, y se entiende como una pertenencia mutua libremente
elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado. La
sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad conyugal,
porque se orienta a procurar que el otro viva en plenitud. 157. Sin embargo, el rechazo de las
desviaciones de la sexualidad y del erotismo nunca debería llevarnos a su
desprecio ni a su descuido. El ideal del matrimonio no puede configurarse
sólo como una donación generosa y sacrificada, donde cada uno renuncia a toda
necesidad personal y sólo se preocupa por hacer el bien al otro sin
satisfacción alguna. Recordemos que un verdadero amor sabe también recibir
del otro, es capaz de aceptarse vulnerable y necesitado, no renuncia a acoger
con sincera y feliz gratitud las expresiones corpóreas del amor en la caricia,
el abrazo, el beso y la unión sexual. Benedicto XVI era claro al respecto:
«Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como
si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su
dignidad»[163]. Por esta
razón, «el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo,
descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien
quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[164]. Esto
supone, de todos modos, recordar que el equilibrio humano es frágil, que
siempre permanece algo que se resiste a ser humanizado y que en cualquier
momento puede desbocarse de nuevo, recuperando sus tendencias más primitivas
y egoístas. 158. «Muchas personas que viven sin
casarse, no sólo se dedican a su familia de origen, sino que a menudo cumplen
grandes servicios en su círculo de amigos, en la comunidad eclesial y en la
vida profesional [...] Muchos, asimismo, ponen sus talentos al servicio de la
comunidad cristiana bajo la forma de la caridad y el voluntariado. Luego
están los que no se casan porque consagran su vida por amor a Cristo y a los
hermanos. Su dedicación enriquece extraordinariamente a la familia, en la
Iglesia y en la sociedad»[165]. 159. La virginidad es una forma de amar.
Como signo, nos recuerda la premura del Reino, la urgencia de entregarse al
servicio evangelizador sin reservas (cf. 1 Co 7,32), y es un reflejo de la
plenitud del cielo donde «ni los hombres se casarán ni las mujer tomarán
esposo» (Mt 22,30). San Pablo la recomendaba porque esperaba un pronto
regreso de Jesucristo, y quería que todos se concentraran sólo en la
evangelización: «El momento es apremiante» (1 Co 7,29). Sin embargo, dejaba
claro que era una opinión personal o un deseo suyo (cf. 1 Co 7,6-8) y no un
pedido de Cristo: «No tengo precepto del Señor» (1 Co 7,25). Al mismo tiempo,
reconocía el valor de los diferentes llamados: «cada cual tiene su propio don
de Dios, unos de un modo y otros de otro» (1 Co 7,7). En este sentido, san
Juan Pablo II dijo que los textos bíblicos «no dan fundamento ni para
sostener la “inferioridad” del matrimonio, ni la “superioridad” de la
virginidad o del celibato»[166] en razón de
la abstención sexual. Más que hablar de la superioridad de la virginidad en
todo sentido, parece adecuado mostrar que los distintos estados de vida se
complementan, de tal manera que uno puede ser más perfecto en algún sentido y
otro puede serlo desde otro punto de vista. Alejandro de Hales, por ejemplo,
expresaba que, en un sentido, el matrimonio puede considerarse superior a los
demás sacramentos, porque simboliza algo tan grande como «la unión de Cristo
con la Iglesia o la unión de la naturaleza divina con la humana»[167]. 160. Por lo tanto, «no se trata de
disminuir el valor del matrimonio en beneficio de la continencia»,[168], y «no hay
base alguna para una supuesta contraposición [...] Si, de acuerdo con una
cierta tradición teológica, se habla del estado de perfeción (status
perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma, sino con relación
al conjunto de la vida fundada sobre los consejos evangélicos»[169]. Pero una
persona casada puede vivir la caridad en un altísimo grado. Entonces, «llega
a esa perfección que brota de la caridad, mediante la fidelidad al espíritu
de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a cada uno de los
hombres»[170]. 161. La virginidad tiene el valor
simbólico del amor que no necesita poseer al otro, y refleja así la libertad
del Reino de los Cielos. Es una invitación a los esposos para que vivan su
amor conyugal en la perspectiva del amor definitivo a Cristo, como un camino
común hacia la plenitud del Reino. A su vez, el amor de los esposos tiene
otros valores simbólicos: por una parte, es un peculiar reflejo de la
Trinidad. La Trinidad es unidad plena, pero en la cual existe también la
distinción. Además, la familia es un signo cristológico, porque manifiesta la
cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la
Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección: cada cónyuge se hace «una sola
carne» con el otro y se ofrece a sí mismo para compartirlo todo con él hasta
el fin. Mientras la virginidad es un signo «escatológico» de Cristo
resucitado, el matrimonio es un signo «histórico» para los que caminamos en
la tierra, un signo del Cristo terreno que aceptó unirse a nosotros y se
entregó hasta darnos su sangre. La virginidad y el matrimonio son, y deben
ser, formas diferentes de amar, porque «el hombre no puede vivir sin amor. Él
permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de
sentido si no se le revela el amor»[171]. 162. El celibato corre el peligro de
ser una cómoda soledad, que da libertad para moverse con autonomía, para
cambiar de lugares, de tareas y de opciones, para disponer del propio dinero,
para frecuentar personas diversas según la atracción del momento. En ese
caso, resplandece el testimonio de las personas casadas. Quienes han sido
llamados a la virginidad pueden encontrar en algunos matrimonios un signo
claro de la generosa e inquebrantable fidelidad de Dios a su Alianza, que
estimule sus corazones a una disponibilidad más concreta y oblativa. Porque
hay personas casadas que mantienen su fidelidad cuando su cónyuge se ha
vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface las propias
necesidades, a pesar de que muchas ofertas inviten a la infidelidad o al
abandono. Una mujer puede cuidar a su esposo enfermo y allí, junto a la Cruz,
vuelve a dar el «sí» de su amor hasta la muerte. En ese amor se manifiesta de
un modo deslumbrante la dignidad del amante, dignidad como reflejo de la
caridad, puesto que es propio de la caridad amar, más que ser amado[172]. También
podemos advertir en muchas familias una capacidad de servicio oblativo y
tierno ante hijos difíciles e incluso desagradecidos. Esto hace de esos
padres un signo del amor libre y desinteresado de Jesús. Todo esto se
convierte en una invitación a las personas célibes para que vivan su entrega
por el Reino con mayor generosidad y disponibilidad. Hoy, la secularización
ha desdibujado el valor de una unión para toda la vida y ha debilitado la
riqueza de la entrega matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar en los
aspectos positivos del amor conyugal»[173]. 163. La prolongación de la vida hace
que se produzca algo que no era común en otros tiempos: la relación íntima y
la pertenencia mutua deben conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y
esto se convierte en una necesidad de volver a elegirse una y otra vez.
Quizás el cónyuge ya no está apasionado por un deseo sexual intenso que le
mueva hacia la otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le
pertenezca, de saber que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce
todo de su vida y de su historia y que comparte todo. Es el compañero en el
camino de la vida con quien se pueden enfrentar las dificultades y disfrutar
las cosas lindas. Eso también produce una satisfacción que acompaña al querer
propio del amor conyugal. No podemos prometernos tener los mismos
sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener un proyecto
común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte
nos separe, y vivir siempre una rica intimidad. El amor que nos prometemos
supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda incluirlos.
Es un querer más hondo, con una decisión del corazón que involucra toda la
existencia. Así, en medio de un conflicto no resuelto, y aunque muchos
sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva cada día
la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida entera y de
permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace un camino de
crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor celebra
cada paso y cada nueva etapa. 164. En la historia de un matrimonio,
la apariencia física cambia, pero esto no es razón para que la atracción
amorosa se debilite. Alguien se enamora de una persona entera con una
identidad propia, no sólo de un cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del
desgaste del tiempo, nunca deje de expresar de algún modo esa identidad
personal que ha cautivado el corazón. Cuando los demás ya no puedan reconocer
la belleza de esa identidad, el cónyuge enamorado sigue siendo capaz de
percibirla con el instinto del amor, y el cariño no desaparece. Reafirma su
decisión de pertenecerle, la vuelve a elegir, y expresa esa elección en una
cercanía fiel y cargada de ternura. La nobleza de su opción por ella, por ser
intensa y profunda, despierta una forma nueva de emoción en el cumplimiento
de esa misión conyugal. Porque «la emoción provocada por otro ser humano como
persona [...] no tiende de por sí al acto conyugal»[174]. Adquiere
otras expresiones sensibles, porque el amor «es una única realidad, si bien
con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más»[175]. El vínculo
encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a amasarlo una y otra
vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de
construirse día a día. Pero nada de esto es posible si no se invoca al
Espíritu Santo, si no se clama cada día pidiendo su gracia, si no se busca su
fuerza sobrenatural, si no se le reclama con deseo que derrame su fuego sobre
nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo y transformarlo en cada nueva
situación. Capítulo
quinto: AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO 165. El amor siempre da vida. Por eso,
el amor conyugal «no se agota dentro de la pareja [...] Los cónyuges, a la
vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo,
reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y
síntesis viva e inseparable del padre y de la madre»[176]. 166. La familia es el ámbito no sólo
de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios.
Cada nueva vida «nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor,
que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos
son amados antes de que lleguen»[177]. Esto nos
refleja el primado del amor de Dios que siempre toma la iniciativa, porque
los hijos «son amados antes de haber hecho algo para merecerlo»[178]. Sin
embargo, «numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les
roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para
justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es
vergonzoso! [...] ¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos
humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los
errores de los adultos?»[179]. Si un niño
llega al mundo en circunstancias no deseadas, los padres, u otros miembros de
la familia, deben hacer todo lo posible por aceptarlo como don de Dios y por
asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Porque «cuando
se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos
será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que
un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a
las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres»[180]. El don de
un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida,
prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino
final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento
último de la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del
precioso don que les ha sido confiado. En efecto, a ellos les ha concedido
Dios elegir el nombre con el que él llamará cada uno de sus hijos por toda la
eternidad[181]. 167. Las familias numerosas son una
alegría para la Iglesia. En ellas, el amor expresa su fecundidad generosa.
Esto no implica olvidar una sana advertencia de san Juan Pablo II, cuando
explicaba que la paternidad responsable no es «procreación ilimitada o falta
de conciencia de lo que implica educar a los hijos, sino más bien la facultad
que los esposos tienen de usar su libertad inviolable de modo sabio y
responsable, teniendo en cuenta tanto las realidades sociales y demográficas,
como su propia situación y sus deseos legítimos»[182]. El amor en la espera propia del
embarazo 168. El embarazo es una época difícil,
pero también es un tiempo maravilloso. La madre acompaña a Dios para que se
produzca el milagro de una nueva vida. La maternidad surge de una «particular
potencialidad del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a
la concepción y a la generación del ser humano»[183]. Cada mujer
participa del «misterio de la creación, que se renueva en la generación
humana»[184]. Es como
dice el Salmo: «Tú me has tejido en el seno materno» (139,13). Cada niño que
se forma dentro de su madre es un proyecto eterno del Padre Dios y de su amor
eterno: «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras
del seno materno, te consagré» (Jr 1,5). Cada niño está en el corazón de Dios
desde siempre, y en el momento en que es concebido se cumple el sueño eterno
del Creador. Pensemos cuánto vale ese embrión desde el instante en que es
concebido. Hay que mirarlo con esos ojos de amor del Padre, que mira más allá
de toda apariencia. 169. La mujer embarazada puede
participar de ese proyecto de Dios soñando a su hijo: «Toda mamá y todo papá soñó
a su hijo durante nueve meses [...] No es posible una familia sin soñar.
Cuando en una familia se pierde la capacidad de soñar los chicos no crecen,
el amor no crece, la vida se debilita y se apaga»[185]. Dentro de
ese sueño, para un matrimonio cristiano, aparece necesariamente el bautismo.
Los padres lo preparan con su oración, entregando su hijo a Jesús ya antes de
su nacimiento. 170. Con los avances de las ciencias
hoy se puede saber de antemano qué color de cabellos tendrá el niño y qué
enfermedades podrá sufrir en el futuro, porque todas las características
somáticas de esa persona están inscritas en su código genético ya en el
estado embrionario. Pero sólo el Padre que lo creó lo conoce en plenitud.
Sólo él conoce lo más valioso, lo más importante, porque él sabe quién es ese
niño, cuál es su identidad más honda. La madre que lo lleva en su seno
necesita pedir luz a Dios para poder conocer en profundidad a su propio hijo
y para esperarlo tal cual es. Algunos padres sienten que su niño no llega en
el mejor momento. Les hace falta pedirle al Señor que los sane y los
fortalezca para aceptar plenamente a ese hijo, para que puedan esperarlo de
corazón. Es importante que ese niño se sienta esperado. Él no es un
complemento o una solución para una inquietud personal. Es un ser humano, con
un valor inmenso, y no puede ser usado para el propio beneficio. Entonces, no
es importante si esa nueva vida te servirá o no, si tiene características que
te agradan o no, si responde o no a tus proyectos y a tus sueños. Porque «los
hijos son un don. Cada uno es único e irrepetible [...] Se ama a un hijo porque
es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra manera; no, porque
es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un hijo es un hijo»[186]. El amor de
los padres es instrumento del amor del Padre Dios que espera con ternura el
nacimiento de todo niño, lo acepta sin condiciones y lo acoge gratuitamente. 171. A cada mujer embarazada quiero
pedirle con afecto: Cuida tu alegría, que nada te quite el gozo interior de
la maternidad. Ese niño merece tu alegría. No permitas que los miedos, las
preocupaciones, los comentarios ajenos o los problemas apaguen esa felicidad
de ser instrumento de Dios para traer una nueva vida al mundo. Ocúpate de lo
que haya que hacer o preparar, pero sin obsesionarte, y alaba como María:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su sierva» (Lc 1,46-48). Vive
ese sereno entusiasmo en medio de tus molestias, y ruega al Señor que cuide
tu alegría para que puedas transmitirla a tu niño. 172. «Los niños, apenas nacidos,
comienzan a recibir como don, junto a la comida y los cuidados, la
confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos de amor pasan
a través del don del nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones
de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la
belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca
nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta
como interlocutor [...] y esto es amor, que trae una chispa del amor de Dios»[187]. Todo niño
tiene derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios
para su maduración íntegra y armoniosa. Como dijeron los Obispos de
Australia, ambos «contribuyen, cada uno de una manera distinta, a la crianza
de un niño. Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y
derecho natural a una madre y a un padre»[188]. No se
trata sólo del amor del padre y de la madre por separado, sino también del
amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia, como nido
que acoge y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece
reducirse a una posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son
«cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes»[189]. Muestran a
sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del Señor. Además, ellos
juntos enseñan el valor de la reciprocidad, del encuentro entre diferentes,
donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir del otro. Si
por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún
modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo. 173. El sentimiento de orfandad que
viven hoy muchos niños y jóvenes es más profundo de lo que pensamos. Hoy
reconocemos como muy legítimo, e incluso deseable, que las mujeres quieran
estudiar, trabajar, desarrollar sus capacidades y tener objetivos personales.
Pero, al mismo tiempo, no podemos ignorar la necesidad que tienen los niños
de la presencia materna, especialmente en los primeros meses de vida. La
realidad es que «la mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva
vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo»[190]. El
debilitamiento de la presencia materna con sus cualidades femeninas es un
riesgo grave para nuestra tierra. Valoro el feminismo cuando no pretende la
uniformidad ni la negación de la maternidad. Porque la grandeza de la mujer
implica todos los derechos que emanan de su inalienable dignidad humana, pero
también de su genio femenino, indispensable para la sociedad[191]. Sus
capacidades específicamente femeninas —en particular la maternidad— le
otorgan también deberes, porque su ser mujer implica también una misión
peculiar en esta tierra, que la sociedad necesita proteger y preservar para
bien de todos. 174. De hecho, «las madres son el
antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta [...] Son
ellas quienes testimonian la belleza de la vida»[192]. Sin duda,
«una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben
testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega,
la fuerza moral. Las madres transmiten a menudo también el sentido más
profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros
gestos de devoción que aprende un niño[...] Sin las madres, no sólo no habría
nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y
profundo. [...] Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois en la
familia y por lo que dais a la Iglesia y al mundo»[193]. 175. La madre, que ampara al niño con
su ternura y su compasión, le ayuda a despertar la confianza, a experimentar
que el mundo es un lugar bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una
autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura
paterna, por otra parte, ayuda a percibir los límites de la realidad, y se
caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y
desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha. Un padre con una
clara y feliz identidad masculina, que a su vez combine en su trato con la
mujer el afecto y la protección, es tan necesario como los cuidados maternos.
Hay roles y tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas
de cada familia, pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras,
femenina y masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del
niño. 176. Se dice que nuestra sociedad es
una «sociedad sin padres». En la cultura occidental, la figura del padre
estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. Aun la virilidad
pareciera cuestionada. Se ha producido una comprensible confusión, porque «en
un primer momento esto se percibió como una liberación: liberación del
padre-patrón, del padre como representante de la ley que se impone desde
fuera, del padre como censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la
emancipación y autonomía de los jóvenes. A veces, en el pasado, en algunas
casas, reinaba el autoritarismo, en ciertos casos nada menos que el maltrato»[194]. Pero,
«como sucede con frecuencia, se pasa de un extremo a otro. El problema de
nuestros días no parece ser ya tanto la presencia entrometida del padre, sino
más bien su ausencia, el hecho de no estar presente. El padre está algunas
veces tan concentrado en sí mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias
realizaciones individuales, que olvida incluso a la familia. Y deja solos a
los pequeños y a los jóvenes»[195]. La
presencia paterna, y por tanto su autoridad, se ve afectada también por el
tiempo cada vez mayor que se dedica a los medios de comunicación y a la
tecnología de la distracción. Hoy, además, la autoridad está puesta bajo
sospecha y los adultos son crudamente cuestionados. Ellos mismos abandonan
las certezas y por eso no dan orientaciones seguras y bien fundadas a sus
hijos. No es sano que se intercambien los roles entre padres e hijos, lo cual
daña el adecuado proceso de maduración que los niños necesitan recorrer y les
niega un amor orientador que les ayude a madurar[196]. 177. Dios pone al padre en la familia
para que, con las características valiosas de su masculinidad, «sea cercano a
la esposa, para compartir todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas.
Y que sea cercano a los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando
tienen ocupaciones, cuando están despreocupados y cuando están angustiados,
cuando se expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen
miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el camino;
padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que decir controlador.
Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos»[197]. Algunos
padres se sienten inútiles o innecesarios, pero la verdad es que «los hijos
necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos.
Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan»[198]. No es
bueno que los niños se queden sin padres y así dejen de ser niños antes de
tiempo. 178. Muchas parejas de esposos no
pueden tener hijos. Sabemos lo mucho que se sufre por ello. Por otro lado,
sabemos también que «el matrimonio no ha sido instituido solamente para la
procreación [...] Por ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte,
el matrimonio, como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y
conserva su valor e indisolubilidad»[199]. Además,
«la maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se
expresa de diversas maneras»[200]. 179. La adopción es un camino para
realizar la maternidad y la paternidad de una manera muy generosa, y quiero
alentar a quienes no pueden tener hijos a que sean magnánimos y abran su amor
matrimonial para recibir a quienes están privados de un adecuado contexto
familiar. Nunca se arrepentirán de haber sido generosos. Adoptar es el acto
de amor de regalar una familia a quien no la tiene. Es importante insistir en
que la legislación pueda facilitar los trámites de adopción, sobre todo en
los casos de hijos no deseados, en orden a prevenir el aborto o el abandono.
Los que asumen el desafío de adoptar y acogen a una persona de manera
incondicional y gratuita, se convierten en mediaciones de ese amor de Dios
que dice: «Aunque tu madre te olvidase, yo jamás te olvidaría» (Is 49,15). 180. «La opción de la adopción y de la
acogida expresa una fecundidad particular de la experiencia conyugal, no sólo
en los casos de esposos con problemas de fertilidad [...] Frente a
situaciones en las que el hijo es querido a cualquier precio, como un derecho
a la propia autoafirmación, la adopción y la acogida, entendidas
correctamente, muestran un aspecto importante del ser padres y del ser hijos,
en cuanto ayudan a reconocer que los hijos, tanto naturales como adoptados o
acogidos, son otros sujetos en sí mismos y que hace falta recibirlos,
amarlos, hacerse cargo de ellos y no sólo traerlos al mundo. El interés
superior del niño debe primar en los procesos de adopción y acogida»[201]. Por otra
parte, «se debe frenar el tráfico de niños entre países y continentes
mediante oportunas medidas legislativas y el control estatal»[202]. 181. Conviene también recordar que la
procreación o la adopción no son las únicas maneras de vivir la fecundidad
del amor. Aun la familia con muchos hijos está llamada a dejar su huella en
la sociedad donde está inserta, para desarrollar otras formas de fecundidad
que son como la prolongación del amor que la sustenta. No olviden las
familias cristianas que «la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce
más profundamente en él [...] Cada uno de nosotros tiene un papel especial
que desempeñar en la preparación de la venida del Reino de Dios»[203]. La familia
no debe pensar a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la
sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda
solidaria. Así se convierte en un nexo de integración de la persona con la
sociedad y en un punto de unión entre lo público y lo privado. Los
matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus
deberes sociales. Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye,
sino que se llena de nueva luz, como lo expresan los siguientes versos: «Tus
manos son mi caricia 182. Ninguna familia puede ser fecunda
si se concibe como demasiado diferente o «separada». Para evitar este riesgo,
recordemos que la familia de Jesús, llena de gracia y de sabiduría, no era
vista como una familia «rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo.
Por eso mismo a la gente le costaba reconocer la sabiduría de Jesús y decía:
«¿De dónde saca todo eso? [...] ¿No es este el carpintero, el hijo de María?»
(Mc 6,2-3). «¿No es el hijo del carpintero?» (Mc 6,2-3). «¿No es este el hijo
del carpintero?» (Mt 13,55). Esto confirma que era una familia sencilla,
cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció
en una relación cerrada y absorbente con María y con José, sino que se movía
gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los parientes y amigos.
Eso explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el
niño de doce años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las
narraciones y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba
en la caravana, anduvieron el camino de un día» (Lc 2,44). Sin embargo a
veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por
el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición
constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como separadas de la
sociedad, y hasta sus propios parientes se sienten despreciados o juzgados
por ellas. 183. Un matrimonio que experimente la
fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a sanar las heridas de los
abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia.
Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer «doméstico» el mundo[205], para que
todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano: «Una mirada atenta
a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra inmediatamente la
necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu familiar
[...] No sólo la organización de la vida común se topa cada vez más con una
burocracia del todo extraña a las uniones humanas fundamentales, sino,
incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a menudo signos de
degradación»[206]. En cambio,
las familias abiertas y solidarias hacen espacio a los pobres, son capaces de
tejer una amistad con quienes lo están pasando peor que ellas. Si realmente
les importa el Evangelio, no pueden olvidar lo que dice Jesús: «Que cada vez
que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25,40). En definitiva, viven lo que se nos pide con tanta
elocuencia en este texto: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus
amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos. Porque
si luego ellos te invitan a ti, esa será tu recompensa. Cuando des un banquete,
llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y serás
dichoso» (Lc 14,12-14). ¡Serás dichoso! He aquí el secreto de una familia
feliz. 184. Con el testimonio, y también con
la palabra, las familias hablan de Jesús a los demás, transmiten la fe,
despiertan el deseo de Dios, y muestran la belleza del Evangelio y del estilo
de vida que nos propone. Así, los matrimonios cristianos pintan el gris del
espacio público llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad
social, de la defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza
activa. Su fecundidad se amplía y se traduce en miles de maneras de hacer
presente el amor de Dios en la sociedad. 185. En esta línea es conveniente
tomar muy en serio un texto bíblico que suele ser interpretado fuera de su
contexto, o de una manera muy general, con lo cual se puede descuidar su
sentido más inmediato y directo, que es marcadamente social. Se trata de 1 Co
11,17-34, donde san Pablo enfrenta una situación vergonzosa de la comunidad.
Allí, algunas personas acomodadas tendían a discriminar a los pobres, y esto
se producía incluso en el ágape que acompañaba a la celebración de la
Eucaristía. Mientras los ricos gustaban sus manjares, los pobres se quedaban
mirando y sin tener qué comer: Así, «uno pasa hambre, el otro está borracho.
¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de
Dios que humilláis a los pobres?» (vv. 21-22). 186. La Eucaristía reclama la
integración en un único cuerpo eclesial. Quien se acerca al Cuerpo y a la
Sangre de Cristo no puede al mismo tiempo ofender este mismo Cuerpo
provocando escandalosas divisiones y discriminaciones entre sus miembros. Se
trata, pues, de «discernir» el Cuerpo del Señor, de reconocerlo con fe y
caridad, tanto en los signos sacramentales como en la comunidad, de otro
modo, se come y se bebe la propia condenación (cf. v. 11, 29). Este texto
bíblico es una seria advertencia para las familias que se encierran en su
propia comodidad y se aíslan, pero más particularmente para las familias que
permanecen indiferentes ante el sufrimiento de las familias pobres y más
necesitadas. La celebración eucarística se convierte así en un constante
llamado para «que cada cual se examine» (v. 28) en orden a abrir las puertas
de la propia familia a una mayor comunión con los descartables de la
sociedad, y, entonces sí, recibir el Sacramento del amor eucarístico que nos
hace un sólo cuerpo. No hay que olvidar que «la “mística” del Sacramento
tiene un carácter social»[207]. Cuando
quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los pobres
y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y de
inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente. En cambio, las familias
que se alimentan de la Eucaristía con adecuada disposición refuerzan su deseo
de fraternidad, su sentido social y su compromiso con los necesitados. 187. El pequeño núcleo familiar no
debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos,
los primos, e incluso los vecinos. En esa familia grande puede haber algunos
necesitados de ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede
haber grandes sufrimientos que necesitan un consuelo[208]. El
individualismo de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido
de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto. Sin embargo, ese
aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el corazón de la
familia y la priva de la amplitud de la existencia. 188. En primer lugar, hablemos de los
propios padres. Jesús recordaba a los fariseos que el abandono de los padres
está en contra de la Ley de Dios (cf. Mc 7,8-13). A nadie le hace bien perder
la conciencia de ser hijo. En cada persona, «incluso cuando se llega a la
edad de adulto o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio
de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo.
Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no
nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos recibido. El gran don de
la vida es el primer regalo que nos ha sido dado»[209]. 189. Por eso, «el cuarto mandamiento
pide a los hijos [...] que honren al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Este mandamiento
viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto,
encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier
otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del
cuarto mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus días en la tierra
que el Señor, tu Dios, te va a dar”. El vínculo virtuoso entre las
generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una historia
verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es
una sociedad sin honor [...] Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes
desapacibles y ávidos»[210]. 190. Pero la moneda tiene otra cara:
«Abandonará el hombre a su padre y a su madre» (Gn 2,24), dice la Palabra de
Dios. Esto a veces no se cumple, y el matrimonio no termina de asumirse
porque no se ha hecho esa renuncia y esa entrega. Los padres no deben ser
abandonados ni descuidados, pero para unirse en matrimonio hay que dejarlos,
de manera que el nuevo hogar sea la morada, la protección, la plataforma y el
proyecto, y sea posible convertirse de verdad en «una sola carne» (ibíd.). En
algunos matrimonios ocurre que se ocultan muchas cosas al propio cónyuge que,
en cambio se hablan con los propios padres, hasta el punto que importan más
las opiniones de los padres que los sentimientos y las opiniones del cónyuge.
No es fácil sostener esta situación por mucho tiempo, y sólo cabe de manera
provisoria, mientras se crean las condiciones para crecer en la confianza y
en la comunicación. El matrimonio desafía a encontrar una nueva manera de ser
hijos. 191. «No me rechaces ahora en la
vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9). Es el clamor
del anciano, que teme el olvido y el desprecio. Así como Dios nos invita a
ser sus instrumentos para escuchar la súplica de los pobres, también espera
que escuchemos el grito de los ancianos[211]. Esto
interpela a las familias y a las comunidades, porque «la Iglesia no puede y
no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de
indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido
colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al
anciano parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres,
padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en
nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna»[212]. Por eso,
«¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la
alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos!»[213]. 192. San Juan Pablo II nos invitó a
prestar atención al lugar del anciano en la familia, porque hay culturas que,
«como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han
llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de
marginación»[214]. Los
ancianos ayudan a percibir «la continuidad de las generaciones», con «el
carisma de servir de puente»[215]. Muchas
veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión de los grandes valores
a sus nietos, y «muchas personas pueden reconocer que deben precisamente a
sus abuelos la iniciación a la vida cristiana»[216]. Sus
palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a reconocer
que la historia no comienza con ellos, que son herederos de un viejo camino y
que es necesario respetar el trasfondo que nos antecede. Quienes rompen lazos
con la historia tendrán dificultades para tejer relaciones estables y para
reconocer que no son los dueños de la realidad. Entonces, «la atención a los
ancianos habla de la calidad de una civilización. ¿Se presta atención al
anciano en una civilización? ¿Hay sitio para el anciano? Esta civilización
seguirá adelante si sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos»[217]. 193. La ausencia de memoria histórica
es un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya
fue». Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la
única posibilidad de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin
memoria: «Recordad aquellos días primeros» (Hb 10,32). Las narraciones de los
ancianos hacen mucho bien a los niños y jóvenes, ya que los conectan con la
historia vivida tanto de la familia como del barrio y del país. Una familia
que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una
familia desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con
porvenir. Por lo tanto, «en una civilización en la que no hay sitio para los
ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva
consigo el virus de la muerte»[218], ya que «se
arranca de sus propias raíces»[219]. El fenómeno
de la orfandad contemporánea, en términos de discontinuidad, desarraigo y
caída de las certezas que dan forma a la vida, nos desafía a hacer de
nuestras familias un lugar donde los niños puedan arraigarse en el suelo de
una historia colectiva. 194. La relación entre los hermanos se
profundiza con el paso del tiempo, y «el vínculo de fraternidad que se forma
en la familia entre los hijos, si se da en un clima de educación abierto a
los demás, es una gran escuela de libertad y de paz. En la familia, entre
hermanos, se aprende la convivencia humana [...] Tal vez no siempre somos
conscientes de ello, pero es precisamente la familia la que introduce la
fraternidad en el mundo. A partir de esta primera experiencia de hermandad,
nutrida por los afectos y por la educación familiar, el estilo de la
fraternidad se irradia como una promesa sobre toda la sociedad»[220]. 195. Crecer entre hermanos brinda la
hermosa experiencia de cuidarnos, de ayudar y de ser ayudados. Por eso, «la
fraternidad en la familia resplandece de modo especial cuando vemos el
cuidado, la paciencia, el afecto con los cuales se rodea al hermanito o a la
hermanita más débiles, enfermos, o con discapacidad»[221]. Hay que
reconocer que «tener un hermano, una hermana que te quiere, es una
experiencia fuerte, impagable, insustituible»[222], pero hay
que enseñar con paciencia a los hijos a tratarse como hermanos. Ese
aprendizaje, a veces costoso, es una verdadera escuela de sociabilidad. En
algunos países existe una fuerte tendencia a tener un solo hijo, con lo cual
la experiencia de ser hermano comienza a ser poco común. En los casos en que
no se haya podido tener más de un hijo, habrá que encontrar las maneras de
que el niño no crezca solo o aislado. 196. Además del círculo pequeño que
conforman los cónyuges y sus hijos, está la familia grande que no puede ser
ignorada. Porque «el amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de
forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia
—entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y
familiares— está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante
que conduce la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa,
fundamento y alma de la comunidad conyugal y familiar»[223]. Allí
también se integran los amigos y las familias amigas, e incluso las
comunidades de familias que se apoyan mutuamente en sus dificultades, en su
compromiso social y en su fe. 197. Esta familia grande debería
integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a
las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las
personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los
jóvenes que luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos
que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de
sus hijos, y en su seno tienen cabida «incluso los más desastrosos en las
conductas de su vida»[224]. También
puede ayudar a compensar las fragilidades de los padres, o detectar y
denunciar a tiempo posibles situaciones de violencia o incluso de abuso
sufridas por los niños, dándoles un amor sano y una tutela familiar cuando
sus padres no pueden asegurarla. 198. Finalmente, no se puede olvidar
que en esta familia grande están también el suegro, la suegra y todos los
parientes del cónyuge. Una delicadeza propia del amor consiste en evitar
verlos como competidores, como seres peligrosos, como invasores. La unión
conyugal reclama respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender
su lenguaje, contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna manera
en el propio corazón, aun cuando haya que preservar la legítima autonomía y
la intimidad de la pareja. Estas actitudes son también un modo exquisito de
expresar la generosidad de la entrega amorosa al propio cónyuge. Capítulo
sexto: ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES 199. El diálogo del camino sinodal
llevaron a plantear la necesidad de desarrollar nuevos caminos pastorales,
que procuraré recoger ahora de manera general. Serán las distintas
comunidades quienes deberán elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que
tengan en cuenta tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y
los desafíos locales. Sin pretender presentar aquí una pastoral de la
familia, quiero detenerme sólo a recoger algunos de los grandes desafíos
pastorales. Anunciar el Evangelio de la familia
hoy 200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas, por la gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la pastoral familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los cónyuges y de las familias, iglesias domésticas»[225]. Por ello, remarcaron que «se trata de hacer experimentar que el Evangelio de la familia es alegría que “llena el corazón y la vida entera”, porque en Cristo somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium , 1). A la luz de la
parábola del sembrador (cf. Mt 13,3-9), nuestra tarea es cooperar en la
siembra: lo demás es obra de Dios. Tampoco hay que olvidar que la Iglesia que
predica sobre la familia es signo de contradicción»[226], pero los
matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para una
valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de hacer frente
a todo lo que se le cruce por delante. La Iglesia quiere llegar a las
familias con humilde comprensión, y su deseo «es acompañar a cada una y a
todas las familias para que puedan descubrir la mejor manera de superar las
dificultades que se encuentran en su camino»[227]. No basta
incorporar una genérica preocupación por la familia en los grandes proyectos
pastorales. Para que las familias puedan ser cada vez más sujetos activos de
la pastoral familiar, se requiere «un esfuerzo evangelizador y catequístico
dirigido a la familia»[228], que la
oriente en este sentido. 201. «Esto exige a toda la Iglesia una
conversión misionera: es necesario no quedarse en un anuncio meramente
teórico y desvinculado de los problemas reales de las personas»[229]. La
pastoral familiar «debe hacer experimentar que el Evangelio de la familia
responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad
y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la
fecundidad. No se trata solamente de presentar una normativa, sino de
proponer valores, respondiendo a la necesidad que se constata hoy, incluso en
los países más secularizados, de tales valores»[230]. También
«se ha subrayado la necesidad de una evangelización que denuncie con
franqueza los condicionamientos culturales, sociales, políticos y económicos,
como el espacio excesivo concedido a la lógica de mercado, que impiden una
auténtica vida familiar, determinando discriminaciones, pobreza, exclusiones
y violencia. Para ello, hay que entablar un diálogo y una cooperación con las
estructuras sociales, así como alentar y sostener a los laicos que se
comprometen, como cristianos, en el ámbito cultural y sociopolítico»[231]. 202. «La principal contribución a la
pastoral familiar la ofrece la parroquia, que es una familia de familias,
donde se armonizan los aportes de las pequeñas comunidades, movimientos y
asociaciones eclesiales»[232]. Junto con
una pastoral específicamente orientada a las familias, se nos plantea la necesidad
de «una formación más adecuada de los presbíteros, los diáconos, los
religiosos y las religiosas, los catequistas y otros agentes pastorales»[233]. En las
respuestas a las consultas enviadas a todo el mundo, se ha destacado que a
los ministros ordenados les suele faltar formación adecuada para tratar los
complejos problemas actuales de las familias. En este sentido, también puede
ser útil la experiencia de la larga tradición oriental de los sacerdotes
casados. 203. Los seminaristas deberían acceder
a una formación interdisciplinaria más amplia sobre noviazgo y matrimonio, y
no sólo en cuanto a la doctrina. Además, la formación no siempre les permite
desplegar su mundo psicoafectivo. Algunos llevan sobre sus vidas la
experiencia de su propia familia herida, con ausencia de padres y con
inestabilidad emocional. Habrá que garantizar durante la formación una
maduración para que los futuros ministros posean el equilibrio psíquico que
su tarea les exige. Los vínculos familiares son fundamentales para fortalecer
la sana autoestima de los seminaristas. Por ello es importante que las
familias acompañen todo el proceso del seminario y del sacerdocio, ya que
ayudan a fortalecerlo de un modo realista. En ese sentido, es saludable la
combinación de algún tiempo de vida en el seminario con otro de vida en
parroquias, que permita tomar mayor contacto con la realidad concreta de las
familias. En efecto, a lo largo de su vida pastoral el sacerdote se encuentra
sobre todo con familias. «La presencia de los laicos y de las familias, en
particular la presencia femenina, en la formación sacerdotal, favorece el
aprecio por la variedad y complementariedad de las diversas vocaciones en la
Iglesia»[234]. 204. Las respuestas a las consultas
también expresan con insistencia la necesidad de la formación de agentes
laicos de pastoral familiar con ayuda de psicopedagogos, médicos de familia,
médicos comunitarios, asistentes sociales, abogados de minoridad y familia,
con apertura a recibir los aportes de la psicología, la sociología, la
sexología, e incluso el counseling. Los profesionales, en especial quienes
tienen experiencia de acompañamiento, ayudan a encarnar las propuestas
pastorales en las situaciones reales y en las inquietudes concretas de las
familias. «Los caminos y cursos de formación destinados específicamente a los
agentes de pastoral podrán hacerles idóneos para inserir el mismo camino de
preparación al matrimonio en la dinámica más amplia de la vida eclesial»[235]. Una buena
capacitación pastoral es importante «sobre todo a la vista de las situaciones
particulares de emergencia derivadas de los casos de violencia doméstica y el
abuso sexual»[236]. Todo esto
de ninguna manera disminuye, sino que complementa, el valor fundamental de la
dirección espiritual, de los inestimables recursos espirituales de la Iglesia
y de la Reconciliación sacramental. Guiar a los prometidos en el camino
de preparación al matrimonio 205. Los Padres sinodales han dicho de
diversas maneras que necesitamos ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y
la riqueza del matrimonio[237]. Deben
poder percibir el atractivo de una unión plena que eleva y perfecciona la
dimensión social de la existencia, otorga a la sexualidad su mayor sentido, a
la vez que promueve el bien de los hijos y les ofrece el mejor contexto para
su maduración y educación. 206. «La compleja realidad social y
los desafíos que la familia está llamada a afrontar hoy requieren un
compromiso mayor de toda la comunidad cristiana en la preparación de los
prometidos al matrimonio. Es preciso recordar la importancia de las virtudes.
Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento
genuino del amor interpersonal. Respecto a esta necesidad, los Padres sinodales
eran concordes en subrayar la exigencia de una mayor implicación de toda la
comunidad, privilegiando el testimonio de las familias, además de un arraigo
de la preparación al matrimonio en el camino de iniciación cristiana,
haciendo hincapié en el nexo del matrimonio con el bautismo y los otros
sacramentos. Del mismo modo, se puso de relieve la necesidad de programas
específicos para la preparación próxima al matrimonio que sean una auténtica
experiencia de participación en la vida eclesial y profundicen en los
diversos aspectos de la vida familiar»[238]. 207. Invito a las comunidades cristianas
a reconocer que acompañar el camino de amor de los novios es un bien para
ellas mismas. Como bien dijeron los Obispos de Italia, los que se casan son
para su comunidad cristiana «un precioso recurso, porque, empeñándose con
sinceridad para crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a
renovar el tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de
amistad que ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la
amistad y en la fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman parte»[239]. Hay
diversas maneras legítimas de organizar la preparación próxima al matrimonio,
y cada Iglesia local discernirá lo que sea mejor, procurando una formación
adecuada que al mismo tiempo no aleje a los jóvenes del sacramento. No se
trata de darles todo el Catecismo ni de saturarlos con demasiados temas.
Porque aquí también vale que «no el mucho saber harta y satisface al alma,
sino el sentir y gustar de las cosas interiormente»[240]. Interesa
más la calidad que la cantidad, y hay que dar prioridad —junto con un
renovado anuncio del kerygma— a aquellos contenidos que, comunicados de
manera atractiva y cordial, les ayuden a comprometerse en un camino de toda
la vida «con gran ánimo y liberalidad»[241]. Se trata
de una suerte de «iniciación» al sacramento del matrimonio que les aporte los
elementos necesarios para poder recibirlo con las mejores disposiciones y
comenzar con cierta solidez la vida familiar. 208. Conviene encontrar además las
maneras, a través de las familias misioneras, de las propias familias de los
novios y de diversos recursos pastorales, de ofrecer una preparación remota
que haga madurar el amor que se tienen, con un acompañamiento cercano y
testimonial. Suelen ser muy útiles los grupos de novios y las ofertas de
charlas opcionales sobre una variedad de temas que interesan realmente a los
jóvenes. No obstante, son indispensables algunos momentos personalizados,
porque el principal objetivo es ayudar a cada uno para que aprenda a amar a
esta persona concreta con la que pretende compartir toda la vida. Aprender a
amar a alguien no es algo que se improvisa ni puede ser el objetivo de un
breve curso previo a la celebración del matrimonio. En realidad, cada persona
se prepara para el matrimonio desde su nacimiento. Todo lo que su familia le
aportó debería permitirle aprender de la propia historia y capacitarle para
un compromiso pleno y definitivo. Probablemente quienes llegan mejor
preparados al casamiento son quienes han aprendido de sus propios padres lo
que es un matrimonio cristiano, donde ambos se han elegido sin condiciones, y
siguen renovando esa decisión. En ese sentido, todas las acciones pastorales
tendientes a ayudar a los matrimonios a crecer en el amor y a vivir el
Evangelio en la familia, son una ayuda inestimable para que sus hijos se
preparen para su futura vida matrimonial. Tampoco hay que olvidar los
valiosos recursos de la pastoral popular. Para dar un sencillo ejemplo,
recuerdo el día de san Valentín, que en algunos países es mejor aprovechado
por los comerciantes que por la creatividad de los pastores. 209. La preparación de los que ya
formalizaron un noviazgo, cuando la comunidad parroquial logra acompañarlos
con un buen tiempo de anticipación, también debe darles la posibilidad de
reconocer incompatibilidades o riesgos. De este modo se puede llegar a
advertir que no es razonable apostar por esa relación, para no exponerse a un
fracaso previsible que tendrá consecuencias muy dolorosas. El problema es que
el deslumbramiento inicial lleva a tratar de ocultar o de relativizar muchas
cosas, se evita discrepar, y así sólo se patean las dificultades para
adelante. Los novios deberían ser estimulados y ayudados para que puedan
hablar de lo que cada uno espera de un eventual matrimonio, de su modo de
entender lo que es el amor y el compromiso, de lo que se desea del otro, del
tipo de vida en común que se quisiera proyectar. Estas conversaciones pueden
ayudar a ver que en realidad los puntos de contacto son escasos, y que la
mera atracción mutua no será suficiente para sostener la unión. Nada es más
volátil, precario e imprevisible que el deseo, y nunca hay que alentar una
decisión de contraer matrimonio si no se han ahondado otras motivaciones que
otorguen a ese compromiso posibilidades reales de estabilidad. 210. En todo caso, si se reconocen con
claridad los puntos débiles del otro, es necesario que haya una confianza
realista en la posibilidad de ayudarle a desarrollar lo mejor de su persona
para contrarrestar el peso de sus fragilidades, con un firme interés en
promoverlo como ser humano. Esto implica aceptar con sólida voluntad la
posibilidad de afrontar algunas renuncias, momentos difíciles y situaciones
conflictivas, y la decisión firme de prepararse para ello. Se deben detectar
las señales de peligro que podría tener la relación, para encontrar antes del
casamiento recursos que permitan afrontarlas con éxito. Lamentablemente,
muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han
hecho experiencias juntos, pero no han enfrentado el desafío de mostrarse a
sí mismos y de aprender quién es en realidad el otro. 211. Tanto la preparación próxima como
el acompañamiento más prolongado, deben asegurar que los novios no vean el
casamiento como el final del camino, sino que asuman el matrimonio como una
vocación que los lanza hacia adelante, con la firme y realista decisión de
atravesar juntos todas las pruebas y momentos difíciles. La pastoral
prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del
vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a
superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones
doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos
espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser
caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la
experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía
del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden
a movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los novios, debe
ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o familias
disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando surjan
dificultades. Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la Reconciliación
sacramental, que permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada,
y de la misma relación, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y
de su fuerza sanadora. 212. La preparación próxima al
matrimonio tiende a concentrarse en las invitaciones, la vestimenta, la
fiesta y los innumerables detalles que consumen tanto el presupuesto como las
energías y la alegría. Los novios llegan agobiados y agotados al casamiento,
en lugar de dedicar las mejores fuerzas a prepararse como pareja para el gran
paso que van a dar juntos. Esta mentalidad se refleja también en algunas
uniones de hecho que nunca llegan al casamiento porque piensan en festejos
demasiado costosos, en lugar de dar prioridad al amor mutuo y a su formalización
ante los demás. Queridos novios: «Tened la valentía de ser diferentes, no os
dejéis devorar por la sociedad del consumo y de la apariencia. Lo que importa
es el amor que os une, fortalecido y santificado por la gracia. Vosotros sois
capaces de optar por un festejo austero y sencillo, para colocar el amor por
encima de todo». Los agentes de pastoral y la comunidad entera pueden ayudar
a que esta prioridad se convierta en lo normal y no en la excepción. 213. En la preparación más inmediata
es importante iluminar a los novios para vivir con mucha hondura la
celebración litúrgica, ayudándoles a percibir y vivir el sentido de cada
gesto. Recordemos que un compromiso tan grande como el que expresa el
consentimiento matrimonial, y la unión de los cuerpos que consuma el
matrimonio, cuando se trata de dos bautizados, sólo pueden interpretarse como
signos del amor del Hijo de Dios hecho carne y unido con su Iglesia en
alianza de amor. En los bautizados, las palabras y los gestos se convierten
en un lenguaje elocuente de la fe. El cuerpo, con los significados que Dios
ha querido infundirle al crearlo «se convierte en el lenguaje de los
ministros del sacramento, conscientes de que en el pacto conyugal se
manifiesta y se realiza el misterio»[242]. 214. A veces, los novios no perciben
el peso teológico y espiritual del consentimiento, que ilumina el significado
de todos los gestos posteriores. Hace falta destacar que esas palabras no
pueden ser reducidas al presente; implican una totalidad que incluye el
futuro: «hasta que la muerte los separe». El sentido del consentimiento
muestra que «libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen
mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales.
Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la civilización de la
comunicación global, la inflación de promesas incumplidas [...] El honor de
la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender.
No se pueden imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio»[243]. 215. Los obispos de Kenia advirtieron
que, «demasiado centrados en el día de la boda, los futuros esposos se olvidan
de que están preparándose para un compromiso que dura toda la vida»[244]. Hay que ayudar
a advertir que el sacramento no es sólo un momento que luego pasa a formar
parte del pasado y de los recuerdos, porque ejerce su influencia sobre toda
la vida matrimonial, de manera permanente[245]. El
significado procreativo de la sexualidad, el lenguaje del cuerpo, y los
gestos de amor vividos en la historia de un matrimonio, se convierten en una
«ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico» y «la vida conyugal viene
a ser, en algún sentido, liturgia»[246]. 216. También se puede meditar con las
lecturas bíblicas y enriquecer la comprensión de los anillos que se
intercambian, o de otros signos que formen parte del rito. Pero no sería
bueno que se llegue al casamiento sin haber orado juntos, el uno por el otro,
pidiendo ayuda a Dios para ser fieles y generosos, preguntándole juntos a
Dios qué es lo que él espera de ellos, e incluso consagrando su amor ante una
imagen de María. Quienes los acompañen en la preparación del matrimonio
deberían orientarlos para que sepan vivir esos momentos de oración que pueden
hacerles mucho bien. «La liturgia nupcial es un evento único, que se vive en
el contexto familiar y social de una fiesta. Jesús inició sus milagros en el
banquete de bodas de Caná: el vino bueno del milagro del Señor, que anima el
nacimiento de una nueva familia, es el vino nuevo de la Alianza de Cristo con
los hombres y mujeres de todos los tiempos [...] Generalmente, el celebrante
tiene la oportunidad de dirigirse a una asamblea compuesta de personas que
participan poco en la vida eclesial o que pertenecen a otra confesión
cristiana o comunidad religiosa. Por lo tanto, se trata de una ocasión
imperdible para anunciar el Evangelio de Cristo»[247]. Acompañar en los primeros años de
la vida matrimonial 217. Tenemos que reconocer como un
gran valor que se comprenda que el matrimonio es una cuestión de amor, que
sólo pueden casarse los que se eligen libremente y se aman. No obstante,
cuando el amor se convierte en una mera atracción o en una afectividad
difusa, esto hace que los cónyuges sufran una extraordinaria fragilidad
cuando la afectividad entra en crisis o cuando la atracción física decae.
Dado que estas confusiones son frecuentes, se vuelve imprescindible acompañar
en los primeros años de la vida matrimonial para enriquecer y profundizar la
decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse hasta el fin. Muchas
veces, el tiempo de noviazgo no es suficiente, la decisión de casarse se
precipita por diversas razones y, como si no bastara, la maduración de los
jóvenes se ha retrasado. Entonces, los recién casados tienen que completar
ese proceso que debería haberse realizado durante el noviazgo. 218. Por otra parte, quiero insistir
en que un desafío de la pastoral matrimonial es ayudar a descubrir que el
matrimonio no puede entenderse como algo acabado. La unión es real, es
irrevocable, y ha sido confirmada y consagrada por el sacramento del
matrimonio. Pero al unirse, los esposos se convierten en protagonistas,
dueños de su historia y creadores de un proyecto que hay que llevar adelante
juntos. La mirada se dirige al futuro que hay que construir día a día con la
gracia de Dios y, por eso mismo, al cónyuge no se le exige que sea perfecto.
Hay que dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado
a crecer, en proceso. Cuando la mirada hacia el cónyuge es constantemente
crítica, eso indica que no se ha asumido el matrimonio también como un
proyecto de construir juntos, con paciencia, comprensión, tolerancia y
generosidad. Esto lleva a que el amor sea sustituido poco a poco por una
mirada inquisidora e implacable, por el control de los méritos y derechos de
cada uno, por los reclamos, la competencia y la autodefensa. Así se vuelven
incapaces de hacerse cargo el uno del otro para la maduración de los dos y
para el crecimiento de la unión. A los nuevos matrimonios hay que mostrarles
esto con claridad realista desde el inicio, de manera que tomen conciencia de
que «están comenzando». El sí que se dieron es el inicio de un itinerario,
con un objetivo capaz de superar lo que planteen las circunstancias y los
obstáculos que se interpongan. La bendición recibida es una gracia y un
impulso para ese camino siempre abierto. Suele ayudar el que se sienten a
dialogar para elaborar su proyecto concreto en sus objetivos, sus
instrumentos, sus detalles. 219. Recuerdo un refrán que decía que
el agua estancada se corrompe, se echa a perder. Es lo que pasa cuando esa
vida del amor en los primeros años del matrimonio se estanca, deja de estar
en movimiento, deja de tener esa inquietud que la empuja hacia delante. La
danza hacia adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos asombrados
hacia la esperanza, no debe detenerse. En el noviazgo y en los primeros años
del matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la que
hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de las
coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en marcha toda
inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La misma esperanza nos
invita a vivir a pleno el presente, poniendo el corazón en la vida familiar,
porque la mejor forma de preparar y consolidar el futuro es vivir bien el
presente. 220. El camino implica pasar por
distintas etapas que convocan a donarse con generosidad: del impacto inicial,
caracterizado por una atracción marcadamente sensible, se pasa a la necesidad
del otro percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de
la pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un
proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por encima
de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un
bien para la sociedad. La maduración del amor implica también aprender a
«negociar». No es una actitud interesada o un juego de tipo comercial, sino
en definitiva un ejercicio del amor mutuo, porque esta negociación es un
entrelazado de recíprocas ofrendas y renuncias para el bien de la familia. En
cada nueva etapa de la vida matrimonial hay que sentarse a volver a negociar
los acuerdos, de manera que no haya ganadores y perdedores sino que los dos
ganen. En el hogar las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos
comparten la responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada
síntesis matrimonial es diferente. 221. Una de las causas que llevan a
rupturas matrimoniales es tener expectativas demasiado altas sobre la vida
conyugal. Cuando se descubre la realidad, más limitada y desafiante que lo
que se había soñado, la solución no es pensar rápida e irresponsablemente en
la separación, sino asumir el matrimonio como un camino de maduración, donde
cada uno de los cónyuges es un instrumento de Dios para hacer crecer al otro.
Es posible el cambio, el crecimiento, el desarrollo de las potencialidades
buenas que cada uno lleva en sí. Cada matrimonio es una «historia de
salvación», y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias al don
de Dios y a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a una realidad
cada vez más sólida y preciosa. Quizás la misión más grande de un hombre y
una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o más
mujer. Hacer crecer es ayudar al otro a moldearse en su propia identidad. Por
eso el amor es artesanal. Cuando uno lee el pasaje de la Biblia sobre la
creación del hombre y de la mujer, ve que Dios primero plasma al hombre (cf.
Gn 2,7), después se da cuenta de que falta algo esencial y plasma a la mujer,
y entonces escucha la sorpresa del varón: «¡Ah, ahora sí, esta sí!». Y luego,
uno parece escuchar ese hermoso diálogo donde el varón y la mujer se van descubriendo.
Porque aun en los momentos difíciles el otro vuelve a sorprender y se abren
nuevas puertas para el reencuentro, como si fuera la primera vez; y en cada
nueva etapa se vuelven a “plasmarse” el uno al otro. El amor hace que uno
espere al otro y ejercite esa paciencia propia del artesano que se heredó de
Dios. 222. El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. «De acuerdo con el carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida [...] La elección responsable de la paternidad presupone la formación de la conciencia que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella” (Gaudium et spes ,16). En la medida en
que los esposos traten de escuchar más en su conciencia a Dios y sus
mandamientos (cf. Rm 2,15), y se hagan acompañar espiritualmente, tanto más
su decisión será íntimamente libre de un arbitrio subjetivo y del
acomodamiento a los modos de comportarse en su ambiente»[248]. Sigue en
pie lo dicho con claridad en el Concilio Vaticano II: «Cumplirán su tarea
[...] de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un recto juicio,
atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien de los hijos, ya
nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado
de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en
cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la
propia Iglesia. En último término, son los mismos esposos los que deben formarse
este juicio ante Dios»[249]. Por otra
parte, «se ha de promover el uso de los métodos basados en los “ritmos
naturales de fecundidad” (Humanae
vitae, 11). También se debe hacer ver que “estos métodos respetan el cuerpo
de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de
una libertad auténtica” (Catecismo de la Iglesia Católica,2370), insistiendo
siempre en que los hijos son un maravilloso don de Dios, una alegría para los
padres y para la Iglesia. A través de ellos el Señor renueva el mundo»[250]. Algunos
recursos 223.
Los Padres sinodales han indicado que «los primeros años de matrimonio son un
período vital y delicado durante el cual los cónyuges crecen en la conciencia
de los desafíos y del significado del matrimonio. De aquí la exigencia de un
acompañamiento pastoral que continúe después de la celebración del sacramento
(cf. Familiaris
consortio, 3ª parte). Resulta de gran importancia en esta pastoral
la presencia de esposos con experiencia. La parroquia se considera el lugar
donde los cónyuges expertos pueden ofrecer su disponibilidad a ayudar a los
más jóvenes, con el eventual apoyo de asociaciones, movimientos eclesiales y
nuevas comunidades. Hay que alentar a los esposos a una actitud fundamental
de acogida del gran don de los hijos. Es preciso resaltar la importancia de
la espiritualidad familiar, de la oración y de la participación en la Eucaristía
dominical, y alentar a los cónyuges a reunirse regularmente para que crezca
la vida espiritual y la solidaridad en las exigencias concretas de la vida.
