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¿Qué es la Ascética?
La ascética, entendida
como una rama de la Teología, puede ser definida brevemente como la
exposición científica del ascetismo cristiano. Ascetismo (askesis, askein),
según su sentido literal, significa pulimento, refinamiento o
suavizamiento. Los griegos utilizaban esa palabra para indicar el ejercicio
realizado por los atletas para desarrollar las fuerzas dormidas en el
cuerpo y entrenar a éste para que alcanzase su belleza natural. El fin que
se perseguía con la realización de estos ejercicios gimnásticos era la
obtención de la corona de laureles que se otorgaba al vencedor en los
juegos públicos. La vida del cristiano, como lo asegura el mismo Cristo, es
una lucha para conquistar el reino de los cielos (Mt 11,12). San Pablo,
quien había sido educado a la manera griega, utiliza la figura del
pentatlón griego (I Cor. 9, 24) para dar a sus lectores una lección
objetiva de esta batalla espiritual y de este esfuerzo moral. Las prácticas
que deben ser realizadas en este combate tienden a desarrollar y fortificar
la energía moral, y su objetivo es la perfección cristiana que conduce a la
persona a su fin último: la unión con Dios. Estando la naturaleza humana
debilitada por el pecado original e inclinada, consecuentemente, a lo malo,
tal fin no puede ser alcanzado si no es sobreponiéndose- con la ayuda de la
gracia de Dios- a obstáculos muy serios. La lucha moral, así entendida,
consiste ante todo en atacar y eliminar los obstáculos, o sea, las malas
concupiscencias (de la carne, de los ojos y del orgullo de la vida),
efectos del pecado original que sirven para probar al hombre (Trid. Ses.
V, De peccato originali). El apóstol Pablo llama a este primer
deber “despojarse del hombre viejo” (Ef 4, 22). El segundo deber, en
palabras del mismo Apóstol, es “revestirse del hombre nuevo”, según la
imagen de Dios (Ef 4, 24). El hombre nuevo es Cristo. Es nuestro deber
pugnar por asemejarnos a Él, viendo en Él “el Camino, la Verdad y la Vida”
(Jn 14, 6). Debe quedar claro que este esfuerzo es de orden
sobrenatural y no puede ser realizado sin la gracia divina. Su fundamento
está en el bautismo, por el que somos adoptados como hijos de Dios a través
de la recepción de la gracia santificante. Eso significa que debe ser
perfeccionado por medio de virtudes sobrenaturales, los dones del Espíritu
Santo, y la gracia actual. Así pues, dado que la ascética es el tratado
sistemático de esa búsqueda de la perfección cristiana, se puede definir
como la guía científica para adquirir la perfección cristiana y que
consiste en expresar al interior de nosotros mismos, con ayuda de la gracia
divina, la imagen de Cristo, a base de practicar las virtudes cristianas y
de poner en práctica los medios de vencer los obstáculos. Examinemos más
detenidamente los diversos elementos de esa definición.
A. Naturaleza de la perfección cristiana
1. Por principio de cuentas, debemos rechazar la concepción de los
protestantes que afirma que la perfección cristiana, según la entienden los
católicos, es esencialmente un ascetismo negativo (Cfr. Seberg en
Herzog-Hauck, "Realencyklopädie für prot. Theologie",
III, 138), y que la noción correcta de ascetismo fue descubierta por los
reformadores. No hay duda posible en lo que toca la postura católica, si
prestamos atención a las claras voces de Santo Tomás y San Buenaventura.
