1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera
de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento.
Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero
dirigirme a los fieles cristianos, para invitarlos a una nueva etapa
evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de
la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que
se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora
oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón
cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la
conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no
se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no
palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese
riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres
resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y
plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el
Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al
menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada
día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación
no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el
Señor».[1] Al que
arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso
hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos
abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he
dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez
para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor,
acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien
volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa
nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt
18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar
sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos
otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la
cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que
siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de
Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más
que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del
Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se
volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige
al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría,
acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo
entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha
visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para
los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con
voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera
participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta,
tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha
consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día
del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un
borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene
a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás la
invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al
mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere
comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este
texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo
por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So
3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de
la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro
Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te
prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna
se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio, donde
deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría.
Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc
1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el
seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi
espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47).
Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que
ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de
alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de
gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y
vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana
bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos:
«Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo
resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los
Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con
alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría»
(8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52).
Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el
carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34).
¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya
opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la
alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de
la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece
al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser
infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden
a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco
a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse,
como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores
angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero
algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor
no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se
renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la
salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece
frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse
innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele
suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las
ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en
mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué
aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en
medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón
creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben
en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en
Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que
nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese
encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz
amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más
que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros
mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de
la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le
devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de
comunicarlo a otros?
II. La dulce y confortadora
alegría de evangelizar
9. El bien siempre
tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza
busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda
liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás.
Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera
vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al
otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones
de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de
mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es
vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida se
acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De
hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de
la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más
que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización
personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida
se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros.
Eso es en definitiva la misión».[5] Por consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente
cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y
confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre
lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a
veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a
través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes
han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo».[6]
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado
ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva
alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y
esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en
Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque
sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de águila,
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es
el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre»
(Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es
siempre joven y fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de
asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del
conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta
espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que,
aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha
traído consigo toda novedad».[8] Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y
nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades
eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede
romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos
sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos
volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan
nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual.
En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta misión
nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una
heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo
que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande evangelizador».[9] En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de
Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de
su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente
quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y
acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse
siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn
4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción
nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y
desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo
tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos
entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un olvido de la
historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria es una
dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en analogía
con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria
cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc
22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la
memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles
jamás olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor
de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria
nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre
ellos, se destacan algunas personas que incidieron de manera especial para
hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os
anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de
personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo
presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu
madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente
«memorioso».
III. La nueva evangelización
para la transmisión de la fe
14. En la escucha del
Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los
tiempos, del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó
que la nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente
en tres ámbitos.[10] En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral
ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para encender los
corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se
reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida
eterna».[11] También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan
una fe católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque
no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al
crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con
toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar,
recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las
exigencias del Bautismo»,[12] no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no
experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta,
se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la
fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos
que la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del
Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado.
Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su
rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el
derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de
anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación,
sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un
banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por
atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos
invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el
anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea
primordial de la Iglesia».[14] La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío
para la Iglesia»[15] y «la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras?
Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de
toda obra de la Iglesia. En esta línea, los Obispos
latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en
espera pasiva en nuestros templos»[17] y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a
una pastoral decididamente misionera».[18] Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia:
«Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por
noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta
y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el
pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También
he consultado a diversas personas, y procuro además expresar las
preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra
evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados con
la evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero
he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que deben
ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba
esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre
todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente
que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de
todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este
sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
«descentralización».
17. Aquí he optado por
proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia
una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese
marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes
cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios
que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos
temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice
con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la
importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la
Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador
que invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de
esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la
exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo
repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización
obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos
sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt
28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual el
Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por
todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la
tierra.
I. Una Iglesia en salida
20. En la Palabra de
Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere
provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una
tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios:
«Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra
de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que
yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están
presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión
evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida»
misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que
el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir
de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que
necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del
Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una
alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que
regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús,
que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su
revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La
sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar
predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en
Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado
y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del
salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El
Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones
vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada
la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer
más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en
sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una
semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el
agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa
libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas
muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros
esquemas.
23. La intimidad de la
Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente
se configura como comunión misionera».[20] Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a
anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones,
sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el
pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los pastores
de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para
todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una
Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la
tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida
es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran,
que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar
este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó
la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por
eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al
encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para
invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia,
fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza
difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la
Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor
se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás
para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis
esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y
gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta
la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne
sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a
oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se
dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por
más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante
apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar
límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora
siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida
el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve
despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni
alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla
hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse
de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia
liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa
siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso
adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La
Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la
liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y
fuente de un renovado impulso donativo.
II. Pastoral en conversión
25. No ignoro que hoy
los documentos no despiertan el mismo interés que en otras épocas, y son
rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar
aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que
todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en
el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las
cosas como están. Ya no nos sirve una «simple administración».[21] Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un «estado
permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a
ampliar el llamado a la renovación, para expresar con fuerza que no se
dirige sólo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos
este memorable texto que no ha perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia
debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio
que le es propio […] De esta iluminada y operante conciencia brota un
espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo
la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef
5,27)- y el rostro real que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo
tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de
enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de
examen interior, frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II
presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma
de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia
consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación […]
Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que
la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre
necesidad».[24]
Hay estructuras
eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador;
igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima,
las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico,
sin «fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura
nueva se corrompe en poco tiempo.
Una
impostergable renovación eclesial
27. Sueño con una
opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los
estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta
en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para
la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión
pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se
vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias
sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en
constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos
aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a
los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia debe
tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de
introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es
una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad,
puede tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la creatividad
misionera del Pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única
institución evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse
continuamente, seguirá siendo «la misma Iglesia que vive entre las casas de
sus hijos y de sus hijas».[26] Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la
vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la
gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es
presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra,
del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la
caridad generosa, de la adoración y la celebración.[27] A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y
forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización.[28] Es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van
a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero. Pero
tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y renovación de las
parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén
todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión.