Liturgias, prácticas de devoción y Eucaristías celebradas para las familias,
sobre todo en el aniversario del matrimonio, se citaron como ocasiones
vitales para favorecer la evangelización mediante la familia»[251]. 224.
Este camino es una cuestión de tiempo. El amor necesita tiempo disponible y
gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar. Hace falta tiempo para
dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse,
para mirarse, para valorarse, para fortalecer la relación. A veces, el
problema es el ritmo frenético de la sociedad, o los tiempos que imponen los
compromisos laborales. Otras veces, el problema es que el tiempo que se pasa
juntos no tiene calidad. Sólo compartimos un espacio físico pero sin
prestarnos atención el uno al otro. Los agentes pastorales y los grupos
matrimoniales deberían ayudar a los matrimonios jóvenes o frágiles a aprender
a encontrarse en esos momentos, a detenerse el uno frente al otro, e incluso
a compartir momentos de silencio que los obliguen a experimentar la presencia
del cónyuge. 225.
Los matrimonios que tienen una buena experiencia de aprendizaje en este
sentido pueden aportar los recursos prácticos que les han sido de utilidad:
la programación de los momentos para estar juntos gratuitamente, los tiempos
de recreación con los hijos, las diversas maneras de celebrar cosas
importantes, los espacios de espiritualidad compartida. Pero también pueden
enseñar recursos que ayudan a llenar de contenido y de sentido esos momentos,
para aprender a comunicarse mejor. Esto es de suma importancia cuando se ha
apagado la novedad del noviazgo. Porque, cuando no se sabe qué hacer con el
tiempo compartido, uno u otro de los cónyuges terminará refugiándose en la
tecnología, inventará otros compromisos, buscará otros brazos, o escapará de
una intimidad incómoda. 226.
A los matrimonios jóvenes también hay que estimularlos a crear una rutina
propia, que brinda una sana sensación de estabilidad y de seguridad, y que se
construye con una serie de rituales cotidianos compartidos. Es bueno darse
siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y
recibirlo cuando llega, tener alguna salida juntos, compartir tareas
domésticas. Pero al mismo tiempo es bueno cortar la rutina con la fiesta, no
perder la capacidad de celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las
experiencias lindas. Necesitan sorprenderse juntos por los dones de Dios y
alimentar juntos el entusiasmo por vivir. Cuando se sabe celebrar, esta
capacidad renueva la energía del amor, lo libera de la monotonía, y llena de
color y de esperanza la rutina diaria. 227.
Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es
bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia
a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a crear espacios semanales de
oración familiar, porque «la familia que reza unida permanece unida». A su
vez, cuando visitemos los hogares, deberíamos convocar a todos los miembros
de la familia a un momento para orar unos por otros y para poner la familia
en las manos del Señor. Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los
cónyuges a tener momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno
tiene sus cruces secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al
corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las
luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso? Los Padres
sinodales también remarcaron que «la Palabra de Dios es fuente de vida y
espiritualidad para la familia. Toda la pastoral familiar deberá dejarse
modelar interiormente y formar a los miembros de la iglesia doméstica
mediante la lectura orante y eclesial de la Sagrada Escritura. La Palabra de
Dios no sólo es una buena nueva para la vida privada de las personas, sino
también un criterio de juicio y una luz para el discernimiento de los
diversos desafíos que deben afrontar los cónyuges y las familias»[252]. 228.
Es posible que uno de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no quiera
vivir los compromisos de la fe. En ese caso, el deseo del otro de vivir y
crecer como cristiano hace que la indiferencia de ese cónyuge sea vivida con
dolor. No obstante, es posible encontrar algunos valores comunes que se
puedan compartir y cultivar con entusiasmo. De todos modos, amar al cónyuge
incrédulo, darle felicidad, aliviar sus sufrimientos y compartir la vida con
él es un verdadero camino de santificación. Por otra parte, el amor es un don
de Dios, y allí donde se derrama hace sentir su fuerza transformadora, de
maneras a veces misteriosas, hasta el punto de que «el marido no creyente
queda santificado por la mujer, y la mujer no creyente queda santifica por el
marido creyente» (1 Co 7,14). 229.
Las parroquias, los movimientos, las escuelas y otras instituciones de la
Iglesia pueden desplegar diversas mediaciones para cuidar y reavivar a las
familias. Por ejemplo, a través de recursos como: reuniones de matrimonios
vecinos o amigos, retiros breves para matrimonios, charlas de especialistas
sobre problemáticas muy concretas de la vida familiar, centros de
asesoramiento matrimonial, agentes misioneros orientados a conversar con los
matrimonios sobre sus dificultades y anhelos, consultorías sobre diferentes
situaciones familiares (adicciones, infidelidad, violencia familiar), espacios
de espiritualidad, talleres de formación para padres con hijos problemáticos,
asambleas familiares. La secretaría parroquial debería contar con la
posibilidad de acoger con cordialidad y de atender las urgencias familiares,
o de derivar fácilmente hacia quienes puedan ayudarles. También hay un apoyo
pastoral que se da en los grupos de matrimonios, tanto de servicio o de
misión, de oración, de formación, o de apoyo mutuo. Estos grupos brindan la
ocasión de dar, de vivir la apertura de la familia a los demás, de compartir
la fe, pero al mismo tiempo son un medio para fortalecer al matrimonio y
hacerlo crecer. 230.
Es verdad que muchos matrimonios desaparecen de la comunidad cristiana
después del casamiento, pero muchas veces desperdiciamos algunas ocasiones en
que vuelven a hacerse presentes, donde podríamos reproponerles de manera
atractiva el ideal del matrimonio cristiano y acercarlos a espacios de
acompañamiento: me refiero, por ejemplo, al bautismo de un hijo, a la primera
comunión, o cuando participan de un funeral o del casamiento de un pariente o
amigo. Casi todos los matrimonios reaparecen en esas ocasiones, que podrían
ser mejor aprovechadas. Otro camino de acercamiento es la bendición de los
hogares o la visita de una imagen de la Virgen, que dan la ocasión para
desarrollar un diálogo pastoral acerca de la situación de la familia. También
puede ser útil asignar a matrimonios más crecidos la tarea de acompañar a
matrimonios más recientes de su propio vecindario, para visitarlos,
acompañarlos en sus comienzos y proponerles un camino de crecimiento. Con el
ritmo de vida actual, la mayoría de los matrimonios no estarán dispuestos a
reuniones frecuentes, y no podemos reducirnos a una pastoral de pequeñas
élites. Hoy, la pastoral familiar debe ser fundamentalmente misionera, en
salida, en cercanía, en lugar de reducirse a ser una fábrica de cursos a los
que pocos asisten. Iluminar
crisis, angustias y dificultades 231.
Vaya una palabra a los que en el amor ya han añejado el vino nuevo del
noviazgo. Cuando el vino se añeja con esta experiencia del camino, allí
aparece, florece en toda su plenitud, la fidelidad de los pequeños momentos
de la vida. Es la fidelidad de la espera y de la paciencia. Esa fidelidad
llena de sacrificios y de gozos va como floreciendo en la edad en que todo se
pone añejo y los ojos se ponen brillantes al contemplar los hijos de sus
hijos. Así era desde el principio, pero eso ya se hizo consciente, asentado,
madurado en la sorpresa cotidiana del redescubrimiento día tras día, año tras
año. Como enseñaba san Juan de la Cruz, «los viejos amadores son los ya
ejercitados y probados». Ellos «ya no tienen aquellos hervores sensitivos ni
aquellas furias y fuegos hervorosos por fuera, sino que gustan la suavidad
del vino de amor ya bien cocido en su sustancia [...] asentado allá dentro en
el alma»[253]. Esto supone haber sido capaces de superar juntos las
crisis y los tiempos de angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las
dificultades. El
desafío de las crisis 232.
La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también
son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis
superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar
y madurar el vino de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices,
sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las
posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje
que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos
encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay
que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una
soportable mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una
tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la
ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los
cónyuges para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y
hacerles un lugar en la vida familiar. Los matrimonios experimentados y
formados deben estar dispuestos a acompañar a otros en este descubrimiento,
de manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar decisiones
apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber escuchar
afinando el oído del corazón. 233.
La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis, ponerse a
la defensiva por sentir que escapa al propio control, porque muestra la
insuficiencia de la propia manera de vivir, y eso incomoda. Entonces se usa
el recurso de negar los problemas, esconderlos, relativizar su importancia,
apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda la solución y lleva a
consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que complicará todavía más
las cosas. Los vínculos se van deteriorando y se va consolidando un
aislamiento que daña la intimidad. En una crisis no asumida, lo que más se perjudica
es la comunicación. De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que
amo» pasa a ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre
o la madre de mis hijos», y, al final, «un extraño». 234.
Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque a
veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten, se arrinconan
en el silencio mezquino y tramposo. En estos momentos es necesario crear
espacios para comunicarse de corazón a corazón. El problema es que se vuelve
más difícil comunicarse así en un momento de crisis si nunca se aprendió a
hacerlo. Es todo un arte que se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en
práctica en los tiempos duros. Hay que ayudar a descubrir las causas más
ocultas en los corazones de los cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que
pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las respuestas a las consultas
realizadas remarcan que en situaciones difíciles o críticas la mayoría no
acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano,
realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis
matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de dolor y de angustia. 235.
Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis
de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y
desprenderse de los padres; o la crisis de la llegada del hijo, con sus
nuevos desafíos emocionales; la crisis de la crianza, que cambia los hábitos
del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas
energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí; la
crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí
misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges,
que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones
exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o
cansancios que pueden afectar gravemente a la unión. 236.
A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas
con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y
se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y
que exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta
dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si
no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores.
Algunas familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la
experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de
reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales se
superan de manera satisfactoria. Saber perdonar y sentirse perdonados es una
experiencia fundamental en la vida familiar»[254]. «El difícil arte de la reconciliación, que requiere
del sostén de la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y
amigos, y a veces incluso de ayuda externa y profesional»[255]. 237.
Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o
que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un
matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo
acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un momento en que se
necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor difuso. Hay situaciones
propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga
emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente
correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el
atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a
apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas
que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a
recrearlo una vez más. 238.
En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a
elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la
relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los sueños
acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las pequeñas o
limitadas posibilidades que les da la vida en familia y apuestan por
fortalecer el vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo.
Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que hace
posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado, madurado, iluminado.
A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de
lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de
encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta
actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones
difíciles. De todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy
descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación matrimonial
se ha roto parece particularmente urgente»[256]. Viejas
heridas 239.
Es comprensible que en las familias haya muchas crisis cuando alguno de sus
miembros no ha madurado su manera de relacionarse, porque no ha sanado
heridas de alguna etapa de su vida. La propia infancia o la propia
adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis personales que
terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran personas que han madurado
normalmente, las crisis serían menos frecuentes o menos dolorosas. Pero el
hecho es que a veces las personas necesitan realizar a los cuarenta años una
maduración atrasada que debería haberse logrado al final de la adolescencia.
A veces se ama con un amor egocéntrico propio del niño, fijado en una etapa
donde la realidad se distorsiona y se vive el capricho de que todo gire en
torno al propio yo. Es un amor insaciable, que grita o llora cuando no tiene
lo que desea. Otras veces se ama con un amor fijado en una etapa adolescente,
marcado por la confrontación, la crítica ácida, el hábito de culpar a los
otros, la lógica del sentimiento y de la fantasía, donde los demás deben
llenar los propios vacíos o seguir los propios caprichos. 240.
Muchos terminan su niñez sin haber sentido jamás que son amados
incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de confiar y de entregarse.
Una relación mal vivida con los propios padres y hermanos, que nunca ha sido
sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces hay que hacer un proceso
de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la relación entre los cónyuges no
funciona bien, antes de tomar decisiones importantes conviene asegurarse de
que cada uno haya hecho ese camino de curación de la propia historia. Eso
exige reconocer la necesidad de sanar, pedir con insistencia la gracia de
perdonar y de perdonarse, aceptar ayuda, buscar motivaciones positivas y
volver a intentarlo una y otra vez. Cada uno tiene que ser muy sincero
consigo mismo para reconocer que su modo de vivir el amor tiene estas
inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa es del otro,
nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el otro.
También hay que preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o
sanar para favorecer la superación del conflicto. Acompañar
después de rupturas y divorcios 241.
En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien de los hijos
exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a una gran
injusticia, a la violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto crónica.
Hay que reconocer que «hay casos donde la separación es inevitable. A veces
puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata
de sustraer al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más
graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la
explotación, la ajenidad y la indiferencia»[257]. Pero «debe considerarse como un remedio extremo,
después de que cualquier intento razonable haya sido inútil»[258]. 242.
Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es indispensable para
acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados.
Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido
injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto
obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón
por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace
posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la
mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que
establecer en las diócesis»[259]. Al mismo tiempo, «hay que alentar a las personas
divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la
fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las
sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben acompañar a
estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de
pobreza es grave»[260]. Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y
doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar
la existencia. Una persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la
familia queda doblemente expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para
su integridad. 243.
A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles
sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son
tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial[261]. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y
un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las
haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la
comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un
debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad
matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad»[262]. 244.
Por otra parte, un gran número de Padres «subrayó la necesidad de hacer más
accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los procedimientos
para el reconocimiento de los casos de nulidad»[263]. La lentitud de los procesos irrita y cansa a la
gente. Mis dos recientes documentos sobre esta materia[264] han llevado a una simplificación de los procedimientos
para una eventual declaración de nulidad matrimonial. A través de ellos
también he querido «hacer evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la
que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles
que se le han confiado»[265]. Por ello, «la aplicación de estos documentos es una
gran responsabilidad para los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar ellos
mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil
de los fieles a la justicia. Esto implica la preparación de un número
suficiente de personal, integrado por clérigos y laicos, que se dedique de
modo prioritario a este servicio eclesial. Por lo tanto, será, necesario
poner a disposición de las personas separadas o de las parejas en crisis un
servicio de información, consejo y mediación, vinculado a la pastoral
familiar, que también podrá acoger a las personas en vista de la
investigación preliminar del proceso matrimonial (cf. Mitis Iudex
Dominus Iesus, art. 2-3)»[266]. 245.
Los Padres sinodales también han destacado «las consecuencias de la
separación o del divorcio sobre los hijos, en cualquier caso víctimas
inocentes de la situación»[267]. Por encima de todas las consideraciones que quieran
hacerse, ellos son la primera preocupación, que no debe ser opacada por
cualquier otro interés u objetivo. A los padres separados les ruego: «Jamás,
jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas
dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los
hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como
rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan escuchando que la mamá habla bien
del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá»[268]. Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o
de la madre con el objeto de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o
para defenderse, porque eso afectará a la vida interior de ese niño y
provocará heridas difíciles de sanar. 246.
La Iglesia, aunque comprende las situaciones conflictivas que deben atravesar
los matrimonios, no puede dejar de ser voz de los más frágiles, que son los
hijos que sufren, muchas veces en silencio. Hoy, «a pesar de nuestra
sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros refinados análisis
psicológicos, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas
del alma de los niños [...] ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el
alma de un niño, en las familias donde se trata mal y se hace el mal, hasta
romper el vínculo de la fidelidad conyugal?»[269]. Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños
maduren para ser capaces de compromisos definitivos. Por esto, las
comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en nueva
unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función educativa.
Porque, «¿cómo podremos recomendar a estos padres que hagan todo lo posible
para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe
convencida y practicada, si los tuviésemos alejados de la vida en comunidad,
como si estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen
otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya tienen que
cargar»[270]. Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos
espiritualmente, es un bien también para los hijos, quienes necesitan el
rostro familiar de la Iglesia que los apoye en esta experiencia traumática.
El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de
divorcios. Por eso, sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con
respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas,
de manera que podamos prevenir el avance de este drama de nuestra época. Algunas
situaciones complejas 247. «Las problemáticas relacionadas con los matrimonios mixtos requieren una atención específica. Los matrimonios entre católicos y otros bautizados “presentan, aun en su particular fisonomía, numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento ecuménico”. A tal fin, “se debe buscar [...] una colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda” (Familiaris consortio , 78). Acerca de la
participación eucarística, se recuerda que “la decisión de permitir o no al
contrayente no católico la comunión eucarística debe ser tomada de acuerdo
con las normas vigentes en la materia, tanto para los cristianos de Oriente
como para los otros cristianos, y teniendo en cuenta esta situación especial,
es decir, que reciben el sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados.
Aunque los cónyuges de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos
del bautismo y el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser
excepcional y, en todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas”
(Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos,
Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo,
25 marzo 1993, 159-160)»[271]. 248.
«Los matrimonios con disparidad de culto constituyen un lugar privilegiado de
diálogo interreligioso [...] Comportan algunas dificultades especiales, sea
en lo relativo a la identidad cristiana de la familia, como a la educación
religiosa de los hijos [...] El número de familias compuestas por uniones
conyugales con disparidad de culto, en aumento en los territorios de misión,
e incluso en países de larga tradición cristiana, requiere urgentemente una
atención pastoral diferenciada en función de los diversos contextos sociales
y culturales. En algunos países, donde no existe la libertad de religión, el
cónyuge cristiano es obligado a cambiar de religión para poder casarse, y no
puede celebrar el matrimonio canónico con disparidad de culto ni bautizar a
los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar la necesidad de que la libertad
religiosa sea respetada para todos»[272]. «Se debe prestar especial atención a las personas que
se unen en este tipo de matrimonios, no sólo en el período previo a la boda.
Desafíos peculiares enfrentan las parejas y las familias en las que uno de
los cónyuges es católico y el otro un no-creyente. En estos casos es
necesario testimoniar la capacidad del Evangelio de sumergirse en estas
situaciones para hacer posible la educación en la fe cristiana de los hijos»[273]. 249.
«Las situaciones referidas al acceso al bautismo de personas que están en una
condición matrimonial compleja presentan dificultades particulares. Se trata
de personas que contrajeron una unión matrimonial estable en un momento en
que al menos uno de ellos aún no conocía la fe cristiana. Los obispos están
llamados a ejercer, en estos casos, un discernimiento pastoral acorde con el
bien espiritual de ellos»[274]. 250.