Esos maestros de la teología católica, que nunca cesaron de repetir que el
ideal del ascetismo defendido por ellos era el del pasado católico, el de
los Padres, el de Cristo mismo, afirman enfáticamente que el ascetismo
corporal no tiene un valor absoluto sino sólo relativo. Santo Tomás lo
llama “medio para el fin”, que debe ser usado con prudencia. San
Buenaventura dice que las austeridades corporales “preparan, fomentan y
preservan la perfección” (ad perfectionem præparans et ipsam promovens et conservans;
"Apolog. pauperum", V, C, VIII). Para probar su tesis, él
demuestra que conceder un valor absoluto a las austeridades corporales
sería caer en el maniqueísmo. Señala, igualmente, que Cristo, el ideal de
la perfección cristiana, fue menos austero en su ayuno que Juan el
Bautista. Explica también que los fundadores de órdenes religiosas
prescribieron para sus comunidades menos ejercicios ascéticos que los que
se exigieron a si mismos (cf. J. Zahn, "Vollkommenheitsideal"
en "Moralprobleme", Friburgo, 1911, p. 126 ss). Por otro
lado, los católicos no niegan la importancia de los ejercicios ascéticos
para alcanzar la perfección cristiana. Tomando en consideración la
condición de la naturaleza humana, declaran que dichos ejercicios son
necesarios para quitar los obstáculos y para liberar las fuerzas morales
del hombre. Con ello, le dan al ascetismo un carácter positivo. De igual
valor son considerados aquellos ejercicios que domeñan y guían las fuerzas
del alma. De esa manera los católicos dan cumplimiento, y siempre lo han
dado, a lo que Harnack ve como una exigencia del Evangelio, y que él afirma
haber buscado en vano entre los católicos. Los católicos sí “batallan
contra Mamón, las preocupaciones y el egoísmo, y practican la caridad que
gusta de servir y sacrificarse” (Harnack, "Essence of Christianity").
El ideal católico de ningún modo se reduce a los elementos negativos del
ascetismo, sino que tiene una naturaleza positiva.
2. La esencia de la perfección cristiana es el amor. Santo Tomas (Opusc.
de perfectione christ., c. II) dice que es perfecto aquello que
es conforme a su fin (quod attingit ad finem eius).
Ahora bien, el fin del hombre es Dios y aquello que une más íntimamente al
hombre con Dios, aún en esta vida, es el amor (I Cor 6, 17;
I Jn 4, 16). Todas las demás virtudes están al servicio del amor,
o constituyen sus prerrequisitos naturales, como son la fe y la esperanza.
El amor toma la totalidad del alma humana (inteligencia y voluntad), la
santifica y le infunde nueva vida. El amor vive en todas las cosas, así
como todas las cosas viven en el amor y por el amor. El amor da a cada cosa
su correcta dimensión y la dirige hacia su último fin. “El amor es el
principio de la unidad, sin importar la diversidad de los estados, las
vocaciones y las tareas particulares. Hay muchas provincias, pero todas
constituyen un solo reino. Los órganos son muchos, pero sólo hay un
organismo” (Zahn, l. c., p. 146). Es por ello que el
amor ha sido apropiadamente llamado “el vínculo de perfección” (Col 3, 14),
o “plenitud de la ley” (Rom 13, 8). Ha sido enseñanza perenne de los
escritores ascéticos católicos que la perfección cristiana consiste en el
amor. Bastan pocos testimonios de ello. Escribiendo a los corintios,
Clemente Romano dice (Ep. I Cor., XLIX, 1): “Fue el amor lo que hizo
perfectos a los elegidos; sin amor nada es aceptable a Dios” (en te agape ateleiothesan pantes oi eklektoi tou theou dicha agapes ouden euareston estin to theo;
Funk, "Patr. apost.", p. 163). La Epístola de Bernabé
insiste que el camino de la luz es “su amor que nos ha creado” (agapeseis ton
se poiesanta; Funk, l. c., p. 91), “amor hacia el prójimo, que ni
siquiera se cuida de su propia vida” (agapeseis ton plesion sou hyper ten psychen sou),
y afirma que la perfección no es otra cosa que “amor y alegría acerca de
las buenas acciones que dan testimnio de la justicia”” (agape euphrosyns kai agalliaseos ergon dikaiosynes martyria).
San Ignacio nunca se cansa en sus cartas de proponer la fe como la luz y el
amor como el camino, ya que el amor es el fin y la meta de la fe
("Ad Ephes.", IX,XIV; "Ad Philad.", IX;
"Ad Smyrn.", VI). Según la “Didache”, el amor a Dios y al
prójimo es el inicio del “camino de la vida” (c.I), y en la Epístola a Diogneto el
amor activo es llamado el fruto de la fe en Cristo. El “Pastor de Hermes”
resalta el mismo ideal cuando afirma que es la “vida por Dios” (zoe to theo)
la suma total de la existencia humana. A esos Padres de la Iglesia podemos
añadir a San Ambrosio (De fuga sæculi, c. iv, 17; c. vi, 35-36) y
a San Agustín. Este último piensa que la justicia perfecta es equivalente
al amor perfecto. Tanto Santo Tomás como San Buenaventura hablan el mismo
lenguaje y su autoridad es tan imponente que los escritores ascéticos de
las épocas subsecuentes han seguido fielmente sus huellas (cf. Lutz,
"Die kirchl. Lehre von den evang. Räten", Paderborn,
1907, pp. 26-99).