29. Las demás
instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades,
movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que
el Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas
veces aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con
el mundo que renuevan a la Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el
contacto con esa realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se
integren gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración evitará que se queden sólo con una parte del
Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia
particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía de su obispo,
también está llamada a la conversión misionera. Ella es el sujeto primario
de la evangelización,[30] ya que es la manifestación concreta de la única Iglesia en un
lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la Iglesia de
Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un espacio determinado, provista de
todos los medios de salvación dados por Cristo, pero con un rostro
local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en su
preocupación por anunciarlo en otros lugares más necesitados como en una
salida constante hacia las periferias de su propio territorio o hacia los
nuevos ámbitos socioculturales.[32] Procura estar siempre allí donde hace más falta la luz y la vida
del Resucitado.[33] En orden a que este impulso misionero sea cada vez más
intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia particular a
entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma.
31. El obispo siempre
debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el
ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un
solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces
estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo,
otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y
misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar
a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para
encontrar nuevos caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica,
abierta y misionera, tendrá que alentar y procurar la maduración de los
mecanismos de participación que propone el Código de Derecho Canónico[34] y otras formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a
todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos. Pero el objetivo de
estos procesos participativos no será principalmente la organización
eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy
llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una
conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a
las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo
vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades
actuales de la evangelización. El Papa Juan Pablo II pidió que se le
ayudara a encontrar «una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar
de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese sentido. También el papado y las
estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado
a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de modo
análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales
pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto
colegial tenga una aplicación concreta».[36] Pero este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se
ha explicitado suficientemente un estatuto de las Conferencias episcopales
que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también
alguna auténtica autoridad doctrinal.[37] Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la
Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en
clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre
se ha hecho así». Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de
repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos
evangelizadores de las propias comunidades. Una postulación de los fines
sin una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está
condenada a convertirse en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con
generosidad y valentía las orientaciones de este documento, sin
prohibiciones ni miedos. Lo importante es no caminar solos, contar siempre
con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y
realista discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos
poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar
el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la
selección interesada de contenidos que realizan los medios, el mensaje que
anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a
algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones que
forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto
que les da sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que
anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que,
sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje
de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que
nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o
que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio
que le otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en
clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una
multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia.
Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue
a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo
esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo
tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello
profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas las verdades
reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe,
pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el
corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la
belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y
resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay
un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por
ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las
enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de
Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía,
en las virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39] Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la
caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son la manifestación
externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu: «La principalidad
de la ley nueva está en la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en
la fe que obra por el amor».[40] Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia
es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más
grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más
aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se
tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su
omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante sacar
las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una
antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio
del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se
advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los
acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo
largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o
tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción
donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que
deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo
sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia
que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la
organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal
cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del
mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone
en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese
contexto todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a
otras. Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con
claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la
predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una
ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y
errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos
salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para
buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe
ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de
amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral
de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y
allí está nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo
que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder
su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
IV. La misión que se encarna en
los límites humanos
40. La Iglesia, que es
discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra
revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de
los teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia».[42] De otro modo también lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a
las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia
presta atención a sus aportes «para sacar indicaciones concretas que le
ayuden a desempeñar su misión de Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca
de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las
distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se
dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden
hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo
tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica
defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta
dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten
y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del
Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo,
los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una
constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un
lenguaje que permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de
la doctrina cristiana «una cosa es la substancia […] y otra la manera de
formular su expresión».[45] A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los
fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo
que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa
intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en
algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero
no entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la
expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas
de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje
evangélico en su inmutable significado».[46]
42. Esto tiene una gran
incidencia en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el propósito de
que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier
modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo
fácilmente comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre
conserva un aspecto de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de
su adhesión. Hay cosas que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión
que es hermana del amor, más allá de la claridad con que puedan percibirse
las razones y argumentos. Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento
ha de situarse en la actitud evangelizadora que despierte la adhesión del
corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante
discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres
propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy
arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la
misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden
ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la
transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo,
hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en
otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de
vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y
los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la
Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada
la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud,
cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda
actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de
pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente
llegar a todos.
44. Por otra parte,
tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la
fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta
claridad enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar
disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la
inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos
desordenados y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin
disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia
y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van
construyendo día a día.[50] A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una
sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos
estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes
límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor
salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de
sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la
tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las
circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en
un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que
pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe
de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1
Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades,
nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer
en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del
Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de
mancharse con el barro del camino.
V. Una madre de corazón abierto
46. La Iglesia «en
salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para
llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo
y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la
ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre
del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando
regrese, pueda entrar sin dificultad.
47. La Iglesia está
llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos
concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en
todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu
y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas
puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos
pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden
integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían
cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de
ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien
constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los
perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles.[51] Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que
estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos
comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada
uno con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia
entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin
excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el
Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los
amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que
suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué
recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben
explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los
pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio»,[52] y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del
Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un
vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo.
Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los
sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por
el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No
quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos
santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros
vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin
una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de
vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a
encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las
normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos
sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús
nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO
SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales
relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar brevemente
cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse
de un «exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado de propuestas
superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco nos serviría
una mirada puramente sociológica, que podría tener pretensiones de abarcar
toda la realidad con su metodología de una manera supuestamente neutra y
aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea de un discernimiento
evangélico. Es la mirada del discípulo misionero, que se «alimenta a la
luz y con la fuerza del Espíritu Santo».[53]
51. No es función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo
sobre la realidad contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a una
«siempre vigilante capacidad de estudiar los signos de los tiempos».[54] Se trata de una responsabilidad grave, ya que
algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más
adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y
también aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo
reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino –y
aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar las del
malo. Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros
documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los
episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo
detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de la
realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación
misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad del
Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos que participan de
un modo más directo en las instituciones eclesiales y en tareas
evangelizadoras.
I. Algunos desafíos del
mundo actual
52. La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos
ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los
avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el
ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no
podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo
vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas
patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del
corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La
alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la
violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para
vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha
generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y
acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones
tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la
naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la
información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.