La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un amor
ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción[275]. Con los Padres sinodales, he tomado en consideración
la situación de las familias que viven la experiencia de tener en su seno a
personas con tendencias homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los
padres ni para sus hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda
persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su
dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de
discriminación injusta»[276], y particularmente cualquier forma de agresión y
violencia. Por lo que se refiere a las familias, se trata por su parte de
asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de que aquellos que
manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la ayuda necesaria
para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida[277]. 251.
En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los
Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las
uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún
fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre
las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la
familia [...] Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en
esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda
financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el
“matrimonio” entre personas del mismo sexo»[278]. 252.
Las familias monoparentales tienen con frecuencia origen a partir de «madres
o padres biológicos que nunca han querido integrarse en la vida familiar, las
situaciones de violencia en las cuales uno de los progenitores se ve obligado
a huir con sus hijos, la muerte o el abandono de la familia por uno de los
padres, y otras situaciones. Cualquiera que sea la causa, el progenitor que
vive con el niño debe encontrar apoyo y consuelo entre las familias que
conforman la comunidad cristiana, así como en los órganos pastorales de las
parroquias. Además, estas familias soportan a menudo otras problemáticas,
como las dificultades económicas, la incertidumbre del trabajo precario, la
dificultad para la manutención de los hijos, la falta de una vivienda»[279]. Cuando
la muerte clava su aguijón 253.
A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No
podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que
sufren en esos momentos[280]. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte
sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa
actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción
evangelizadora. 254.
Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge
con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a
llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender
el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el
tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a
veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se
enfada con Dios»[281]. «La viudez es una experiencia particularmente difícil
[...] Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben
volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y
encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa [...] A
quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de
los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos
con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en
condiciones de indigencia»[282]. 255.
En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando
un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades
de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre
las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que
vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y
paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento
del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido
todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer
prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no
necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras
vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada
rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de
amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no
es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la
muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin
sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como
era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado,
cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara
(cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente. 256.
Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y
la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir
que la muerte «envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que
nos haga caer en el vacío más oscuro»[283]. La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y
que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf.
Sb 3,2-3). San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente
después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con
él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo
aman» (1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa
bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma». Porque «nuestros seres queridos no han
desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos
están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284]. 257.
Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por
ellos[285]. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo
y piadoso» (2 M 12,44-45). Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino
también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[286]. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo
por los que sufren la injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios con
este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres
queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de
Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287]. Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de
muerto [...] Más poderoso en obtener gracias»[288]. Son lazos de amor[289]. porque «la unión de los miembros de la Iglesia
peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna
manera se interrumpe [...] Se refuerza con la comunicación de los bienes
espirituales»[290]. 258.
Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en
el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá
muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). De ese modo, también nos
prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como
Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo
hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el
pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos
compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y
crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial. Capítulo séptimo: FORTALECER LA
EDUCACIÓN DE LOS HIJOS 259.
Los padres siempre inciden en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o
para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función
inevitable y la realicen de un modo consciente, entusiasta, razonable y
apropiado. Ya que esta función educativa de las familias es tan importante y
se ha vuelto muy compleja, quiero detenerme especialmente en este punto. ¿Dónde
están los hijos? 260.
La familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de
guía, aunque deba reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos.
Necesita plantearse a qué quiere exponer a sus hijos. Para ello, no se debe
dejar de preguntarse quiénes se ocupan de darles diversión y entretenimiento,
quiénes entran en sus habitaciones a través de las pantallas, a quiénes los
entregan para que los guíen en su tiempo libre. Sólo los momentos que pasamos
con ellos, hablando con sencillez y cariño de las cosas importantes, y las
posibilidades sanas que creamos para que ellos ocupen su tiempo, permitirán
evitar una nociva invasión. Siempre hace falta una vigilancia. El abandono
nunca es sano. Los padres deben orientar y prevenir a los niños y
adolescentes para que sepan enfrentar situaciones donde pueda haber riesgos,
por ejemplo, de agresiones, de abuso o de drogadicción. 261.
Pero la obsesión no es educativa, y no se puede tener un control de todas las
situaciones por las que podría llegar a pasar un hijo. Aquí vale el principio
de que «el tiempo es superior al espacio»[291].Es decir, se trata de generar procesos más que de
dominar espacios. Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y
por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese
modo no lo educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los
desafíos. Lo que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor,
procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento
integral, de cultivo de la auténtica autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en
sí mismo los elementos que necesita para saber defenderse y para actuar con
inteligencia y astucia en circunstancias difíciles. Entonces la gran cuestión
no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino
dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto
de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto
de vida. Por eso, las preguntas que hago a los padres son: «¿Intentamos
comprender “dónde” están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está
realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo?»[292]. 262.
Si la madurez fuera sólo el desarrollo de algo ya contenido en el código
genético, no habría mucho que hacer. La prudencia, el buen juicio y la
sensatez no dependen de factores meramente cuantitativos de crecimiento, sino
de toda una cadena de elementos que se sintetizan en el interior de la
persona; para ser más exactos, en el centro de su libertad. Es inevitable que
cada hijo nos sorprenda con los proyectos que broten de esa libertad, que nos
rompa los esquemas, y es bueno que eso suceda. La educación entraña la tarea
de promover libertades responsables, que opten en las encrucijadas con
sentido e inteligencia; personas que comprendan sin recortes que su vida y la
de su comunidad está en sus manos y que esa libertad es un don inmenso. Formación
ética de los hijos 263.
Aunque los padres necesitan de la escuela para asegurar una instrucción
básica de sus hijos, nunca pueden delegar completamente su formación moral.
El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de una experiencia
fundamental: creer que los propios padres son dignos de confianza. Esto
constituye una responsabilidad educativa: generar confianza en los hijos con
el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un amoroso respeto. Cuando un
hijo ya no siente que es valioso para sus padres, aunque sea imperfecto, o no
percibe que ellos tienen una preocupación sincera por él, eso crea heridas
profundas que originan muchas dificultades en su maduración. Esa ausencia,
ese abandono afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual
corrección que reciba por una mala acción. 264.
La tarea de los padres incluye una educación de la voluntad y un desarrollo
de hábitos buenos e inclinaciones afectivas a favor del bien. Esto implica
que se presenten como deseables comportamientos a aprender e inclinaciones a
desarrollar. Pero siempre se trata de un proceso que va de lo imperfecto a lo
más pleno. El deseo de adaptarse a la sociedad, o el hábito de renunciar a
una satisfacción inmediata para adaptarse a una norma y asegurarse una buena
convivencia, es ya en sí mismo un valor inicial que crea disposiciones para
trascender luego hacia valores más altos. La formación moral debería
realizarse siempre con métodos activos y con un diálogo educativo que
incorpore la sensibilidad y el lenguaje propio de los hijos. Además, esta
formación debe realizarse de modo inductivo, de tal manera que el hijo pueda
llegar a descubrir por sí mismo la importancia de determinados valores,
principios y normas, en lugar de imponérselos como verdades irrefutables. 265.
Para obrar bien no basta «juzgar adecuadamente» o saber con claridad qué se
debe hacer —aunque esto sea prioritario—. Muchas veces somos incoherentes con
nuestras propias convicciones, aun cuando sean sólidas. Por más que la
conciencia nos dicte determinado juicio moral, en ocasiones tienen más poder
otras cosas que nos atraen, si no hemos logrado que el bien captado por la
mente se arraigue en nosotros como profunda inclinación afectiva, como un
gusto por el bien que pese más que otros atractivos, y que nos lleve a percibir
que eso que captamos como bueno lo es también «para nosotros» aquí y ahora.
Una formación ética eficaz implica mostrarle a la persona hasta qué punto le
conviene a ella misma obrar bien. Hoy suele ser ineficaz pedir algo que exige
esfuerzo y renuncias, sin mostrar claramente el bien que se puede alcanzar
con eso. 266.
Es necesario desarrollar hábitos. También las costumbres adquiridas desde
niños tienen una función positiva, ayudando a que los grandes valores
interiorizados se traduzcan en comportamientos externos sanos y estables.
Alguien puede tener sentimientos sociables y una buena disposición hacia los
demás, pero si durante mucho tiempo no se ha habituado por la insistencia de
los mayores a decir «por favor», «permiso», «gracias», su buena disposición
interior no se traducirá fácilmente en estas expresiones. El fortalecimiento
de la voluntad y la repetición de determinadas acciones construyen la
conducta moral, y sin la repetición consciente, libre y valorada de
determinados comportamientos buenos no se termina de educar dicha conducta.
Las motivaciones, o el atractivo que sentimos hacia determinado valor, no se
convierten en una virtud sin esos actos adecuadamente motivados. 267.
La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación
moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones,
aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos,
reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos que
ayuden a las personas a desarrollar esos principios interiores estables que
mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una convicción que se ha
trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa,
por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la
persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y
antisociales. Porque la misma dignidad humana exige que cada uno «actúe según
una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente
desde dentro»[293]. Valor
de la sanción como estímulo 268.
Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para que
advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Hay que despertar la
capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento
cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a las conductas antisociales
agresivas— pueden cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al
niño con firmeza a que pida perdón y repare el daño realizado a los demás.
Cuando el camino educativo muestra sus frutos en una maduración de la
libertad personal, el propio hijo en algún momento comenzará a reconocer con
gratitud que ha sido bueno para él crecer en una familia e incluso sufrir las
exigencias que plantea todo proceso formativo. 269.
La corrección es un estímulo cuando también se valoran y se reconocen los
esfuerzos y cuando el hijo descubre que sus padres mantienen viva una
paciente confianza. Un niño corregido con amor se siente tenido en cuenta,
percibe que es alguien, advierte que sus padres reconocen sus posibilidades.
Esto no requiere que los padres sean inmaculados, sino que sepan reconocer
con humildad sus límites y muestren sus propios esfuerzos para ser mejores.
Pero uno de los testimonios que los hijos necesitan de los padres es que no
se dejen llevar por la ira. El hijo que comete una mala acción debe ser
corregido, pero nunca como un enemigo o como aquel con quien se descarga la
propia agresividad. Además, un adulto debe reconocer que algunas malas
acciones tienen que ver con la fragilidad y los límites propios de la edad.
Por eso sería nociva una actitud constantemente sancionatoria, que no
ayudaría a advertir la diferente gravedad de las acciones y provocaría
desánimo e irritación: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos» (Ef 6,4; cf.
Col 3,21). 270.
Lo fundamental es que la disciplina no se convierta en una mutilación del
deseo, sino en un estímulo para ir siempre más allá. ¿Cómo integrar
disciplina con inquietud interior? ¿Cómo hacer para que la disciplina sea
límite constructivo del camino que tiene que emprender un niño y no un muro
que lo anule o una dimensión de la educación que lo acompleje? Hay que saber
encontrar un equilibrio entre dos extremos igualmente nocivos: uno sería
pretender construir un mundo a medida de los deseos del hijo, que crece
sintiéndose sujeto de derechos pero no de responsabilidades. El otro extremo
sería llevarlo a vivir sin conciencia de su dignidad, de su identidad única y
de sus derechos, torturado por los deberes y pendiente de realizar los deseos
ajenos. Paciente
realismo 271.
La educación moral implica pedir a un niño o a un joven sólo aquellas cosas
que no le signifiquen un sacrificio desproporcionado, reclamarle sólo una
cuota de esfuerzo que no provoque resentimiento o acciones puramente
forzadas. El camino ordinario es proponer pequeños pasos que puedan ser comprendidos,
aceptados y valorados, e impliquen una renuncia proporcionada. De otro modo,
por pedir demasiado, no logramos nada. La persona, apenas pueda librarse de
la autoridad, posiblemente dejará de obrar bien. 272.
La formación ética despierta a veces desprecio debido a experiencias de
abandono, de desilusión, de carencia afectiva, o por una mala imagen de los
padres. Se proyectan sobre los valores éticos las imágenes torcidas de la
figura del padre y de la madre, o las debilidades de los adultos. Por eso,
hay que ayudar a los adolescentes a practicar la analogía: los valores están
realizados especialmente en algunas personas muy ejemplares, pero también se
realizan imperfectamente y en diversos grados. A la vez, puesto que las
resistencias de los jóvenes están muy ligadas a malas experiencias, es
necesario ayudarles a hacer un camino de curación de ese mundo interior
herido, de manera que puedan dar un paso para comprender y reconciliarse con
los seres humanos y con la sociedad. 273.
Cuando se proponen valores, hay que ir a poco, avanzar de diversas maneras de
acuerdo con la edad y con las posibilidades concretas de las personas, sin
pretender aplicar metodologías rígidas e inmutables. Los aportes valiosos de
la psicología y de las ciencias de la educación muestran la necesidad de un
proceso gradual en la consecución de cambios de comportamiento, pero también
la libertad requiere cauces y estímulos, porque abandonarla a sí misma no
garantiza la maduración. La libertad concreta, real, es limitada y condicionada.
No es una pura capacidad de elegir el bien con total espontaneidad. No
siempre se distingue adecuadamente entre acto «voluntario» y acto «libre».
Alguien puede querer algo malo con una gran fuerza de voluntad, pero a causa
de una pasión irresistible o de una mala educación. En ese caso, su decisión
es muy voluntaria, no contradice la inclinación de su querer, pero no es
libre, porque se le ha vuelto casi imposible no optar por ese mal. Es lo que
sucede con un adicto compulsivo a la droga. Cuando la quiere lo hace con
todas sus ganas, pero está tan condicionado que por el momento no es capaz de
tomar otra decisión. Por lo tanto, su decisión es voluntaria, pero no es
libre. No tiene sentido «dejar que elija con libertad», ya que de hecho no
puede elegir, y exponerlo a la droga sólo aumenta la dependencia. Necesita la
ayuda de los demás y un camino educativo. La
vida familiar como contexto educativo 274.
La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende
el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la niñez, que
impregnan la intimidad de una persona y permanecen toda la vida como una
emotividad favorable hacia un valor o como un rechazo espontáneo de
determinados comportamientos. Muchas personas actúan toda la vida de una
determinada manera porque consideran valioso ese modo de actuar que se
incorporó en ellos desde la infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron
así»; «eso es lo que me inculcaron». En el ámbito familiar también se puede
aprender a discernir de manera crítica los mensajes de los diversos medios de
comunicación. Lamentablemente, muchas veces algunos programas televisivos o
ciertas formas de publicidad inciden negativamente y debilitan valores
recibidos en la vida familiar. 275.
En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica, una
tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de esperar.
No se trata de prohibir a los chicos que jueguen con los dispositivos
electrónicos, sino de encontrar la forma de generar en ellos la capacidad de
diferenciar las diversas lógicas y de no aplicar la velocidad digital a todos
los ámbitos de la vida. La postergación no es negar el deseo sino diferir su
satisfacción. Cuando los niños o los adolescentes no son educados para
aceptar que algunas cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que
someten todo a la satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el
vicio del «quiero y tengo». Este es un gran engaño que no favorece la
libertad, sino que la enferma. En cambio, cuando se educa para aprender a
posponer algunas cosas y para esperar el momento adecuado, se enseña lo que
es ser dueño de sí mismo, autónomo ante sus propios impulsos. Así, cuando el
niño experimenta que puede hacerse cargo de sí mismo, se enriquece su
autoestima. A su vez, esto le enseña a respetar la libertad de los demás. Por
supuesto que esto no implica exigirles a los niños que actúen como adultos,
pero tampoco cabe menospreciar su capacidad de crecer en la maduración de una
libertad responsable. En una familia sana, este aprendizaje se produce de
manera ordinaria por las exigencias de la convivencia. 276.
La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el primer
lugar donde se aprende a colocarse frente al otro, a escuchar, a compartir, a
soportar, a respetar, a ayudar, a convivir. La tarea educativa tiene que
despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como hogar, es una
educación para saber «habitar», más allá de los límites de la propia casa. En
el contexto familiar se enseña a recuperar la vecindad, el cuidado, el
saludo. Allí se rompe el primer cerco del mortal egoísmo para reconocer que
vivimos junto a otros, con otros, que son dignos de nuestra atención, de
nuestra amabilidad, de nuestro afecto. No hay lazo social sin esta primera
dimensión cotidiana, casi microscópica: el estar juntos en la vecindad,
cruzándonos en distintos momentos del día, preocupándonos por lo que a todos
nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las pequeñas cosas cotidianas. La
familia tiene que inventar todos los días nuevas formas de promover el
reconocimiento mutuo. 277.
En el hogar también se pueden replantear los hábitos de consumo para cuidar
juntos la casa común: «La familia es el sujeto protagonista de una ecología
integral, porque es el sujeto social primario, que contiene en su seno los
dos principios-base de la civilización humana sobre la tierra: el principio
de comunión y el principio de fecundidad»[294]. Igualmente, los momentos difíciles y duros de la vida
familiar pueden ser muy educativos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando
llega una enfermedad, porque «ante la enfermedad, incluso en la familia
surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el
tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares
[...] Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad
humana, aridece el corazón; y hace que los jóvenes estén “anestesiados”
respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el
sufrimiento y vivir la experiencia del límite»[295]. 278.
El encuentro educativo entre padres e hijos puede ser facilitado o
perjudicado por las tecnologías de la comunicación y la distracción, cada vez
más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas pueden ser útiles para conectar
a los miembros de la familia a pesar de la distancia. Los contactos pueden
ser frecuentes y ayudar a resolver dificultades[296]. Pero debe quedar claro que no sustituyen ni
reemplazan la necesidad del diálogo más personal y profundo que requiere del
contacto físico, o al menos de la voz de la otra persona. Sabemos que a veces
estos recursos alejan en lugar de acercar, como cuando en la hora de la
comida cada uno está concentrado en su teléfono móvil, o como cuando uno de
los cónyuges se queda dormido esperando al otro, que pasa horas entretenido
con algún dispositivo electrónico. En la familia, también esto debe ser
motivo de diálogo y de acuerdos, que permitan dar prioridad al encuentro de
sus miembros sin caer en prohibiciones irracionales. De cualquier modo, no se
pueden ignorar los riesgos de las nuevas formas de comunicación para los
niños y adolescentes, que a veces los convierten en abúlicos, desconectados
del mundo real. Este «autismo tecnológico» los expone más fácilmente a los
manejos de quienes buscan entrar en su intimidad con intereses egoístas. 279.
Tampoco es bueno que los padres se conviertan en seres omnipotentes para sus
hijos, que sólo puedan confiar en ellos, porque así impiden un adecuado
proceso de socialización y de maduración afectiva. Para hacer efectiva esa
prolongación de la paternidad en una realidad más amplia, «las comunidades
cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión educativa de las
familias»[297], de manera particular a través de la catequesis de
iniciación. Para favorecer una educación integral necesitamos «reavivar la
alianza entre la familia y la comunidad cristiana»[298]. El Sínodo ha querido resaltar la importancia de la
escuela católica, que «desarrolla una función vital de ayuda a los padres en
su deber de educar a los hijos [...] Las escuelas católicas deberían ser
alentadas en su misión de ayudar a los alumnos a crecer como adultos maduros
que pueden ver el mundo a través de la mirada de amor de Jesús y comprender
la vida como una llamada a servir a Dios»[299]. Para ello «hay que afirmar decididamente la libertad
de la Iglesia de enseñar la propia doctrina y el derecho a la objeción de
conciencia por parte de los educadores»[300]. Sí
a la educación sexual 280.