Sin embargo, aunque la perfección consiste esencialmente en el amor, es
igualmente cierto que no cualquier grado de amor es suficiente para
constituir la perfección moral. La perfección ética de los cristianos
consiste en la perfección del amor, que exige tal disposición “que podamos
actuar rápida y expeditamente aunque haya muchos obstáculos en nuestro camino”
(Mutz, "Christl. Ascetik", 2a. ed., Paderborn, 1909).
Pero esta disposición del alma presupone que las pasiones han sido domadas.
Ello es resultado de una lucha trabajosa, en la que las virtudes morales,
aceradas por el amor, rechazan y apagan los hábitos y las inclinaciones
malas, substituyéndolas con buenas inclinaciones y hábitos. Es hasta
entonces que se convierten en “la segunda naturaleza del hombre, por así
decir, para probar su amor a Dios en ciertos momentos y bajo ciertas
circunstancias, para practicar la virtud y, hasta donde le es posible a la
naturaleza humana, preservar su alma incluso de la mancha más pequeña” (Mutz,
l. c., p. 43). Debido a la debilidad humana y a la presencia de la
concupiscencia (fomes peccati: Trid., Sess. VI, can. XXIII),
sin un privilegio especial, en esta vida no puede ser lograda una
perfección libre de defectos (cf. Prov., 20, 9; Eccl., 7, 21; Sgo 3,
2). Del mismo modo, la perfección, de este lado de la tumba, nunca llegará
a tal grado de perfección que ya no admita crecimiento, como queda claro de
la enseñanza de la Iglesia y de las características mismas de nuestra
naturaleza actual (status viae). En otras
palabras, nuestra perfección siempre será relativa. Como dice San Bernardo:
“Un celo incansable de avanzar y una lucha continua en pos de la
perfección constituyen por si mismos la perfección” (Indefessus proficiendi studium et iugis conatus ad perfectionem, perfectio reputatur;
"Ep. ccliv ad Abbatem Guarinum"). Ya que la
perfección consiste en el amor, no es ella privilegio de ningún estado en
particular, sino que puede ser, y de hecho ha sido, algo alcanzable en
cualquier estado. Sería, por tanto, un error identificar la perfección con
el así llamado “estado de perfección” y con la observancia de los consejos
evangélicos. Santo Tomás correctamente enseña que también hay hombres
perfectos fuera de las órdenes religiosas y hombres imperfectos dentro de
ellas (Summa theol., II-II, Q. CLXXXIV, a. 4). Cierto que, en general,
las condiciones para realizar la vida cristiana ideal son más favorables en
el estado religioso que en el secular. Pero no todos son llamados al estado
religioso, ni todos pueden encontrar en él su satisfacción. Para resumir,
el fin es el mismo; los medios son diferentes. Esto responde
suficientemente a la objeción de Harnack (Essence of Christianity)
acerca de que la Iglesia considera la perfección cristiana como algo
posible únicamente para los monjes, mientras que visualiza la vida
cristiana en el mundo como algo apenas suficiente para alcanzar el último
fin.
3. El ideal al que el cristiano debe conformarse y hacia el cual debe
tender con todas sus fuerzas, tanto naturales como sobrenaturales, es
Jesucristo. Su justicia debe ser nuestra justicia. Toda nuestra vida debe
ser penetrada por Jesucristo de tal modo que nos convirtamos en cristianos
en el sentido pleno de la palabra (“Hasta ver a Cristo formado en ustedes”,
Gal. 4, 19). La Escritura prueba que Jesucristo es el modelo supremo y el
patrón de conducta de la vida cristiana. Por ejemplo: Jn 13, 15 y
I Pe 2, 21, en donde se recomienda directamente la imitación de
Cristo; Jn 8, 12, en donde Cristo es llamado “luz del mundo”.