No a una
economía de la exclusión
53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una
economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser
que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que
sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se
puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso
es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la
ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como
consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven
excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se
considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede
usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la
explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda
afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive,
pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se
está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del
«derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la
libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión
social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los
hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes
detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema
económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para
poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse
con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la
indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos
ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás
ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que
no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma
si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero
espectáculo que de ninguna manera nos altera.
No a la
nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación
que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que
atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis
antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado
nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la
economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave
carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una
sola de sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente,
las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría
feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía
absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen
el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien
común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que
impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además,
la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables
de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello
se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han
asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce
límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a
acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio
ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta.
No a un
dinero que gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo
de Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se
considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y
el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la
degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que
espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del
mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable,
inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización
y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética –una ética
no ideologizada– permite crear un equilibrio y un orden social más humano.
En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de
los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No
compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la
vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos».[55]
58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un
cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes
exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin
ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe
servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la
obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a
los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad
desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en
favor del ser humano.
No a la
inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que
no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre
los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la
violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un
caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la
sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de
sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de
inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no
sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los
excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto
en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que
es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar
silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más
sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución
y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a
partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del
llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo
sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación
del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la
inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad genera
tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven
ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman
mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión
violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos.
Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres
de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar
la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres
domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones–
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos
desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos
desafíos que puedan presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien
de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la
crisis de las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que
parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida
social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere
ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los
ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y
deseos personales.
62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo
provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la
globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces
culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas,
económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así lo han
manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los
Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis,
señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de
África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco.
Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los
cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del
mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural».[57] Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron
los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas.
Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de una
excesiva exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene como
consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los medios de
comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores
tradicionales».[58]
63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío
de la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al
fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios.
Esto es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente a la
sociedad materialista, consumista e individualista y, por otra parte, un
aprovechamiento de las carencias de la población que vive en las periferias
y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y
busca soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos
religiosos, que se caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar,
dentro del individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo
secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro
pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe
también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en
algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática
para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de
nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo
sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia
al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda
trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento
del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada,
especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable
a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de América,
mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales objetivas,
válidas para todos, «hay quienes presentan esta enseñanza como injusta,
esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen
provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia,
a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En este punto
de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular
y como si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en una sociedad de la información que
nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo nivel, y termina
llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de plantear las
cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una educación que
enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en
valores.
65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las
sociedades, en muchos países -aun donde el cristianismo es minoría- la
Iglesia católica es una institución creíble ante la opinión pública,
confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la
preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de
mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la
concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y
ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas
en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que,
cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública,
lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad humana
y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas
las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la
fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de
la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la
diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a sus
hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de
gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y
modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte
indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad
y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los
Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos
que aceptan entrar en una unión de vida total».[60]
67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de
vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las
personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral
debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y
alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos
interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países,
reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos
insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas,
de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a
llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas
formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución de
nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos
ciudadanos que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos
de la inculturación de la fe
68. El substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo
occidentales– es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los
más necesitados, una reserva moral que guarda valores de auténtico
humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de
reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su acción
libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos donde una
gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su
solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más
que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica
con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene
ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe,
porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más
recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del
secularismo actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe
y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más
justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber
reconocer con una mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para
inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de
acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de
otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de
procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan
proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo, desconocer que
siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social
necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas populares
de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía
deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la
violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias
fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es
precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y
liberarlas.
70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso
de la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de
ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan.
Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y
sentimental de la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad
popular». Algunos promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción
social y la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para
obtener beneficios económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco
podemos ignorar que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en
la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico. Es
innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con
la tradición católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y
no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades
de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo
familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida
cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la
adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos
de las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es
el destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la
revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se
realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada
contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en
sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña
las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo
y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la
solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa
presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se
oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a
tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos
de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo
territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes
rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por
sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la
existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso.
Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor
desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su
sed (cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías
humanas en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de
sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y
paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en
contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se elabora
en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las transformaciones de esas grandes
áreas y la cultura que expresan son un lugar privilegiado de la nueva
evangelización.[61] Esto requiere imaginar espacios de
oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y
significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la
influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas
transformaciones culturales que también operan cambios significativos en
sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de
relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los
valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos
relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más
profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un
ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse un entramado en
el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar la vida y
similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en
territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas formas culturales
conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de
violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo.
Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados
para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no
ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad
produce una suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que
ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas
dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta
contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo,
las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes
reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que,
si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan
el tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores,
el abandono de ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de
crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro
y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la
desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen más para aislar y
proteger que para conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será
una base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos,
porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn
10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el
Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos
advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de
evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo
humano e introducirse en el corazón de los desafíos como fermento
testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano
y fecunda la ciudad.
II. Tentaciones de
los agentes pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que
trabajan en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades
de los diversos agentes pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo
y desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar
acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio de la actual
cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y como deber de
justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro
dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la
Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan
la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en
precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por diversas
adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la
educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha
inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan
tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese
testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de superar
el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados
de algún modo por la cultura globalizada actual que, sin dejar de
mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también puede limitarnos,
condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear
espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales, «lugares
donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones
cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre
la propia existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y
a la belleza las propias elecciones individuales y sociales».[62] Al mismo tiempo, quiero llamar la atención
sobre algunas tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes
pastorales.
Sí al
desafío de una espiritualidad misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en
personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios
personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como
un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia
identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos
momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el
encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora.
Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una
acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una
caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces
transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un
cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes
pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les
lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se
produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que
son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión
evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría
misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener
lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven
forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo
espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo
todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más
profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este relativismo
práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no
existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes
no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun quienes
aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen
caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades
económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por
cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No
nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y
luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a
realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier
compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy
difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias
y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante
sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto
frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente
preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera
un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca
a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar
hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia
paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre
todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las
tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un
cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no
aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen
en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que
buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los
procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos
proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder
el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral
que lleva a prestar más atención a la organización que a las personas, y
entonces les entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen
en la acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El
inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no
toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente
fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la
vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con
normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad».[63] Se desarrolla la psicología de la tumba, que
poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados
con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante
tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera
del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».[64] Llamados a iluminar y a comunicar vida,
finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y
cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto
me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá
quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo –y los de la
Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro
fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es
capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de
la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en
que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de
la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos duelan las
miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor
realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad.
En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato Juan XXIII
en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a veces, a
nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que,
aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […]
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a
anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos
estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos
está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de
los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan
al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las
humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la
audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas
quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una
lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza
sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus
talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay
que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor
dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la
debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz,
pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con
una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la
derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de
la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación»
espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin
Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se
está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se
convierte en arena».[66] En otros países, la resistencia violenta al
cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el
país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto. También la
propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente árido
donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir
de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para
nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor
de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son
muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a
menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se
necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la
esperanza».[67] En todo caso, allí estamos llamados a ser
personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos
dejemos robar la esperanza!
Sí a las
relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana
han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y
transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de
tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo
caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad,
en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De este modo, las
mayores posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de
encuentro y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese camino,
¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir
de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar
el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada
opción egoísta que hagamos.
88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la
desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas
que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia
la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y
renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así
como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin
cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por
aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender y
apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr
el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que
interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un
constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne
es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del
servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios,
en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede
expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también
encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de
su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas
espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más
que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a
la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas
alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no
encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los
llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión
solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas
que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas,
porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura
popular. Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías
armonizadoras sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne,
tienen rostros. Son aptas para alimentar potencialidades relacionales y no
tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras sociedades crece
el aprecio por diversas formas de «espiritualidad del bienestar» sin
comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin compromisos fraternos o
por experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda
interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca
consistirá en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que
al mismo tiempo nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede
cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los demás,
y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra,
quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et
mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio que enferma el
corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único
camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud
adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin
resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a
Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es
aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos
agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la
fraternidad.[69]
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos
con los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una
fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza
sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe
tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que
sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás
como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí
donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor
son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del
mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una
pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la comunidad!
No a la
mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias
de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la
gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el
Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que
os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene
de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios
intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas,
de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista.
Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se
conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si
invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera
otra mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras
profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe
encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada
experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente
reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la
inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el
neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir
determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo
católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y
en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en
controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No
es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda
brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio
de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la
doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el
Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las
necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se
convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la
misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por
mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la
gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de
autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en
diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de
salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un
funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y
evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino
la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de
Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos
elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas
multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el
disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se
conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos
derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando.
¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y
bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra
historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de
esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de
constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de
nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo
que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos
nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida
de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos,
rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione,
destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia.
Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su
inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus
pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda
corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia
en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega
a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes
espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto
al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en
nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No
nos dejemos robar el Evangelio!
No a la
guerra entre nosotros
98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades,
¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras
por envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual
lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se
interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad
económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la
Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más que pertenecer a la
Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se
siente diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido
por un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta
unos contra otros en pos del propio bienestar. En diversos países resurgen
enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los
cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente
un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y
resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros,
cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto reconocerán
que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn
13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la
tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo
puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de
todos.
100. A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta
difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que
interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la
memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades
auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae.
Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y
aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio,
divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer
las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que
parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con
esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué
bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros
en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige
la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al
mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos de hacer
el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás
ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor
yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y por ella».
Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el amor,
y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal
del amor fraterno!
Otros desafíos
eclesiales
102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de
Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido
la conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se
cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido
de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la
catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta
responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se
manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no
se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no
encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y
actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de
las decisiones. Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los
ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de
los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita
muchas veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la
aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación
de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e intelectuales
constituyen un desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la
sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares
que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo,
la especial atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo
particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo
muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los
sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de
grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario
ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la
Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de
la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres
también en el ámbito laboral»[72] y en los diversos lugares donde se toman las
decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras
sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres,
a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma
dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que
no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los
varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es
una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse
particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad
sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no
de la dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es uno de los medios
que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del
Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con
Cristo Cabeza –es decir, como fuente capital de la gracia– no implica una
exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones
«no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros».[74] De hecho, una mujer, María, es más importante
que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se
considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está ordenada totalmente
a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo».[75] Su clave y su eje no son el poder entendido
como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la
Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al
pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que
podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al
posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en
los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a
desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes,
en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes,
necesidades, problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos
con paciencia, comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a
hablarles en el lenguaje que ellos comprenden. Por esa misma razón, las
propuestas educativas no producen los frutos esperados. La proliferación y
crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente juveniles
pueden interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos nuevos
acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de un
sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin
embargo, ahondar en la participación de éstos en la pastoral de
conjunto de la Iglesia.[76]
106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en
dos aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y
educa, y la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe
reconocer que, en el contexto actual de crisis del compromiso y de los
lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los
males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y
voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia, integran grupos
de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias diócesis o en
otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de la
fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada
rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la
vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las
comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni
suscita atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los
demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los sacerdotes
son poco entregados y alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la
comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a
la evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora insistentemente por
las vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial
consagración. Por otra parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se
tiene más clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de los
candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los seminarios con cualquier
tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades
afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar
económico.
108. Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo,
pero invito a las comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a
partir de la conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Espero que,
cuando lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la
realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los
jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los
ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a
no repetir tontamente los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman
a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas
tendencias de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos
quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son
cauces de vida en el mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin
perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos
robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO
TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad
actual, quiero recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y
lugar, porque «no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación
explícita de que Jesús es el Señor», y sin que exista un «primado de la
proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de evangelización».[77] Recogiendo las inquietudes de los Obispos
asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente
y progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».[78] Esto vale para todos.