El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad de «una positiva y prudente
educación sexual» que llegue a los niños y adolescentes «conforme avanza su
edad» y «teniendo en cuenta el progreso de la psicología, la pedagogía y la
didáctica»[301]. Deberíamos preguntarnos si nuestras instituciones
educativas han asumido este desafío. Es difícil pensar la educación sexual en
una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo
podría entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación
mutua. De esa manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente
empobrecido, sino iluminado. El impulso sexual puede ser cultivado en un
camino de autoconocimiento y en el desarrollo de una capacidad de
autodominio, que pueden ayudar a sacar a la luz capacidades preciosas de gozo
y de encuentro amoroso. 281.
La educación sexual brinda información, pero sin olvidar que los niños y los
jóvenes no han alcanzado una madurez plena. La información debe llegar en el
momento apropiado y de una manera adecuada a la etapa que viven. No sirve
saturarlos de datos sin el desarrollo de un sentido crítico ante una invasión
de propuestas, ante la pornografía descontrolada y la sobrecarga de estímulos
que pueden mutilar la sexualidad. Los jóvenes deben poder advertir que están
bombardeados por mensajes que no buscan su bien y su maduración. Hace falta
ayudarles a reconocer y a buscar las influencias positivas, al mismo tiempo
que toman distancia de todo lo que desfigura su capacidad de amar.
Igualmente, debemos aceptar que «la necesidad de un lenguaje nuevo y más
adecuado se presenta especialmente en el tiempo de presentar a los niños y
adolescentes el tema de la sexualidad»[302]. 282.
Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor inmenso, aunque
hoy algunos consideren que es una cuestión de otras épocas. Es una defensa
natural de la persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en
un puro objeto. Sin el pudor, podemos reducir el afecto y la sexualidad a
obsesiones que nos concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que
desfiguran nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual
que nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros. 283.
Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a «cuidarse»,
procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una actitud negativa
hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad, como si un posible
hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse. Así se promueve la
agresividad narcisista en lugar de la acogida. Es irresponsable toda
invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si
tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios
del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente a utilizar a otra
persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes
límites. Es importante más bien enseñarles un camino en torno a las diversas
expresiones del amor, al cuidado mutuo, a la ternura respetuosa, a la
comunicación rica de sentido. Porque todo eso prepara para un don de sí
íntegro y generoso que se expresará, luego de un compromiso público, en la
entrega de los cuerpos. La unión sexual en el matrimonio aparecerá así como
signo de un compromiso totalizante, enriquecido por todo el camino previo. 284.
No hay que engañar a los jóvenes llevándoles a confundir los planos: la
atracción «crea, por un momento, la ilusión de la “unión”, pero, sin amor,
tal unión deja a los desconocidos tan separados como antes»[303]. El lenguaje del cuerpo requiere el paciente
aprendizaje que permite interpretar y educar los propios deseos para
entregarse de verdad. Cuando se pretende entregar todo de golpe es posible
que no se entregue nada. Una cosa es comprender las fragilidades de la edad o
sus confusiones, y otra es alentar a los adolescentes a prolongar la
inmadurez de su forma de amar. Pero ¿quién habla hoy de estas cosas? ¿Quién
es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a prepararse en
serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a la ligera la
educación sexual. 285.
La educación sexual debería incluir también el respeto y la valoración de la
diferencia, que muestra a cada uno la posibilidad de superar el encierro en
los propios límites para abrirse a la aceptación del otro. Más allá de las
comprensibles dificultades que cada uno pueda vivir, hay que ayudar a aceptar
el propio cuerpo tal como ha sido creado, porque «una lógica de dominio sobre
el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre
la creación [...] También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o
masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el
diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del
otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente»[304]. Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno puede
terminar de liberarse de la inmanencia del propio ser y del embeleso por sí
mismo. La educación sexual debe ayudar a aceptar el propio cuerpo, de manera
que la persona no pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe
confrontarse con la misma»[305]. 286.
Tampoco se puede ignorar que en la configuración del propio modo de ser,
femenino o masculino, no confluyen sólo factores biológicos o genéticos, sino
múltiples elementos que tienen que ver con el temperamento, la historia
familiar, la cultura, las experiencias vividas, la formación recibida, las
influencias de amigos, familiares y personas admiradas, y otras
circunstancias concretas que exigen un esfuerzo de adaptación. Es verdad que
no podemos separar lo que es masculino y femenino de la obra creada por Dios,
que es anterior a todas nuestras decisiones y experiencias, donde hay
elementos biológicos que es imposible ignorar. Pero también es verdad que lo
masculino y lo femenino no son algo rígido. Por eso es posible, por ejemplo,
que el modo de ser masculino del esposo pueda adaptarse de manera flexible a
la situación laboral de la esposa. Asumir tareas domésticas o algunos
aspectos de la crianza de los hijos no lo vuelven menos masculino ni
significan un fracaso, una claudicación o una vergüenza. Hay que ayudar a los
niños a aceptar con normalidad estos sanos «intercambios», que no quitan
dignidad alguna a la figura paterna. La rigidez se convierte en una
sobreactuación de lo masculino o femenino, y no educa a los niños y jóvenes
para la reciprocidad encarnada en las condiciones reales del matrimonio. Esa
rigidez, a su vez, puede impedir el desarrollo de las capacidades de cada
uno, hasta el punto de llevar a considerar como poco masculino dedicarse al
arte o a la danza y poco femenino desarrollar alguna tarea de conducción.
Esto gracias a Dios ha cambiado, pero en algunos lugares ciertas concepciones
inadecuadas siguen condicionando la legítima libertad y mutilando el
auténtico desarrollo de la identidad concreta de los hijos o de sus
potencialidades. Transmitir
la fe 287.
La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de transmisión de
la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de
trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde muchos llevan un ritmo
frenético para poder sobrevivir[306]. Sin embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar
donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a
servir al prójimo. Esto comienza en el bautismo, donde, como decía san
Agustín, las madres que llevan a sus hijos «cooperan con el parto santo»[307]. Después comienza el camino del crecimiento de esa
vida nueva. La fe es don de Dios, recibido en el bautismo, y no es el
resultado de una acción humana, pero los padres son instrumentos de Dios para
su maduración y desarrollo. Entonces «es hermoso cuando las mamás enseñan a
los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura
hay en ello! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio
de oración»[308]. La transmisión de la fe supone que los padres vivan
la experiencia real de confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque
sólo de ese modo «una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus
hazañas» (Sal 144,4) y «el padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is 38,19).
Esto requiere que imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde
no podemos llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en
un gran arbusto (cf. Mt 13,31-32), y así reconocemos la desproporción entre
la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del don sino sus
administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo es una ofrenda que
nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello, «han de ser
valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos activos de la
catequesis [...] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como método eficaz
para formar a los jóvenes padres de familia y hacer que tomen conciencia de
su misión de evangelizadores de su propia familia»[309]. 288.
La educación en la fe sabe adaptarse a cada hijo, porque los recursos
aprendidos o las recetas a veces no funcionan. Los niños necesitan símbolos,
gestos, narraciones. Los adolescentes suelen entrar en crisis con la
autoridad y con las normas, por lo cual conviene estimular sus propias
experiencias de fe y ofrecerles testimonios luminosos que se impongan por su
sola belleza. Los padres que quieren acompañar la fe de sus hijos están
atentos a sus cambios, porque saben que la experiencia espiritual no se impone
sino que se propone a su libertad. Es fundamental que los hijos vean de una
manera concreta que para sus padres la oración es realmente importante. Por
eso los momentos de oración en familia y las expresiones de la piedad popular
pueden tener mayor fuerza evangelizadora que todas las catequesis y que todos
los discursos. Quiero expresar especialmente mi gratitud a todas las madres
que oran incesantemente, como lo hacía Santa Mónica, por los hijos que se han
alejado de Cristo. 289.
El ejercicio de transmitir a los hijos la fe, en el sentido de facilitar su
expresión y crecimiento, ayuda a que la familia se vuelva evangelizadora, y
espontáneamente empiece a transmitirla a todos los que se acercan a ella y
aun fuera del propio ámbito familiar. Los hijos que crecen en familias
misioneras a menudo se vuelven misioneros, si los padres saben vivir esta
tarea de tal modo que los demás les sientan cercanos y amigables, de manera
que los hijos crezcan en ese modo de relacionarse con el mundo, sin renunciar
a su fe y a sus convicciones. Recordemos que el mismo Jesús comía y bebía con
los pecadores (cf. Mc 2,16; Mt 11,19), podía detenerse a conversar con la
samaritana (cf. Jn 4,7-26), y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), se
dejaba ungir sus pies por una mujer prostituta (cf. Lc 7,36-50), y se detenía
a tocar a los enfermos (cf. Mc 1,40-45; 7,33). Lo mismo hacían sus apóstoles,
que no despreciaban a los demás, no estaban recluidos en pequeños grupos de
selectos, aislados de la vida de su gente. Mientras las autoridades los
acosaban, ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (Hch 2,47; cf.
4,21.33; 5,13). 290.
«La familia se convierte en sujeto de la acción pastoral mediante el anuncio
explícito del Evangelio y el legado de múltiples formas de testimonio, entre
las cuales: la solidaridad con los pobres, la apertura a la diversidad de las
personas, la custodia de la creación, la solidaridad moral y material hacia
las otras familias, sobre todo hacia las más necesitadas, el compromiso con
la promoción del bien común, incluso mediante la transformación de las
estructuras sociales injustas, a partir del territorio en el cual la familia
vive, practicando las obras de misericordia corporal y espiritual»[310]. Esto debe situarse en el marco de la convicción más
preciosa de los cristianos: el amor del Padre que nos sostiene y nos
promueve, manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre nosotros,
que nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y todas las
etapas de la vida. También en el corazón de cada familia hay que hacer
resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que ilumine el camino. Todos
deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido en nuestras familias:
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Sólo a partir de
esta experiencia, la pastoral familiar podrá lograr que las familias sean a
la vez iglesias domésticas y fermento evangelizador en la sociedad. Capítulo octavo: ACOMPAÑAR,
DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD 291.
Los Padres sinodales han expresado que, aunque la Iglesia entiende que toda
ruptura del vínculo matrimonial «va contra la voluntad de Dios, también es
consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos»[311]. Iluminada por la mirada de Jesucristo, «mira con amor
a quienes participan en su vida de modo incompleto, reconociendo que la
gracia de Dios también obra en sus vidas, dándoles la valentía para hacer el
bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y estar al servicio de la
comunidad en la que viven y trabajan»[312]. Por otra parte, esta actitud se ve fortalecida en el
contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia. Aunque siempre propone
la perfección e invita a una respuesta más plena a Dios, «la Iglesia debe
acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el
amor herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la
luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la gente para
iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la
tempestad»[313]. No olvidemos que, a menudo, la tarea de la Iglesia se
asemeja a la de un hospital de campaña. 292.
El matrimonio cristiano, reflejo de la unión entre Cristo y su Iglesia, se
realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer, que se donan
recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad, se pertenecen hasta
la muerte y se abren a la comunicación de la vida, consagrados por el
sacramento que les confiere la gracia para constituirse en iglesia doméstica
y en fermento de vida nueva para la sociedad. Otras formas de unión
contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan al menos de
modo parcial y análogo. Los Padres sinodales expresaron que la Iglesia no
deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que
todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el
matrimonio.[314] Gradualidad
en la pastoral 293.
Los Padres también han puesto la mirada en la situación particular de un
matrimonio sólo civil o, salvadas las distancias, aun de una mera convivencia
en la que, «cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un
vínculo público, está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la
prole, de capacidad de superar las pruebas, puede ser vista como una ocasión
de acompañamiento en la evolución hacia el sacramento del matrimonio»[315]. Por otra parte, es preocupante que muchos jóvenes hoy
desconfíen del matrimonio y convivan, postergando indefinidamente el
compromiso conyugal, mientras otros ponen fin al compromiso asumido y de
inmediato instauran uno nuevo. Ellos, «que forman parte de la Iglesia,
necesitan una atención pastoral misericordiosa y alentadora»[316]. Porque a los pastores compete no sólo la promoción
del matrimonio cristiano, sino también «el discernimiento pastoral de las
situaciones de tantas personas que ya no viven esta realidad», para «entrar
en diálogo pastoral con ellas a fin de poner de relieve los elementos de su
vida que puedan llevar a una mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su
plenitud»[317]. En el discernimiento pastoral conviene «identificar
elementos que favorezcan la evangelización y el crecimiento humano y
espiritual»[318]. 294.
«La elección del matrimonio civil o, en otros casos, de la simple
convivencia, frecuentemente no está motivada por prejuicios o resistencias a
la unión sacramental, sino por situaciones culturales o contingentes»[319]. En estas situaciones podrán ser valorados aquellos
signos de amor que de algún modo reflejan el amor de Dios[320]. Sabemos que «crece continuamente el número de quienes
después de haber vivido juntos durante largo tiempo piden la celebración del
matrimonio en la Iglesia. La simple convivencia a menudo se elige a causa de
la mentalidad general contraria a las instituciones y a los compromisos
definitivos, pero también porque se espera adquirir una mayor seguridad
existencial (trabajo y salario fijo). En otros países, por último, las
uniones de hecho son muy numerosas, no sólo por el rechazo de los valores de
la familia y del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que casarse se
considera un lujo, por las condiciones sociales, de modo que la miseria
material impulsa a vivir uniones de hecho»[321]. Pero «es preciso afrontar todas estas situaciones de
manera constructiva, tratando de transformarlas en oportunidad de camino
hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se
trata de acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza»[322]. Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn
4,1-26): dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de
todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio. 295.
En esta línea, san Juan Pablo II proponía la llamada «ley de gradualidad» con
la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y realiza el bien moral según
diversas etapas de crecimiento»[323]. No es una «gradualidad de la ley», sino una
gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no
están en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente
las exigencias objetivas de la ley. Porque la ley es también don de Dios que
indica el camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la
fuerza de la gracia, aunque cada ser humano «avanza gradualmente con la
progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor
definitivo y absoluto en toda la vida personal y social»[324]. Discernimiento
de las situaciones llamadas «irregulares»[325] 296.
El Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o
imperfección. Al respecto, quiero recordar aquí algo que he querido plantear
con claridad a toda la Iglesia para que no equivoquemos el camino: «Dos
lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar [...]
El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es
siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración [...]
El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la
misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero
[...] Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y
gratuita»[326]. Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en
cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al
modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición»[327]. 297.
Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia
manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de
una misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita». Nadie puede ser
condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. No me
refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier
situación en que se encuentren. Obviamente, si alguien ostenta un pecado
objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo
diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o
predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt
18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a
la conversión. Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la
vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la
manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento del
pastor. Acerca del modo de tratar las diversas situaciones llamadas
«irregulares», los Padres sinodales alcanzaron un consenso general, que
sostengo: «Respecto a un enfoque pastoral dirigido a las personas que han
contraído matrimonio civil, que son divorciados y vueltos a casar, o que
simplemente conviven, compete a la Iglesia revelarles la divina pedagogía de
la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar la plenitud del designio que
Dios tiene para ellos»[328]. siempre posible con la fuerza del Espíritu Santo. 298.
Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en
situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en
afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento
personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el
tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso
cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad
para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas. La
Iglesia reconoce situaciones en que «cuando el hombre y la mujer, por motivos
serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación»[329]. También está el caso de los que han hecho grandes esfuerzos
para salvar el primer matrimonio y sufrieron un abandono injusto, o el de
«los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los
hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el
precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca
válido»[330]. Pero otra cosa es una nueva unión que viene de un
reciente divorcio, con todas las consecuencias de sufrimiento y de confusión
que afectan a los hijos y a familias enteras, o la situación de alguien que
reiteradamente ha fallado a sus compromisos familiares. Debe quedar claro que
este no es el ideal que el Evangelio propone para el matrimonio y la familia.
Los Padres sinodales han expresado que el discernimiento de los pastores
siempre debe hacerse «distinguiendo adecuadamente»[331], con una mirada que «discierna bien las situaciones»[332]. Sabemos que no existen «recetas sencillas»[333]. 299.
Acojo las consideraciones de muchos Padres sinodales, quienes quisieron expresar
que «los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente
deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas
posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo. La lógica de la
integración es la clave de su acompañamiento pastoral, para que no sólo sepan
que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener
una experiencia feliz y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas, el
Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos. Su
participación puede expresarse en diferentes servicios eclesiales: es
necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas formas de exclusión
actualmente practicadas en el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e
institucional pueden ser superadas. Ellos no sólo no tienen que sentirse
excomulgados, sino que pueden vivir y madurar como miembros vivos de la
Iglesia, sintiéndola como una madre que les acoge siempre, los cuida con
afecto y los anima en el camino de la vida y del Evangelio. Esta integración
es también necesaria para el cuidado y la educación cristiana de sus hijos,
que deben ser considerados los más importantes»[334]. 300.
Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas,
como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del
Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica,
aplicable a todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable
discernimiento personal y pastoral de los casos particulares, que debería
reconocer que, puesto que «el grado de responsabilidad no es igual en todos los
casos»[335], las consecuencias o efectos de una norma no
necesariamente deben ser siempre las mismas[336]. Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar a las
personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la
enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo. En este proceso será
útil hacer un examen de conciencia, a través de momentos de reflexión y
arrepentimiento. Los divorciados vueltos a casar deberían preguntarse cómo se
han comportado con sus hijos cuando la unión conyugal entró en crisis; si
hubo intentos de reconciliación; cómo es la situación del cónyuge abandonado;
qué consecuencias tiene la nueva relación sobre el resto de la familia y la
comunidad de los fieles; qué ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que
deben prepararse al matrimonio. Una reflexión sincera puede fortalecer la
confianza en la misericordia de Dios, que no es negada a nadie»[337]. Se trata de un itinerario de acompañamiento y de
discernimiento que «orienta a estos fieles a la toma de conciencia de su
situación ante Dios. La conversación con el sacerdote, en el fuero interno,
contribuye a la formación de un juicio correcto sobre aquello que obstaculiza
la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y
sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la misma
ley no hay gradualidad (cf. Familiaris
consortio,34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de
las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia.