Véase también Rom 8, 29; Gal 2, 20; Fil 3, 8; Heb 1, 3, en donde
el Apóstol alaba el conocimiento excelente de Jesucristo, por quien él ha
sufrido la pérdida de todas sus cosas, considerándolas basura, para poder
ganar a Cristo. De entre los numerosos testimonios de los Padres, sólo
citaremos el de San Agustín que dice: “Finis ergo noster perfectio nostra esse debet; perfectio nostra Christus”
(Por tanto, nuestro fin debe ser nuestra perfección; nuestra perfección es
Cristo) (P. L., XXXVI, 628; cf. también "In Psalm.", 26, 2,
en P. L., XXXVI, 662). En Cristo no hay sombra alguna; nada incompleto. Su
divinidad garantiza la pureza del modelo; su humanidad, por la que se
asemejó a nosotros, hace atractivo el modelo. Pero esta imagen de Cristo,
libre de añadiduras u omisiones, sólo se encuentra en la Iglesia Católica
y, por la infalibilidad de ésta, siempre continuará en ella como en su sitio
ideal. Por la misma razón, solamente la Iglesia puede garantizarnos que el
ideal de la vida cristiana permanecerá puro y sin adulteraciones, sin ser
identificado con ningún estado en particular ni con ninguna virtud
subordinada (cf. Zahn, l. c., p. 124). Un examen libre de prejuicios
prueba que el ideal de la vida católica ha sido conservado fielmente en su
pureza original a través de los siglos y que la Iglesia siempre ha sabido
corregir los intentos de desfiguración que han hecho algunas personas. Los colores
frescos que definen la figura viva de Cristo se derivan de las fuentes de
la revelación y de las decisiones doctrinales de la Iglesia. Ellos nos
cuentan de la santidad interna de Cristo (Jn 1, 14; Col 2, 9; Heb 1,
9, etc.). Su vida derrama gracia, de cuya plenitud todos hemos recibido (Jn 1,
16). Su vida de oración (Mc 1, 21- 35; 3, 1; Lc, 5, 16; 6, 12; 9, 18;
etc.), su devoción al Padre celestial (Mt 11, 26; Jn 4, 34; 5,
30; 8, 26-29), su relación con los hombres (Mt 9, 10; Cf. I Cor 9,
22), su espíritu de desprendimiento y sacrificio, su paciencia y
mansedumbre y, finalmente, su asceticismo según queda revelado
por su ayuno (Mt 4, 2; 6, 18).
B. Peligros de la vida ascética
La segunda función de la teología ascética es señalar los peligros que
pueden amenazar el logro de la perfección cristiana e indicar los medios
para evitarlos exitosamente. El primer peligro que debe ser advertido es la
concupiscencia. Otro peligro reside en la atracción de la creación visible,
que puede llegar a ocupar el corazón humano con exclusión del fin más alto.
A esa misma clase pertenecen las tentaciones del mundo pecador y corrupto
(I Jn 5, 19), o sea, aquellos hombres que propagan doctrinas
perversas y contrarias a Dios, negando u ofuscando el sublime destino del
hombre; aquellos que a base de dar malos ejemplos y pervertir los conceptos
éticos intentan dar cauces falsos a la sensualidad humana. En tercer lugar,
la ascética no sólo nos hace conscientes de la malicia del diablo, para que
no seamos presas de sus intrigas, sino también de sus debilidades, para que
no nos desanimemos. Por último, no satisfecha con indicar los medios
generales necesarios para triunfar en la batalla, la ascética nos ofrece
remedios específicos para tentaciones especiales (cf. Mutz, "Ascetik",
2ª. ed., p. 107 ss.).
C. Medios para realizar el ideal cristiano
1. Sobre todas las cosas está la oración, entendida en su sentido más
estricto. Ella es uno de los medios para lograr la perfección. Las
devociones especiales, aprobadas por la Iglesia, y los medios sacramentales
de santificación, están especialmente relacionados con la búsqueda de la
perfección (confesión y comunión frecuentes). La ascética prueba la
necesidad de la oración (II Cor 3, 5) y enseña el modo más
provechoso en resultados espirituales. Explica la oración vocal y enseña el
arte de meditar según los métodos de San Pedro de Alcántara, de San Ignacio
y de varios otros santos, en especial los “tres modi orandi” de
San Ignacio. Se le da un lugar muy especial al examen de conciencia, y con
mucha razón, pues la vida ascética desmaya o crece dependiendo de la
calidad de su práctica. Si no se practica regularmente, no se puede hablar
de verdadera purificación del alma ni de avance espiritual. Ella centra la
visión interior en cada acción: son sometidos a riguroso escrutinio todos
los pecados, sean cometidos con plena conciencia o semivoluntariamente,
incluyendo las negligencias que, sin ser pecaminosas disminuyen la
perfección del acto (peccata, offensiones, negligentioe; cf.