I. Todo el Pueblo
de Dios anuncia el Evangelio
111. La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de
la evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque
es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio
que hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en
un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda
necesaria expresión institucional. Propongo detenernos un poco en esta
forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y
gratuita iniciativa de Dios.
Un pueblo para todos
112. La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No
hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don
tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a nuestros corazones para
hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de
responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo
como sacramento de la salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que
la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene
de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos
esta iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él–
evangelizadores».[81] El principio de la primacía de la gracia
debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la
evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la
Iglesia, es para todos,[82] y Dios ha gestado un camino para unirse a cada
uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como
pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie se salva solo, esto es, ni como
individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en
cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida
en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es
la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un
grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios,
en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se
sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace
con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran
proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio
de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este
mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que
alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia
tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo
pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida
buena del Evangelio.
Un
pueblo con muchos rostros
115. Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra,
cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una
valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida
cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que
tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de
relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida,
la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo.[84] Cada pueblo, en su devenir histórico,
desarrolla su propia cultura con legítima autonomía.[85] Esto se debe a que la persona humana «por su
misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»,[86] y está siempre referida a la sociedad, donde
vive un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está
siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan unidas
estrechísimamente».[87] La gracia supone la cultura, y el don de Dios
se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de
pueblos han recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida
cotidiana y la han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando
una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda
su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio. De modo que, como
podemos ver en la historia de la Iglesia, el cristianismo no tiene un único
modo cultural, sino que, «permaneciendo plenamente uno mismo, en total
fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo
también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido
acogido y arraigado».[88] En los distintos pueblos, que experimentan el
don de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina
catolicidad y muestra «la belleza de este rostro pluriforme».[89] En las manifestaciones cristianas de un pueblo
evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos
aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la
inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos con sus culturas en su
misma comunidad»,[90] porque «toda cultura propone valores y formas
positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y vivir el
Evangelio».[91] Así, «la Iglesia, asumiendo los valores de las
diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”, “la novia
que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».[92]
117. Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de
la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien
transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión
perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él
construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu
Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor entre el Padre y el
Hijo.[93] Él es quien suscita una múltiple y diversa
riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce
gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la
Iglesia. No haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un
cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas
culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y
al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se
identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por
ello, en la evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han
acogido la predicación cristiana, no es indispensable imponer una
determinada forma cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la
propuesta del Evangelio. El mensaje que anunciamos siempre tiene algún
ropaje cultural, pero a veces en la Iglesia caemos en la vanidosa
sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos mostrar más
fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle
una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de
las tradiciones y culturas de la región», e instaron «a todos los
misioneros a operar en armonía con los cristianos indígenas para asegurar
que la fe y la vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas adecuadas
a cada cultura».[94] No podemos pretender que los pueblos de todos
los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que
encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia,
porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y
de la expresión de una cultura.[95] Es indiscutible que una sola cultura no agota
el misterio de la redención de Cristo.
Todos
somos discípulos misioneros
119. En todos los bautizados, desde el primero hasta el último,
actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El
Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible «in
credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y
lo conduce a la salvación.[96] Como parte de su misterio de amor hacia la
humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la
fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que
viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos
una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que
los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental
adecuado para expresarlas con precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de
Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada
uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el
grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería
inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por
actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de
sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo
de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado
dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la
evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas
instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha
encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos
«discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros».
Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes
inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo
gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana,
apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos
samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn
4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo,
«enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20).
¿A qué esperamos nosotros?
121. Por supuesto que todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una
profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio. En
ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen
constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la misión
evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso, todos
somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor
salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su
cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu
corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has
descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo
que necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una
excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse
en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo
cristiano está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que
lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera
[...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
La
fuerza evangelizadora de la piedad popular
122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los
que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos,
agentes de la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador
de su cultura y el protagonista de su historia. La cultura es algo
dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y cada generación le
transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las distintas
situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus propios
desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la
que pertenece».[97] Cuando en un pueblo se ha inculturado el
Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de
maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la evangelización
entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir
en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe
recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede
decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo».[98] Aquí toma importancia la piedad popular,
verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios.
Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu Santo
es el agente principal.[99]
123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe
recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún
tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las
décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso
decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una
sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace capaz de generosidad y sacrificio
hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe».[101] Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en
América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia
católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos».[102]
124. En el Documento de Aparecida se describen las riquezas
que el Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa
gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos
expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos la llaman también
«espiritualidad popular» o «mística popular».[103] Se trata de una verdadera «espiritualidad
encarnada en la cultura de los sencillos».[104] No está vacía de contenidos, sino que los
descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum
que el credere Deum.[105] Es «una manera legítima de vivir la fe, un
modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»;[106] conlleva la gracia de la misionariedad, del
salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el
participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando
a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador».[107] ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa
fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la
mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la
connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal
presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus
pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo
enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las
proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una
vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en
esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo
Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda
natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada
por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros
corazones (cf. Rm 5,5).
126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado,
subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar:
sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a
alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que
es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen
mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico
al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la
nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación
misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea
cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno
trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación
informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la
que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la
disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce
espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el
trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer
momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte
sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y
tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es
posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de
un modo narrativo, pero siempre recordando el anuncio fundamental: el amor
personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo
ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se comparte con una
actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia
de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A
veces se expresa de manera más directa, otras veces a través de un
testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo
Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y
misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes
que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá
que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse
siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que
expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan
diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo
de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente,
si el Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a
través del anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en
aquellos países donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada
bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar
activamente formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe
procurarse, en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada
con categorías propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva
síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre lentos, a veces
el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y temores
sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos,
simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese
caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación,
sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia.