Para que esto suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de
humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera
de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más
perfecta»[338]. Estas actitudes son fundamentales para evitar el
grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote
puede conceder rápidamente «excepciones», o de que existen personas que
pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores. Cuando se
encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus
deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe
reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de
que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una
doble moral. Circunstancias
atenuantes en el discernimiento pastoral 301.
Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario un
discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares», hay
una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que nunca se
piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio. La Iglesia
posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias
atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran
en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado
mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver
solamente con un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun
conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender
«los valores inherentes a la norma»[339] o puede estar en condiciones concretas que no le
permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva
culpa. Como bien expresaron los Padres sinodales, «puede haber factores que
limitan la capacidad de decisión»[340]. Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede
tener la gracia y la caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las
virtudes[341], de manera que aunque posea todas las virtudes morales
infusas, no manifiesta con claridad la existencia de alguna de ellas, porque
el obrar exterior de esa virtud está dificultado: «Se dice que algunos santos
no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos,
aunque tengan los hábitos de todas las virtudes»[342], 302.
Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica
se expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la responsabilidad
de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la
ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los
afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales»[343], En otro párrafo se refiere nuevamente a
circunstancias que atenúan la responsabilidad moral, y menciona, con gran
amplitud, «la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el
estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales»[344]. Por esta razón, un juicio negativo sobre una
situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la
culpabilidad de la persona involucrada[345]. En el contexto de estas convicciones, considero muy
adecuado lo que quisieron sostener muchos Padres sinodales: «En determinadas
circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades para actuar en
modo diverso [...] El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la
conciencia rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas
situaciones. Tampoco las consecuencias de los actos realizados son
necesariamente las mismas en todos los casos»[346]. 303.
A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos,
podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada
en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan
objetivamente nuestra concepción del matrimonio. Ciertamente, que hay que
alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y acompañada por
el discernimiento responsable y serio del pastor, y proponer una confianza
cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que
una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio.
También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora,
es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta
seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio
de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente
el ideal objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es
dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de crecimiento y a
nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena. Normas
y discernimiento 304.
Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o
no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar
una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego
encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino,
y que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: «Aunque en los
principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas
particulares, tanta más indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción,
la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones
particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para
los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es
igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo particular,
tanto más aumenta la indeterminación»[347]. Es verdad que las normas generales presentan un bien
que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden
abarcar absolutamente todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo,
hay que decir que, precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un
discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a
la categoría de una norma. Ello no sólo daría lugar a una casuística
insoportable, sino que pondría en riesgo los valores que se deben preservar con
especial cuidado[348]. 305.
Por ello, un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales
a quienes viven en situaciones «irregulares», como si fueran rocas que se
lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de los corazones cerrados,
que suelen esconderse aun detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para
sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y
superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas»[349]. En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica
Internacional: «La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya
constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es
más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente
personal, de toma de decisión»[350]. A causa de los condicionamientos o factores
atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que
no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir
en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la
gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia[351]. El discernimiento debe ayudar a encontrar los
posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los
límites. Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de
la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan
gloria a Dios. Recordemos que «un pequeño paso, en medio de grandes límites
humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de
quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades»[352]. La pastoral concreta de los ministros y de las
comunidades no puede dejar de incorporar esta realidad. 306.
En cualquier circunstancia, ante quienes tengan dificultades para vivir
plenamente la ley divina, debe resonar la invitación a recorrer la via
caritatis. La caridad fraterna es la primera ley de los cristianos (cf. Jn
15,12; Ga 5,14). No olvidemos la promesa de las Escrituras: «Mantened un amor
intenso entre vosotros, porque el amor tapa multitud de pecados» (1 P 4,8);
«expía tus pecados con limosnas, y tus delitos socorriendo los pobres» (Dn
4,24). «El agua apaga el fuego ardiente y la limosna perdona los pecados» (Si
3,30). Es también lo que enseña san Agustín: «Así como, en peligro de
incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo [...] del mismo modo, si de
nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, cuando se
nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella
como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el
incendio»[353]. La
lógica de la misericordia pastoral 307.
Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna manera
la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el
proyecto de Dios en toda su grandeza: «Es preciso alentar a los jóvenes
bautizados a no dudar ante la riqueza que el sacramento del matrimonio
procura a sus proyectos de amor, con la fuerza del sostén que reciben de la
gracia de Cristo y de la posibilidad de participar plenamente en la vida de
la Iglesia»[354]. La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un
excesivo respeto a la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al
Evangelio y también una falta de amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes.
Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz del
ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano. Hoy,
más importante que una pastoral de los fracasos es el esfuerzo pastoral para
consolidar los matrimonios y así prevenir las rupturas. 308.
Pero de nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes
—psicológicas, históricas e incluso biológicas— se sigue que, «sin disminuir
el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia
las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo
día a día», dando lugar a «la misericordia del Señor que nos estimula a hacer
el bien posible».[355] Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida
que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo
quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la
fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su
enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de
mancharse con el barro del camino»[356]. Los pastores, que proponen a los fieles el ideal
pleno del Evangelio y la doctrina de la Iglesia, deben ayudarles también a
asumir la lógica de la compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o
juicios demasiado duros o impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no
juzguemos ni condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). Jesús «espera que renunciemos
a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten
mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de
verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y
conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos
complica maravillosamente»[357]. 309.
Es providencial que estas reflexiones se desarrollen en el contexto de un Año
Jubilar dedicado a la misericordia, porque también frente a las más diversas
situaciones que afectan a la familia, «la Iglesia tiene la misión de anunciar
la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio
debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace
suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin
excluir ninguno»[358]. Sabe bien que Jesús mismo se presenta como Pastor de
cien ovejas, no de noventa y nueve. Las quiere todas. A partir de esta
consciencia, se hará posible que «a todos, creyentes y lejanos, pueda llegar
el bálsamo de la misericordia como signo del Reino de Dios que está ya
presente en medio de nosotros»[359]. 310.
No podemos olvidar que «la misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino
que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus
verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia,
porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia»[360]. No es una propuesta romántica o una respuesta débil
ante el amor de Dios, que siempre quiere promover a las personas, ya que «la
misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en
su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se
dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo
puede carecer de misericordia»[361]. Es verdad que a veces «nos comportamos como
controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una
aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a
cuestas»[362]. 311.
La enseñanza de la teología moral no debería dejar de incorporar estas
consideraciones, porque, si bien es verdad que hay que cuidar la integridad
de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre se debe poner especial cuidado
en destacar y alentar los valores más altos y centrales del Evangelio[363], particularmente el primado de la caridad como
respuesta a la iniciativa gratuita del amor de Dios. A veces nos cuesta mucho
dar lugar en la pastoral al amor incondicional de Dios[364]. Ponemos tantas condiciones a la misericordia que la
vaciamos de sentido concreto y de significación real, y esa es la peor manera
de licuar el Evangelio. Es verdad, por ejemplo, que la misericordia no
excluye la justicia y la verdad, pero ante todo tenemos que decir que la
misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de
la verdad de Dios. Por ello, siempre conviene considerar «inadecuada
cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la
omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia»[365]. 312.
Esto nos otorga un marco y un clima que nos impide desarrollar una fría moral
de escritorio al hablar sobre los temas más delicados, y nos sitúa más bien
en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso,
que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y
sobre todo a integrar. Esa es la lógica que debe predominar en la Iglesia,
para «realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más
contradictorias periferias existenciales»[366]. Invito a los fieles que están viviendo situaciones
complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con
laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una
confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una
luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un
camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto
y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las
personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a
reconocer su propio lugar en la Iglesia. Capítulo noveno: ESPIRITUALIDAD
MATRIMONIAL Y FAMILIAR 313.
La caridad adquiere matices diferentes, según el estado de vida al cual cada
uno haya sido llamado. Hace ya varias décadas, cuando el Concilio Vaticano II
se refería al apostolado de los laicos, destacaba la espiritualidad que brota
de la vida familiar. Decía que la espiritualidad de los laicos «debe asumir
características peculiares por razón del estado de matrimonio y de familia»[367] y que las preocupaciones familiares no deben ser algo
ajeno «a su estilo de vida espiritual»[368]. Entonces vale la pena que nos detengamos brevemente a
describir algunas notas fundamentales de esta espiritualidad específica que
se desarrolla en el dinamismo de las relaciones de la vida familiar. Espiritualidad
de la comunión sobrenatural 314.
Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona
que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente
en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de
su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da
gloria. 315.
La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus
sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en
familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si
el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La
espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y
concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión,
Dios tiene su morada. Esa entrega asocia «a la vez lo humano y lo divino»[369], porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la
espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino. 316.
Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en
la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con
Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la vida en familia
son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace posible un
encuentro con el Señor cada vez más pleno. Dice la Palabra de Dios que «quien
aborrece a su hermano está en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la
muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios»[370], y que el amor es en el fondo la única luz que
«ilumina constantemente a un mundo oscuro»[371]. Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en
nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto
que «la persona humana tiene una innata y estructural dimensión social»[372], y «la expresión primera y originaria de la dimensión
social de la persona es el matrimonio y la familia»[373], la espiritualidad se encarna en la comunión familiar.
Entonces, quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la
familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un
camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión mística. Juntos
en oración a la luz de la Pascua 317.
Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida
familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz
del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar los peores momentos. En los
días amargos de la familia hay una unión con Jesús abandonado que puede
evitar una ruptura. Las familias alcanzan poco a poco, «con la gracia del
Espíritu Santo, su santidad a través de la vida matrimonial, participando
también en el misterio de la cruz de Cristo, que transforma las dificultades
y sufrimientos en una ofrenda de amor»[374]. Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o
la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la
vida plena de su Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos
cotidianos ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia
mística del Señor resucitado»[375]. 318.
La oración en familia es un medio privilegiado para expresar y fortalecer
esta fe pascual[376]. Se pueden encontrar unos minutos cada día para estar
unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que preocupan, rogar por las
necesidades familiares, orar por alguno que esté pasando un momento difícil,
pedirle ayuda para amar, darle gracias por la vida y por las cosas buenas,
pedirle a la Virgen que proteja con su manto de madre. Con palabras
sencillas, ese momento de oración puede hacer muchísimo bien a la familia.
Las diversas expresiones de la piedad popular son un tesoro de espiritualidad
para muchas familias. El camino comunitario de oración alcanza su culminación
participando juntos de la Eucaristía, especialmente en medio del reposo
dominical. Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la
cena eucarística (cf. Ap 3,20). Allí, los esposos pueden volver siempre a sellar
la alianza pascual que los ha unido y que refleja la Alianza que Dios selló
con la humanidad en la CRUZ[377]. La Eucaristía es el sacramento de la nueva Alianza
donde se actualiza la acción redentora de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se
advierten los lazos íntimos que existen entre la vida matrimonial y la
Eucaristía[378]. El alimento de la Eucaristía es fuerza y estímulo
para vivir cada día la alianza matrimonial como «iglesia doméstica»[379]. Espiritualidad
del amor exclusivo y libre 319.
En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por completo sólo a
una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y
desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios. Esta firme decisión,
que marca un estilo de vida, es una «exigencia interior del pacto de amor
conyugal»[380], porque «quien no se decide a querer para siempre, es
difícil que pueda amar de veras un solo día»[381]. Pero esto no tendría sentido espiritual si se tratara
sólo de una ley vivida con resignación. Es una pertenencia del corazón, allí
donde sólo Dios ve (cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve a
tomar ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la
jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar
esta aventura, confiando en la ayuda del Señor. Así, cada cónyuge es para el
otro signo e instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos: «Yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). 320.
Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se
convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el
otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único
Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal
y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida. Al mismo
tiempo, el principio de realismo espiritual hace que el cónyuge ya no
pretenda que el otro sacie completamente sus necesidades. Es preciso que el
camino espiritual de cada uno —como bien indicaba Dietrich Bonhoeffer— le
ayude a «desilusionarse» del otro[382], a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es
propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo
que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo
permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en
el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Necesitamos invocar cada
día la acción del Espíritu para que esta libertad interior sea posible. Espiritualidad
del cuidado, del consuelo y del estímulo 321.
«Los esposos cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y para los
restantes familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe»[383]. Dios los llama a engendrar y a cuidar. Por eso mismo,
la familia «ha sido siempre el “hospital” más cercano»[384]. Curémonos, contengámonos y estimulémonos unos a
otros, y vivámoslo como parte de nuestra espiritualidad familiar. La vida en
pareja es una participación en la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el
otro una permanente provocación del Espíritu. El amor de Dios se expresa «a través
de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su
amor conyugal»[385]. Así, los dos son entre sí reflejos del amor divino
que consuela con la palabra, la mirada, la ayuda, la caricia, el abrazo. Por
eso, «querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es
animarse a soñar con él, es animarse a construir con él, es animarse a
jugarse con él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta
solo»[386]. 322.
Toda la vida de la familia es un «pastoreo» misericordioso. Cada uno, con
cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: «Vosotros sois nuestra carta,
escrita en nuestros corazones [...] no con tinta, sino con el Espíritu de
Dios vivo» (2 Co 3,2-3). Cada uno es un «pescador de hombres» (Lc 5,10) que,
en el nombre de Jesús, «echa las redes» (cf. Lc 5,5) en los demás, o un
labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres amados,
estimulando lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica promover,
porque «amar a un ser es esperar de él algo indefinible e imprevisible; y es,
al mismo tiempo, proporcionarle de alguna manera el medio de responder a esta
espera»[387]. Esto es un culto a Dios, porque es él quien sembró
muchas cosas buenas en los demás esperando que las hagamos crecer. 323.
Es una honda experiencia espiritual contemplar a cada ser querido con los
ojos de Dios y reconocer a Cristo en él. Esto reclama una disponibilidad
gratuita que permita valorar su dignidad. Se puede estar plenamente presente
ante el otro si uno se entrega «porque sí», olvidando todo lo que hay
alrededor. El ser amado merece toda la atención. Jesús era un modelo porque,
cuando alguien se acercaba a conversar con él, detenía su mirada, miraba con
amor (cf. Mc 10,21). Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya que sus
palabras y gestos eran expresión de esta pregunta: «¿Qué quieres que haga por
ti?» (Mc 10,51). Eso se vive en medio de la vida cotidiana de la familia.
Allí recordamos que esa persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que
posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así
brota la ternura, capaz de «suscitar en el otro el gozo de sentirse amado. Se
expresa, en particular, al dirigirse con atención exquisita a los límites del
otro, especialmente cuando se presentan de manera evidente»[388]. 324.
Bajo el impulso del Espíritu, el núcleo familiar no sólo acoge la vida
generándola en su propio seno, sino que se abre, sale de sí para derramar su
bien en otros, para cuidarlos y buscar su felicidad. Esta apertura se expresa
particularmente en la hospitalidad[389], alentada por la Palabra de Dios de un modo sugestivo:
«no olvidéis la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a
ángeles» (Hb 13,2). Cuando la familia acoge y sale hacia los demás,
especialmente hacia los pobres y abandonados, es «símbolo, testimonio y
participación de la maternidad de la Iglesia»[390]. El amor social, reflejo de la Trinidad, es en
realidad lo que unifica el sentido espiritual de la familia y su misión fuera
de sí, porque hace presente el kerygma con todas sus exigencias comunitarias.
La familia vive su espiritualidad propia siendo al mismo tiempo una iglesia
doméstica y una célula vital para transformar el mundo[391]. *
* * 325.
Las palabras del Maestro (cf. Mt 22,30) y las de san Pablo (cf. 1 Co 7,29-31)
sobre el matrimonio, están insertas —no casualmente— en la dimensión última y
definitiva de nuestra existencia, que necesitamos recuperar. De ese modo, los
matrimonios podrán reconocer el sentido del camino que están recorriendo.
Porque, como recordamos varias veces en esta Exhortación, ninguna familia es
una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que
requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar. Hay un llamado
constante que viene de la comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa
entre Cristo y su Iglesia, de esa comunidad tan bella que es la familia de
Nazaret y de la fraternidad sin manchas que existe entre los santos del
cielo. Pero además, contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos
permite relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como
familias, para dejar de exigir a las relaciones interpersonales una
perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos
encontrar en el Reino definitivo. También nos impide juzgar con dureza a
quienes viven en condiciones de mucha fragilidad. Todos estamos llamados a mantener
viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y
cada familia debe vivir en ese estímulo constante. Caminemos familias,
sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No desesperemos por
nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de
comunión que se nos ha prometido. Oración a la Sagrada Familia Jesús,
María y José Santa
Familia de Nazaret, Santa
Familia de Nazaret, Santa
Familia de Nazaret, Jesús,
María y José, Amén. Dado
en Roma, junto a San Pedro, en el Jubileo extraordinario de la Misericordia,
el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del año 2016, cuarto de mi
Pontificado. Franciscus
NOTAS: [1] III Asamblea
General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Relatio
synodi (18 octubre 2014), 2. [2] XIV
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Relación
final (24 octubre 2015), 3. [3] Discurso en
la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(24 octubre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 30 de
octubre de 2015, p. 4; cf. Pontificia Comisión Bíblica, Fe y cultura a la luz
de la Biblia. Actas de la Sesión plenaria 1979 de la Pontificia Comisión
Bíblica, Turín 1981; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 44; Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris
missio (7 diciembre 1990), 52:AAS83 (1991), 300; Exhort. ap. Evangelii
gaudium (24 noviembre 2013), 69.117: AAS 105 (2013), 1049.1068-69. [4] Discurso en
el Encuentro con las Familias de Santiago de Cuba (22 septiembre
2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 25 de septiembre
de 2015, p. 12. [5] Jorge Luis
Borges, «Calle desconocida», en Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires 2011,
23. [6] Homilía en
la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28 enero 1979),
2: AAS 71 (1979), 184. [7] Cf. ibíd. [8] Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 4: AAS 74 (1982), 84. [9] Relatio
synodi 2014, 5. [10]Conferencia
Episcopal Española, Matrimonio y familia (6 julio 1979), 3.16.23. [11] Relación
final 2015, 5. [12] Relatio
synodi 2014, 5. [13] Relación
final 2015, 8. [14] Discurso al
Congreso de los Estados Unidos de América (24 septiembre 2015):
L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 25 de septiembre de
2015, p. 18. [15] Relación
final 2015, 29. [16] Relatio
synodi 2014, 10. [17] III
Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Mensaje (18
octubre 2014). [18] Relatio
synodi 2014, 10. [19] Relación
final 2015, 7. [20] Ibíd., 63. [21]Conferencia
de Obispos católicos de Corea, Towards a culture of life! (15 marzo 2007). [22] Relatio
synodi 2014, 6. [23] Pontificio
Consejo para la Familia, Carta de
los derechos de la familia (22 octubre 1983), art. 11. [24] Cf. Relación
final 2015, 11-12. [25] Pontificio
Consejo para la Familia, Carta de
los derechos de la familia (22 octubre 1983), Intr. [26] Ibíd., 9. [27] Relación
final 2015, 14. [28] Relatio
synodi 2014, 8. [29] Cf. Relación
final 2015, 78. [30] Relatio
synodi 2014, 8. [31] Relación
final 2015, 23; cf. Mensaje
para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado 2016 (12
septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 2 de
octubre de 2015, p. 22-23. [32] Ibíd., 24. [33] Ibíd., 21. [34] Ibíd., 17. [35] Ibíd., 20. [36] Cf. ibíd.,
15. [37] Discurso en
la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(24 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 30
de octubre de 2015, p. 4. [38]
Conferencia Episcopal Argentina, Navega mar adentro (31 mayo 2003), 42. [39]
Conferencia del Episcopado Mexicano, Que en Cristo nuestra paz México tenga
vida digna (15 febrero 2009), 67. [40] Relación
final 2015, 25. [41] Ibíd., 10. [42] Catequesis
(22 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 24 de
abril de 2015, p. 12. [43] Catequesis
(29 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 1 de
mayo de 2015, p. 12. [44] Relación
final 2015, 28. [45] Ibíd., 8. [46] Ibíd., 58. [47] Ibíd., 33. [48] Relatio
synodi 2014, 11. [49]
Conferencia Episcopal de Colombia, A tiempos difíciles, colombianos nuevos
(13 febrero 2003), 3. [50] Exhort.
ap. Evangelii
gaudium (24 noviembre 2013), 35: AAS 105 (2013), 1034. [51] Ibíd.,
164: AAS 105 (2013), 1088. [52] Ibíd. [53] Ibíd.,
165: AAS 105 (2013), 1089. [54] Relatio
synodi 2014, 12. [55] Ibíd., 14. [56] Ibíd., 16. [57] Relación
final 2015,41. [58] Ibíd., 38. [59] Relatio
synodi 2014, 17. [60] Relación
final 2015, 43. [61] Relatio
synodi 2014, 18. [62] Ibíd., 19. [63] Relación
final 2015, 38. [64] Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 13: AAS 74 (1982), 94. [65] Relatio
synodi 2014, 21. [66] Catecismo
de la Iglesia Católica, 1642. [67] Ibíd. [68] Catequesis
(6 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 8 de mayo
de 2015, p. 16. [69] León
Magno, Epistula Rustico narbonensi episcopo, inquis. IV: PL 54, 1205A; cf.