"Exercitia spiritualia" de San Ignacio, ed. P. Roothaan,
p. 3). La ascética distingue dos clases de examen de conciencia. Uno
general (examen generale), y otro especial (examen particulare).
Simultáneamente enseña cómo pueden ser realizados ambos de manera
provechosa, utilizando apoyos prácticos y psicológicos. En el general, se
trata de recordar las faltas del día; en el particular, se enfoca la
atención en un defecto particular para observar su frecuencia, o en una
virtud, para aumentar el número de sus acciones.
Los ascetas recomiendan la visita al Santísimo Sacramento (visitatio sanctissimi),
práctica útil para alimentar y fortalecer las virtudes divinas de fe,
esperanza y caridad. También inculcan la veneración de los santos, cuyas
vidas virtuosas deben movernos a imitarlas. Claro que imitar no significa
copiar exactamente. Lo que los ascetas proponen como el método más natural
de imitación consiste en eliminar, o por lo menos disminuir, el contraste
entre nuestras vidas y las vidas de los santos; el perfeccionamiento de
nuestras virtudes, de acuerdo a nuestra
disposición natural y a las condiciones peculiares de lugar y tiempo. Por
otra parte, el reconocimiento de que las vidas de algunos santos más son
sujetos de admiración que de imitación no nos debe llevar a atarnos con el
peso de la blandura y la comodidad humanas, y a ver con suspicacia todo
acto heroico, como si fuera algo que estuviese más allá de nuestras
capacidades y ajeno a nuestras circunstancias. Tal suspicacia quedaría
justificada si el acto heroico no fuera congruente con el desarrollo precedente
de nuestra vida interior. La ascesis cristiana no puede pasar por alto a la
Bienaventurada Madre de Dios. Ella es, después de Cristo, el ideal más
sublime. Nadie más ha recibido la gracia con tal plenitud, ni ha cooperado
con la gracia de una forma tan fiel como Ella. Es por ello que la Iglesia la alaba como Espejo de Justicia (speculum justitae).
El simple pensamiento de su trascendente pureza basta para repeler los
encantos del pecado y para inspirar placer en el maravilloso brillo de la
virtud.
2. La autonegación es el segundo método enseñado por los ascetas (Mt
16, 24-25). Sin ella, el combate entre carne y espíritu, que son mutuamente
contrarios (Rom 7, 23; I Cor 9, 27; Gal 5, 17), no podría
llevarnos a la victoria del espíritu (Imitatio Christi I, XXV). La
condición humana posterior a la caída de Adán nos indica claramente qué tan
lejos debe llegar esta autonegación. La inclinación al mal domina tanto la
voluntad como los apetitos inferiores. No solamente el intelecto está
sujeto a esta propensión al mal, también lo están los sentidos interiores y
exteriores. De ahí que la autonegación y el autocontrol deben extenderse a
todos esas facultades. La ascética reduce la autonegación a la
mortificación exterior e interior. La exterior consiste en la purificación
de las facultades del alma (memoria, imaginación, inteligencia y voluntad)
y al dominio de las pasiones. Sin embargo la palabra “mortificación” no
debe ser entendida como un proceso de limitación de una vida “fuerte, plena
y saludable” (Schell). Su objetivo es evitar que las pasiones sensuales
dominen sobre la voluntad. Es precisamente a través de domeñar las pasiones
por medio de la mortificación y autonegación que la energía vital recibe
nueva fortaleza y queda libre de grilletes limitantes. Ahora bien, aunque
los maestros del ascetismo reconocen la necesidad de la mortificación y de
la autonegación, y están muy lejos de pensar que sea “criminal adoptar
sufrimientos voluntarios” (Seeberg), también distan mucho de promover la
así llamada “tendencia asensual”, que considera al cuerpo y su vida
como un mal necesario, y propone evitar sus efectos perniciosos mutilándolo
o debilitándolo voluntariamente (cf. Schneider, "Göttliche Weltordnung u. religionslose Sittlichkeit", Paderborn,
1900, p. 537). Los católicos, por otro lado, tampoco abogan por el
“evangelio de la sensualidad saludable”, que no es sino un nombre atractivo
para promover una vida de concupiscencia irrestricta.