Carismas
al servicio de la comunión evangelizadora
130. El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia
evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la
Iglesia.[108] No son un patrimonio cerrado, entregado a un
grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en
el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se
encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de
un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente
en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos. Una
verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras
sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la
medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio,
más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un
carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este
desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son
incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar
de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa
por atracción. La diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la
ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la diversidad, la
pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En
cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos
encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
Cultura,
pensamiento y educación
132. El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las
culturas profesionales, científicas y académicas. Se trata del encuentro
entre la fe, la razón y las ciencias, que procura desarrollar un nuevo
discurso de la credibilidad, una original apologética[109] que ayude a crear las disposiciones para
que el Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la
razón y de las ciencias son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas
categorías se convierten en instrumentos de evangelización; es el agua
convertida en vino. Es aquello que, asumido, no sólo es redimido sino que
se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a
cada persona, y el Evangelio también se anuncia a las culturas en su
conjunto, la teología –no sólo la teología pastoral– en diálogo con otras
ciencias y experiencias humanas, tiene gran importancia para pensar cómo
hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de contextos
culturales y de destinatarios.[110] La Iglesia, empeñada en la
evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo
por la investigación teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las
culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este servicio
como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que,
para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de
escritorio.
134. Las Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y
desarrollar este empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e
integrador. Las escuelas católicas, que intentan siempre conjugar la tarea
educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy
valioso a la evangelización de la cultura, aun en los países y ciudades
donde una situación adversa nos estimule a usar nuestra creatividad para
encontrar los caminos adecuados.[111]
II. La homilía
135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que
requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré
particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su
preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con
este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la
piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un
Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha
importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces
sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La
homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu,
un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en
la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del
predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana.
San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor
ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17).
Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a
escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados
bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como
quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles,
a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a
predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los
pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la
Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no
es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo
de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la
salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza».[112] Hay una valoración especial de la
homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda
catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo,
antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que
ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer
el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo
de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no
pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde
a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el
sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una
predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por
consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante
una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración
de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos
características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y
el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la
liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y
como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este
mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al
predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la
vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar
excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
La
conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del
Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta
convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y
predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el
hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe
amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado
en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor
que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus
diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana,
por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua
viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene
que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua
materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de
«cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y
el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que
transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo
del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía
cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del
estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la
homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu
materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de
una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar
con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente
común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto
se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus
debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le
ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese
espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los
pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado
a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar
con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a
su gente.
Palabras
que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se
realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre
los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en
cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La
predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se
convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre
corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi
sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la
Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la
mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de
fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que
el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del
pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de
Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que
se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don
antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la
síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu
corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas
sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón.
El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones
que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su
pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la
caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los
creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se
hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía
quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de
manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La
palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que
dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de
que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino
iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa
Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a
lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo
bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos
pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre
misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se
sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del
que predica el Evangelio.
III. La preparación de la
predicación
145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante
que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión
y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un
camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos
podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar
la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio.
Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la
multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que
todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario
suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas
también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la
predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica
ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no
se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones
que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es
prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la
predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el
mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad».[113] Es la humildad del corazón que reconoce que
la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los
árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y asombrada veneración
de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con
un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace
falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación
que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la
pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados
rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación
requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las
cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha
querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el
tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que
tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el
significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que
parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico
que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto
del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras,
que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos
correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los
diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las
palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el
dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los
personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal,
el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este
esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el
autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo
reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido
producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado
para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser
utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no
debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue
escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos
para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del
mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la
enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un
principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que
el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que
en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad
de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones
equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas
Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico
del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una predicación
tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del
texto que se ha proclamado.
La
personalización de la Palabra
149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran
familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su
aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita
acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre
a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada domingo,
nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos
crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra».[116] Como dice san Pablo, «predicamos no buscando
agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1
Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la
Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra
al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt
12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el
corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy
exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se
dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el
dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis
maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un
juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar
dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia
concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan
intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».[117] Por todo esto, antes de preparar
concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que
aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la
división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene
un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».[118]
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos
siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el
camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el
predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha
salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta
belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y
deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se
detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque
su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no
dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso
profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el
reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre
podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro,
pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como
seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes
de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador,
pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El
Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los
comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y
conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría
hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere
decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que
llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de
Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos
renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que
realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al
contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese
mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe
partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir
a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias
decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en
definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar
esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el
mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es
bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto?
¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este
texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me
estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno
intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es
simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy
común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar
aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar
excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras
veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no
estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a
perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie
es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él.
Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si
todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente
quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin
mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le
pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo,para
descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un
contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa
manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras
de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o
cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con
sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del texto
bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no
responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente
religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer
en los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar algo interesante
para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir
en una determinada circunstancia».[122] Entonces, la preparación de la predicación se
convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se
intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en
una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama
al creyente».[123]
155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna
experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las
desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la
inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero
hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver
realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder
preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la
actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas
televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la
Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque
a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad
en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo
que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de
desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o
no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada
de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del
contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de
la evangelización».[124] La preocupación por la forma de predicar
también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de
Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a
la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor
al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad.
En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la
predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu
discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos,
que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los
esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es
decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más
comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar
sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar
el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el
mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la
propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que
se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección
del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe
contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta
predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa,
acomodada».[125] La sencillez tiene que ver con el lenguaje
utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no
correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los
predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los
cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio
lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden
espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para
poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita
compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La
sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy
sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver
incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata
varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es
procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir
fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo
que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo
caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor
positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica
o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza,
orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué
bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para
encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
IV. Una
evangelización para la profundización del kerygma
160. El envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento
de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado»
(Mt 28,20). Así queda claro que el primer anuncio debe provocar
también un camino de formación y de maduración. La evangelización también
busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a cada persona y el
proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser humano necesita más y más de
Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se conforme
con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este llamado al crecimiento
exclusiva o prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de
«observar» lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde
se destaca, junto con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el
primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste
es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn
15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren
reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral
cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo:
«Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo que amar
es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el
precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y
razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y
presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de crecimiento
en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos
con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También
Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley real según la
Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no
fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está
siempre precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del
Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el
Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9;
1 Co 4,7) son la condición de posibilidad de esta santificación
constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar
en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm 8,5).