Incmaro de Reims, Epist. 22: PL 126, 142. [70] Cf. Pío
XII, Carta enc. Mystici Corporis Christi (29 junio 1943): AAS35 (1943), 202:
«Matrimonio enim quo coniuges sibiinvicem sunt ministri gratiae…»: [71] Cf. Código
de Derecho Canónico, cc. 1116. 1161-1165; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, cc. 832. 848-852. [72] Ibíd., c.
1055 § 2. [73] Relatio
synodi 2014, 23. [74] Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 9: AAS 74 (1982), 90. [75] Relación
final 2015, 47. [76] Ibíd. [77] Cf. Homilía en
la Santa Misa de clausura del VIII Encuentro Mundial de las Familias en
Filadelfia (27 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 20. [78] Relación
final 2015, 53-54. [79] Ibíd., 51. [80] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48. [81] Cf. Código
de Derecho Canónico, c. 1055 § 1: «Ad bonum coniugum atque ad prolis
generationem et educationem ordinatum». [82] Catecismo
de la Iglesia Católica, 2360. [83] Ibíd., 1654. [84] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48. [85] Catecismo
de la Iglesia Católica, 2366. [86] Cf. Pablo
VI, Carta enc. Humanae
vitae (25 julio 1968), 11-12: AAS 60 (1968), 488-489. [87] Catecismo
de la Iglesia Católica, 2378. [88]
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae
(22 febrero 1987), II, 8: AAS 80 (1988), 97. [89] Relación
final 2015, 63. [90] Relatio
synodi 2014, 57. [91] Ibíd., 58. [92] Ibíd., 57. [93] Relación
final 2015, 64. [94] Relatio
synodi 2014, 60. [95] Ibíd., 61. [96] Código de
Derecho Canónico, c. 1136; cf. Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, c. 627. [97] Pontificio
Consejo para la Familia, Sexualidad
humana: verdad y significado (8 diciembre 1995), 23. [98] Catequesis
(20 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 22 de
mayo de 2015, p. 16. [99] Cf. Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 38: AAS 74 (1982), 129. [100] Cf. Discurso a
la Asamblea diocesana de Roma (14 junio 2015): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 19 de junio de 2015, p. 6. [101] Relatio
synodi 2014, 23. [102] Relación
final 2015, 52. [103] Ibíd.,
49-50. [104] Catecismo
de la Iglesia Católica, 1641. [105] Cf.
Benedicto XVI, Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 2: AAS98 (2006), 218. [106]
Ejercicios Espirituales, Contemplación para alcanzar amor, 230. [107] Octavio
Paz, La llama doble, Barcelona 1993, 35. [108] Tomás de
Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 114, a. 2, ad 1. [109] Catequesis
(13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 15 de
mayo de 2015, p. 9. [110] Summa
TheologiaeII-II, q. 27, a. 1, ad 2. [111] Ibíd.,
II-II, q. 27, a. 1. [112] Catequesis
(13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 15 de
mayo de 2015, p. 9. [113] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 21: AAS 74 (1982), 106. [114] Sermón en
la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de
noviembre de 1957. [115] Santo
Tomás de Aquino entiende el amor como «vis unitiva» (Summa Theologiae I, a.
20, 1, ad 3), retomando una expresión de Dionisio Ps. Areopagita (De divinis
nominibus, 4, 12: PG, 709). [116] Tomás de
Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 2. [117] Carta
enc. Casti
connubii (31 diciembre 1930): AAS 22 (1930), 547-548. [118] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 13: AAS 74 (1982), 94. [119] Catequesis
(2 abril 2014):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 4 de
abril de 2014, p. 16. [120] Ibíd. [121] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 9: AAS 74 (1982), 90. [122] Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, III, 123; cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco,
8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984), 174. [123] Carta
enc. Lumen fidei
(29 junio 2013), 52: AAS 105 (2013), 590. [124] De
sacramento matrimonii, 1, 2: en Id., Disputationes, III, 5, 3 (ed. Giuliano,
Nápoles 1858), 778. [125] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50. [126] Ibíd., 49. [127] Cf. Summa
Theologiae I-II, q. 31, a. 3, ad 3. [128] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48. [129] Cf. Summa
Theologiae I-II, q. 26, a. 3. [130] Ibíd., q.
110, a. 1. [131]
Confesiones, 8, 3, 7: PL 32, 752. [132] Discurso a
las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a Roma en el Año de la
Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 980. [133] Ángelus
(29 diciembre 2013):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 3 de
enero de 2014, p. 2. [134] Discurso a
las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a Roma en el Año de la
Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 978. [135] Summa
TheologiaeII-II, q. 24, a. 7. [136] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48. [137]
Conferencia Episcopal de Chile, La vida y la familia: regalos de Dios para
cada uno de nosotros (21 octubre 2014). [138] Const.
past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 49. [139] A.
Sertillanges, L’amour chrétien, París 1920, 174. [140] Cf. Tomás
de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 24, a. 1. [141] Cf.
ibíd., q. 59, a. 5. [142] Carta
enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 3: AAS 98 (2006), 219-220. [143] Ibíd., 4:
AAS 98 (2006), 220. [144] Cf. Tomás
de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 32, a. 7. [145]Cf. ibíd.,
II-II, q. 153, a. 2, ad 2: «Abundantia delectationis quae est in actu venereo
secundum rationem ordinato, non contrariatur medio virtutis» [146] Juan Pablo
II, Catequesis
(22 octubre 1980), 5:L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26
de octubre de 1980, p. 3. [147] Ibíd., 3. [148] Id., Catequesis
(24 septiembre 1980), 4:L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
28 de septiembre de 1980, p. 3. [149] Catequesis
(12 noviembre 1980), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
16 de noviembre de 1980, p. 3. [150] Ibíd., 4. [151] Ibíd., 5. [152] Ibíd., 1:
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 16 de noviembre de
1980, p. 3. [153] Id., Catequesis
(16 enero 1980), 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20
de enero de 1980, p. 3. [154] Josef
Pieper, Über die Liebe, Múnich 2014, 174-175. [155] Juan
Pablo II, Carta enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), 23: AAS87 (1995), 427. [156] Pablo VI,
Carta enc. Humanae
vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60 (1968), 489. [157] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 49. [158] Catequesis
(18 junio 1980), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22
de junio de 1980, p. 3. [159] Ibíd., 6. [160] Cf. Catequesis
(30 julio 1980), 1:L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de
agosto de 1980, p. 3. [161] Catequesis
(8 abril 1981), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 12
de abril de 1981, p. 3. [162] Catequesis
(11 agosto 1982), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 15
de agosto de 1982, p. 3. [163] Carta
enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 5: AAS 98 (2006), 221. [164] Ibíd., 7:
AAS 98 (2006), 224. [165] Relación
final 2015, 22. [166] Catequesis
(14 abril 1982), 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 18
de abril de 1982, p. 3. [167] Glossa in
quatuor libros sententiarum Petri Lombardi, 4, 26, 2 (Quaracchi 1957, 446). [168] Juan
Pablo II, Catequesis
(7 abril 1982), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 11
de abril de 1982, p. 3. [169] Id., Catequesis(14
abril 1982), 3:L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 18 de
abril de 1982, p. 3. [170] Ibíd. [171] Id.,
Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 (1979), 274. [172] Cf. Tomás
de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 1. [173]
Pontificio Consejo para la Familia, Familia,
matrimonio y uniones de hecho (26 julio 2000), 40. [174] Juan
Pablo II, Catequesis
(31 octubre 1984), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 4
de noviembre de 1984, p. 3. [175] Benedicto
XVI, Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 8: AAS 98 (2006), 224. [176] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 14: AAS 74 (1982), 96. [177] Catequesis
(11 febrero 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 13 de
febrero de 2015, p. 12. [178] Ibíd. [179] Catequesis
(8 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 10 de
abril de 2015, p. 16. [180] Ibíd. [181] Cf. Conc. Ecum.
Vat II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51: «Sea claro a todos
que la vida de los hombres y la tarea de transmitirla no se limita a este
mundo sólo y no se puede medir ni entender sólo por él, sino que mira siempre
al destino eterno de los hombres». [182] Juan
Pablo II, Carta a la
Secretaria General de la Conferencia internacional de la Organización de
Naciones Unidas sobre la población y el desarrollo (18 marzo
1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de abril de
1994, p. 11. [183] Id., Catequesis
(12 marzo 1980), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 16
de marzo de 1980, p. 3. [184] Ibíd. [185] Discurso en
el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero 2015): AAS 107
(2015), 176. [186] Catequesis
(11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13
de febrero de 2015, p. 12. [187] Catequesis
(14 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 16
de octubre de 2015, p. 12. [188]
Conferencia de Obispos Católicos de Australia, Carta past. Don’t Mess with
Marriage(24 noviembre 2015), 13. [189] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50. [190] Juan
Pablo II, Catequesis
(12 marzo 1980), 2: L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 16
de marzo de 1980, p. 3. [191] Cf. Id., Carta
ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),
30-31: AAS 80 (1988), 1726-1729. [192] Catequesis
(7 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 9 de
enero de 2015, p. 16. [193] Ibíd. [194] Catequesis
(28 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 30 de
enero de 2015, p. 16 [195] Ibíd. [196] Cf. Relación
final 2015, 28. [197] Catequesis
(4 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 6 de
febrero de 2015, p. 16. [198] Ibíd. [199] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50. [200] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida (29 junio 2007), 457. [201] Relación
final 2015, 65. [202] Ibíd. [203] Discurso en
el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero 2015):AAS 107
(2015), 178. [204] Mario
Benedetti, «Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires 1993, 316. [205] Cf. Catequesis
(16 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
18 de septiembre de 2015, p. 6. [206] Catequesis
(7 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 9 de
octubre de 2015, p. 2. [207] Benedicto
XVI, Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 14: AAS 98 (2006), 228. [208] Cf. Relación
final 2015, 11. [209] Catequesis
(18 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de
marzo de 2015, p. 12. [210] Catequesis
(11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13
de febrero de 2015, p. 12. [211] Cf. Relación
final 2015, 17-18. [212] Catequesis
(4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 6 de
marzo de 2015, p. 12. [213] Catequesis
(11 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de
marzo de 2015, p.16. [214] Exhort.
ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 27: AAS 74 (1982), 113. [215]Juan Pablo
II, Discurso a
los participantes en el «Foro internacional sobre la Tercera Edad»
(5 septiembre 1980), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
19 de octubre de 1980, p. 16. [216] Relación
final 2015, 18. [217] Catequesis
(4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 6 de
marzo de 2015, p. 12. [218] Ibíd. [219] Discurso en
el Encuentro con los Ancianos (28 septiembre 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de octubre de 2014, p. 6. [220] Catequesis
(18 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20
de febrero de 2015, p. 2. [221] Ibíd. [222] Ibíd. [223] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 18: AAS 74 (1982), 101. [224] Catequesis
(7 octubre 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 9 de
octubre de 2015, p. 2. [225] Relatio
synodi 2014, 30. [226] Ibíd.,
31. [227] Relación
final 2015, 56. [228] Ibíd.,
89. [229] Relatio
synodi 2014, 32. [230] Ibíd.,
33. [231] Ibíd.,
38. [232] Relación
final 2015, 77. [233] Ibíd.,
61. [234] Ibíd. [235] Ibíd. [236] Ibíd. [237] Cf. Relatio
synodi 2014, 26. [238] Ibíd.,
39. [239]
Conferencia Episcopal Italiana. Orientaciones pastorales sobre la preparación
al matrimonio y a la familia (22 octubre 2012), 1. [240] Ignacio
de Loyola, Ejercicios Espirituales, anotación 2. [241] Ibíd.,
anotación 5. [242] Juan
Pablo II, Catequesis
(27 junio 1984), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,1 de
julio de 1984, p. 3. [243] Catequesis
(21 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 23
de octubre de 2015, p. 16. [244]
Conferencia Episcopal de Kenia, Mensaje de Cuaresma, 18 febrero 2015. [245] Cf. Pío
XI, Carta enc. Casti
connubii (31 diciembre 1930): AAS 22 (1930), 583. [246] Juan
Pablo II, Catequesis
(4 julio 1984), 3.6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 8
de julio de 1984, p. 3. [247] Relación
final 2015, 59. [248]Ibíd., 63. [249] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50. [250] Relación
final 2015, 63. [251] Relatio
synodi 2014, 40. [252] Ibíd.,
34. [253] Cántico
Espiritual, B, 25, 11. [254] Relatio
synodi 2014, 44. [255] Relación
final 2015, 81. [256] Ibíd.,
78. [257] Catequesis
(24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de
junio de 2015, p. 16. [258] Juan
Pablo II, Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 83: AAS 74 (1982), 184. [259] Relatio
synodi 2014, 47. [260] Ibíd.,
50. [261] Cf. Catequesis
(5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 7-14
de agosto de 2015, p. 2. [262] Relatio
synodi 2014, 51; cf. Relación
final 2015, 84. [263] Ibíd.,
48. [264] Cf. Motu
proprio Mitis Iudex
Dominus Iesus (15 agosto 2015): L’Osservatore Romano, 9 de
septiembre de 2015, pp. 3-4; Motu proprio Mitis et Misericors Iesus (15
agosto 2015), preámbulo, 3, 1: ibíd., pp. 5-6. [265] Motu
proprio Mitis Iudex
Dominus Iesus (15 agosto 2015), preámbulo, 3: L’Osservatore
Romano, 9 de septiembre de 2015, p. 3. [266] Relación
final 2015, 82. [267] Relatio
synodi 2014, 47. [268] Catequesis
(20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de
mayo de 2015, p. 16. [269] Catequesis
(24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de
junio de 2015, p. 16. [270] Catequesis
(5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 7-14
de agosto de 2015, p. 2. [271] Relación
final 2015, 72. [272] Ibíd.,
73. [273] Ibíd.,
74. [274] Ibíd.,
75. [275] Cf. Bula Misericordiae
vultus (11 abril 2015), 12: AAS107 (2015), 407. [276] Catecismo
de la Iglesia Católica, 2358; cf. Relación
final 2015, 76. [277] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 2358. [278] Relación
final 2015, 76; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones
acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas
homosexuales (3 junio 2003), 4. [279] Relación
final 2015, 80. [280] Cf.
ibíd., 20. [281] Catequesis
(17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de
junio de 2015, p. 16. [282] Relación
final 2015, 19. [283] Catequesis
(17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de
junio de 2015, p. 16. [284] Ibíd. [285] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 958. [286] Ibíd. [287] Cf.
Últimas Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de la Madre Inés (17 julio
1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A este respecto, es significativo
el testimonio de las Hermanas del convento sobre la promesa de santa Teresa
de que su salida de este mundo sería «como una lluvia de rosas» (ibíd., 9
junio, 991). [288] Jordán de
Sajonia, Libellus de principiis Ordinis predicatorum, 93: Monumenta Historica
Sancti Patris Nostri Dominici, XVI, Roma 1935, p. 69. [289] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 957. [290] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 49. [291] Exhort.
ap. Evangelii
gaudium (24 noviembre 2013), 222: AAS 105 (2013), 1111. [292] Catequesis
(20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de
mayo de 2015, p. 16. [293] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 17. [294] Catequesis
(30 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2
de octubre de 2015, p. 2. [295] Catequesis
(10 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 12 de
junio de 2015, p. 16. [296] Cf. Relación
final 2015, 67. [297] Catequesis
(20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de
mayo de 2015, p. 16. [298] Catequesis
(9 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 11
de septiembre de 2015, p. 14. [299] Relación
final 2015, 68. [300] Ibíd.,
58. [301] Conc.
Ecum. Vat. II, Declaración Gravissimum
educationis, sobre la educación cristiana de la juventud, 1. [302] Relación final 2015, 56. [303] Erich Fromm, The
art of Loving, New York 1956, 54. [304] Carta
enc. Laudato siʼ
(24 mayo 2015), 155. [305] Catequesis
(15 abril 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 17 de
abril de 2015, p. 2. 2015, 13-14. [307]
De sancta virginitate, 7, 7: PL 40, 400. [309]
Relación
final 2015, 89. [311]
Relatio
synodi 2014, 24. [314]
Cf. ibíd., 41.43; Relación
final 2015, 70. [315]
Relatio
synodi 2014, 27. [319]
Relación
final 2015, 71. [321]
Relatio
synodi 2014, 42. [323]
Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74 (1982), 123. [324]
Ibíd., 9: AAS 74 (1982), 90. [327]
Relación
final 2015, 51. |