Se pone especial atención al dominio de las pasiones porque ellas son,
más que cualquier otra cosa, el enemigo contra el que debe dirigirse
incansable el combate moral. La filosofía escolástica enumera las
siguientes pasiones: amor, odio, deseo, horror, alegría, tristeza,
esperanza, desesperanza, audacia, miedo, ira. A partir de la idea cristiana
de que las pasiones (passiones, según las entiende Santo Tomás) son
inherentes a la naturaleza humana, los ascetas afirman que ellas no son ni
enfermedades, como sostenían los estoicos, los reformadores y Kant; tampoco
son inocuas, como lo afirmaban los humanistas y Rousseau, quien negaba el
pecado original. Al contrario, se insiste en que por si mismas
son indiferentes, y pueden consecuentemente ser utilizadas para el bien o
para el mal; que reciben su carácter moral solamente a partir del uso que
uno les dé. El objetivo de los ascetas es señalar las formas y medios con
los que las pasiones pueden ser controladas y dominadas, para que, en vez
de que ellas inciten la voluntad al pecado, se conviertan en confiables
aliadas del hombre para la realización del bien. Además, como las pasiones
se desordenan en cuanto se vuelcan hacia las cosas ilícitas o exceden los
límites necesarios de lo lícito, la ascesis nos enseña cómo convertirlas en
algo inocuo a base de evitarlas o controlarlas, o de utilizarlas para
lograr fines más elevados.
3. El trabajo también es necesario para buscar la perfección. El
trabajo incansable es contrario a nuestra naturaleza corrupta que gusta de
la facilidad y de la comodidad. El trabajo, bien ordenado, incansable y con
un propósito, implica la autonegación. Ello explica porqué la
Iglesia Católica siempre ha visto el trabajo, mental y manual, como una
regla ascética valiosísima (cf. Cassian, "De instit. coenob.",
X, 24; Sn. Benito, Regla, XLVIII, LI; Basilio, "Reg. fusius tract."
c. XXXVII, 1-3; "Reg. brevius tract.", c. LXXII;
Orígenes, "Contra Celsum", I, 28). San Basilio llega a
afirmar que la piedad y el aborrecimiento del trabajo son irreconciliables
en el ideal cristiano de la vida (cf. Mausbach, "Die Ethik des
hl. Augustinus", 1909, p. 264).
4. El sufrimiento es otro elemento integral del ideal cristiano y,
consecuentemente, también es objeto de la ascética. Pero su verdadero valor
sólo aparece cuando es visto a la luz de la fe, la cual enseña que el
sufrimiento nos asemeja a Cristo, en cuanto que somos miembros de su Cuerpo
Místico, del que Él es cabeza (I Pe 2, 21). El sufrimiento es el canal de
la gracia que sana (sanat), preserva (conservat) y prueba (probat). Por
último, la ascética nos enseña a convertir el sufrimiento en canal de
gracia celestial.
5. Las virtudes son tratadas a profundidad. Como lo prueba la teología
dogmática, el alma, al ser justificada, recibe hábitos sobrenaturales. Y no
sólo los tres divinos, sino también las virtudes morales (Trid. Ses.