Una
catequesis kerygmática y mistagógica
163. La educación y la catequesis están al servicio de este
crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y subsidios sobre
la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos episcopados.
Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979),
el Directorio general para la catequesis
(1997) y otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir
aquí. Quisiera detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece
conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol
fundamental el primer anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro
de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El
kerygma es trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma
de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección
nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca
del catequista vuelve a resonar siempre el primer anuncio: «Jesucristo te
ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para
iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando a este primer
anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al comienzo y
después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el
primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal,
ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que
siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la
catequesis, en todas sus etapas y momentos.[126] Por ello también «el sacerdote, como la
Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser
evangelizado».[127]
165. No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es
abandonado en pos de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más
sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio.
Toda formación cristiana es ante todo la profundización del kerygma
que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar
la tarea catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido de
cualquier tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que
responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La
centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio
que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de
Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y
que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo,
vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a
unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al
evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio:
cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en
las últimas décadas, es la de una iniciación mistagógica,[128] que significa básicamente dos cosas: la
necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda
la comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la
iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado
interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar
formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad
educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está
centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un
amplio proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de
la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al
«camino de la belleza» (via pulchritudinis).[129] Anunciar a Cristo significa mostrar que
creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también
bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo
profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones
de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a
encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo
estético,[130] que pueda oscurecer el lazo inseparable
entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza
para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y
la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos
sino lo que es bello,[131] el Hijo hecho hombre, revelación de la
infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de
amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via
pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que
cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea
evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en
la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la
fe en un nuevo «lenguaje parabólico».[132] Hay que atreverse a encontrar los nuevos
signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la
Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes
ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza,
que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se
han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que
invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene
manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida, de madurez, de
realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra
denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en
diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro
o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de
propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en
una vida fiel al Evangelio.
El
acompañamiento personal de los procesos de crecimiento
169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la
vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente
enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para
contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea
necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes
pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de
Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos
–sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para
que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada
del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo
sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero
que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar
más y más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos
se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se
quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde
retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que
giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El
acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de
terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje
de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su
experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la
prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al
Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los
lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte
de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el
otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la
cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a
encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila
condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y
compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento,
despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente
al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en
la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que
enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad de las virtudes se
da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos
virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas,
paso a paso, a la plena asimilación del misterio».[134] Para llegar a un punto de madurez, es decir,
para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y
responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía
el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto
ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer
plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a
crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de
sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su
responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De
todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la
pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a
abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el
Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de
expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos
enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para
encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se
lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La
relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y
formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía
la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt
1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal y para
la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de
acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos
misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno
a la Palabra de Dios
174. No sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda
la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida,
celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la
evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la
escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente
evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el
corazón de toda actividad eclesial».[135] La Palabra de Dios escuchada y
celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a
los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico
en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición entre
Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la
recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima
eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta
abierta a todos los creyentes.[136] Es fundamental que la Palabra revelada
fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la
fe.[137] La evangelización requiere la
familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias
y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y
perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y
comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a tientas ni
necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios
ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado».[139] Acojamos el sublime tesoro de la Palabra
revelada.
CAPÍTULO
CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios.
Pero «ninguna definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica,
compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo
de empobrecerla e incluso mutilarla».[140] Ahora quisiera compartir mis inquietudes
acerca de la dimensión social de la evangelización precisamente porque, si
esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo
de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión
evangelizadora.
I. Las
repercusiones comunitarias y sociales del kerygma
177. El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en
el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con
los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión
moral cuyo centro es la caridad.
Confesión
de la fe y compromiso social
178. Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano
implica descubrir que «con ello le confiere una dignidad infinita».[141] Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra
carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón
mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide
conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser
humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no
redime solamente la persona individual, sino también las relaciones
sociales entre los hombres».[142] Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos
implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los
vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia
de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos,
incluso los más complejos e impenetrables».[143] La evangelización procura cooperar también
con esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad
nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual
no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio
reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción
humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción
evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar
por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la
vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción:
desear, buscar y cuidar el bien de los demás.
179. Esta inseparable conexión entre la recepción del anuncio
salvífico y un efectivo amor fraterno está expresada en algunos textos de
las Escrituras que conviene considerar y meditar detenidamente para extraer
de ellos todas sus consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos
acostumbramos, lo repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de
que tenga una real incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades.
¡Qué peligroso y qué dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder
el asombro, la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la
fraternidad y la justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está
la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo
que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí»
(Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión
trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2);
y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como
vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis
y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […]
Con la medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que
expresan estos textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el
hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma
moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de
crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de
Dios. Por eso mismo «el servicio de la caridad es también una dimensión
constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su
propia esencia».[144] Así como la Iglesia es misionera por
naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la caridad
efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve.
El Reino que nos
reclama
180. Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta
del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra
respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños
gestos personales dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual
podría constituir una «caridad a la carta», una serie de acciones tendentes
sólo a tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es el Reino de
Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el
mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social
será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos.
Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar
consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de
Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33).
El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus
discípulos: «¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y
nos recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con
relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre».[145] Sabemos que «la evangelización no sería
completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso
de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal
y social del hombre».[146] Se trata del criterio de
universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea
que todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en
«recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un
solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el
mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15),
porque «toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos
de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir también todos los
aspectos de la vida humana, de manera que «la misión del anuncio de la
Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de
caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas,
todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo
humano le puede resultar extraño»[147]. La verdadera esperanza cristiana, que busca
el Reino escatológico, siempre genera historia.