VI, De justit. C. VI; Cat Rom, p. 2, c. 2, n 51). Tales fuerzas
sobrenaturales (virtutes infusae) se ven reforzadas por las facultades
naturales o por las virtudes adquiridas (virtutes acquisitae),
formando un único principio de acción. Es tarea de la ascética mostrar cómo
las virtudes, teniendo en cuenta los obstáculos y medios ya mencionados,
pueden ser puestas en práctica en la vida real del cristiano de modo que se
perfeccione el amor y la imagen de Cristo reciba su configuración perfecta
en nosotros. De acuerdo al breve de León
XIII “Testem benevolentiae”, del 22 de enero de 1899, los ascetas
insisten en que las así llamadas “virtudes pasivas” (mansedumbre, humildad,
obediencia, paciencia) nunca deben tomar un segundo lugar ante las
“virtudes activas” (dedicación a los deberes propios, actividad científica,
trabajo social y educativo). Eso sería igual que negar que Cristo es el
modelo supremo. Lo que se debe hacer es armonizar ambas virtudes en la vida
cristiana. La verdadera imitación de Cristo no debe ser un freno, ni debe
achatar la iniciativa cristiana en ningún área del quehacer humano. Todo lo
contrario, la práctica de las virtudes pasivas son el soporte y el apoyo de
la verdadera actividad. Aún más, pasa con frecuencia que las virtudes
pasivas revelan un mayor grado de energía moral que las activas. El breve
de León XIII nos refiere a Mt 21, 29; Rm 8, 29; Gal 5, 24; Fil 2,
8; Heb 13, 8 (Cfr. también Zahn 1, c., 166 ss.).
D. Aplicación de los medios en los tres grados de la perfección
cristiana
La imitación de Cristo es el deber de quienes buscan la perfección.
Pero es natural que ese proceso de formación en pos de la imagen
de Cristo sea gradual y que deba sujetarse a las leyes de la energía moral.
Pues la perfección moral es el término de un largo camino, la corona de una
batalla muy costosa. Los maestros de la ascética dividen en tres grupos a
quienes buscan la perfección: principiantes, avanzados y perfectos. En
correspondencia, también establecen tres etapas o vías de perfección
cristiana: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. Los
medios de los que se habló arriba se deben aplicar con más o menos
diversidad e intensidad de acuerdo a la
etapa en que se encuentre el cristiano. En la vía purgativa, durante la
cual los apetitos y las pasiones desordenadas aún poseen considerable
fuerza, se deben practicar más intensamente la mortificación y la
autonegación. Las semillas de la vida espiritual no fructificarán a menos
que se hayan arrancado previamente la cizaña y los cardos. En la vía
iluminativa, cuado las nieblas de la pasión ya se han levantado
un tanto, se debe insistir en la meditación y en la práctica de las
virtudes a imitación de Cristo. Durante la última etapa, la vía unitiva, el
alma debe afirmarse y perfeccionarse en conformidad con la voluntad de Dios
(“Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi”, Gal 2, 20). Debe tenerse
cuidado, sin embargo, de no pensar que esas tres etapas son bloques
separados de la búsqueda de la virtud y la perfección. Aún en la segunda y
tercera etapas aparecen a veces luchas violentas y, por otra parte, el gozo
de sentirse unido a Dios a veces se reconoce en la etapa inicial como un
aliciente para avanzar más (Mutz, "Aszetik," 2a ed., 94 ss.).
E. Relación de la ascética con la Teología Moral y con la Mística
Todas esas disciplinas tienen relación con la vida cristiana y con su
fin en la otra vida. Pero difieren entre si por el modo en que
tratan esos temas. La Teología Ascética, que está separada de la Teología
Moral y de la Mística, tiene como objeto la búsqueda de la perfección
cristiana; enseña cómo se puede alcanzar ésta a base de una intensa
formación y práctica de la voluntad, apoyándose en ciertos medios
específicos para evitar los peligros y atracciones del pecado, y en la
práctica cada vez más asidua de la virtud. Por otra parte, la Teología
Moral es la doctrina de los deberes, por lo que se contenta con dar una
explicación científica de la virtud. La Mística trata esencialmente de la
“unión con Dios” y de la extraordinaria “oración mística”. Aunque también
comprende en su estudio esos fenómenos, accidentales a la mística, como el
éxtasis, la visión, la revelación, etc., de ningún modo se les puede
considerar esenciales a la vida mística (cf. Zahn, "Einführung in
die christl. Mystik", Paderborn, 1908). Es verdad que
la Mística incluye también algunos asuntos de la Ascética como la búsqueda
de purificación, la oración vocal, etc., pero eso lo hace porque tales
ejercicios se consideran preparatorios para la vida mística y nunca, ni
siquiera en las etapas más elevadas, deben ser dejados de lado. No es, sin
embargo, la vida mística simplemente un grado más alto de la vida ascética,
sino que difiere de ella esencialmente. La vida mística es una gracia
especial que se otorga al cristiano sin mérito alguno de su parte.
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