La
enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes
están sujetas a mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión,
pero no podemos evitar ser concretos –sin pretender entrar en detalles–
para que los grandes principios sociales no se queden en meras
generalidades que no interpelan a nadie. Hace falta sacar sus consecuencias
prácticas para que «puedan incidir eficazmente también en las complejas
situaciones actuales».[148] Los Pastores, acogiendo los aportes de las
distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello
que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea evangelizadora
implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Ya no se puede
decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo
para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad
de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud
eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm
6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión
cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al orden
social y a la obtención del bien común».[149]
183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la
religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en
la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las
instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos
que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y
acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de
Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe –que nunca es cómoda
e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la
tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a
la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus
anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra
casa común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y
del Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no puede ni
debe quedarse al margen en la lucha por la justicia».[150] Todos los cristianos, también los Pastores,
están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor. De eso
se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo
y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese sentido no deja
de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya
llevan a cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades
eclesiales, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito
práctico».[151]
184. No es el momento para desarrollar aquí todas las graves
cuestiones sociales que afectan al mundo actual, algunas de las cuales
comenté en el capítulo segundo. Éste no es un documento social, y para
reflexionar acerca de esos diversos temas tenemos un instrumento muy
adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la
propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí
lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas,
nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una
solución con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco
nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con
objetividad la situación propia de su país».[152]
185. A continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones
que me parecen fundamentales en este momento de la historia. Las
desarrollaré con bastante amplitud porque considero que determinarán el
futuro de la humanidad. Se trata, en primer lugar, de la inclusión social
de los pobres y, luego, de la paz y el diálogo social.
II. La inclusión
social de los pobres
186. De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los
pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los
más abandonados de la sociedad.
Unidos a
Dios escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser
instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de
manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que
seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo.
Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere
escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi pueblo en
Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…» (Ex
3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los
israelitas clamaron al Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc
3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los
instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad
del Padre y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y
tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad
en sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con Dios: «Si te
maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si
4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del
mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo
puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos
también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura del
clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros
campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los
segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este
clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de
nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos:
«La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al
hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él
con todas sus fuerzas».[153]En este marco se comprende el pedido de Jesús
a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo cual
implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la
pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los
gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas
que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces
se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de
generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de
comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los
bienes por parte de algunos.
189. La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la
función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como
realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los
bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan
mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la
decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas convicciones y
hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a otras
transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las
estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que
esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e
ineficaces.
190. A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros,
de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en
el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos
de los pueblos».[154] Lamentablemente, aun los derechos humanos
pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los
derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos.
Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar
siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y
que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor
desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay
que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus
derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los
demás».[155] Para hablar adecuadamente de nuestros
derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de
otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en
una solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí
mismos artífices de su destino»,[156] así como «cada hombre está llamado a
desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por
sus Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan
bien expresaron los Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las
alegrías y esperanzas, las angustias y tristezas del pueblo brasileño,
especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y de las zonas
rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin salud– lesionadas en sus
derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo su
sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento
suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los
bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada
del desperdicio».[158]
192. Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No
hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino
de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno».[159] Esto implica educación, acceso al cuidado de
la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo,
participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad
de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes
que están destinados al uso común.
Fidelidad
al Evangelio para no correr en vano
193. El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne
en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno.
Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia,
para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio
proclama: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt
5,7). El Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los demás nos
permite salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como
corresponde a quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá
un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la
misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago se
muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del
postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor salvífico:
«Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con
misericordia para con los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn
4,24). En esta misma línea, la literatura sapiencial habla de la limosna
como ejercicio concreto de la misericordia con los necesitados: «La limosna
libra de la muerte y purifica de todo pecado» (Tb 12,9). Más
gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego
llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis
aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por
otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe
4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la
Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el
individualismo hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en
peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del
mismo modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos
turbamos, una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de
misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos
ofrezca en la que podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente,
que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La
reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar
su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y
fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales
están para favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y
no para alejarnos de ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones
bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al servicio
humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre. Jesús
nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con
sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos
sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este
camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de «la
ortodoxia» se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de
complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a
los regímenes políticos que las mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para
discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio
clave de autenticidad que le indicaron fue que no se olvidara de los pobres
(cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para que las comunidades paulinas
no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de los paganos,
tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde tiende a
desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La belleza misma del
Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero
hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por
aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos,
nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo
y de distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de
alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que,
en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más
difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad
interhumana».[162]
El lugar
privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios
197. El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres,
tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino
de nuestra redención está signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros
a través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño pueblo
perdido en la periferia de un gran imperio. El Salvador nació en un
pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres; fue
presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no
podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7);
creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para
ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes
de desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el
Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de
dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de
su corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os
pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y me
disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del
cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría
teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les
otorga «su primera misericordia».[163] Esta preferencia divina tiene consecuencias
en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos
sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia
hizo una opción por los pobres entendida como una «forma especial de
primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio
toda la tradición de la Iglesia».[164] Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está
implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por
nosotros, para enriquecernos con su pobreza».[165] Por eso quiero una Iglesia pobre para los
pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario
que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus
amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría
que Dios quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en
programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es
un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro
«considerándolo como uno consigo».[166] Esta atención amante es el inicio de una verdadera
preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente
su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de
ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre
es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por
vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por
el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis».[167] El pobre, cuando es amado, «es estimado como
de alto valor»,[168] y esto diferencia la auténtica opción por los
pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los
pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta
cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de
liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad
cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande
y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?».[169] Sin la opción preferencial por los más
pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el
riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la
actual sociedad de la comunicación nos somete cada día».[170]
200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la
Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que
sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de
los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no
podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la
celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y
de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe
traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y
prioritaria.
201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque
sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es
una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o
profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la
vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de
las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea
transformada por el Evangelio,[171]nadie puede sentirse exceptuado de la
preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión
espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la
justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son
requeridos a todos».[172] Temo que también estas palabras sólo
sean objeto de algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica.
No obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones de los
cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente nuevos caminos para
acoger esta renovada propuesta.
Economía
y distribución del ingreso
202. La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza
no puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener
resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad
que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis.
Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían
pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente
los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los
mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad,[173] no se resolverán los problemas del mundo y en
definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.
203. La dignidad de cada persona humana y el bien común son
cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces
parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso
político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral.
¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se
hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se
hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las
fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles,
molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.
Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un manoseo
oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones
vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La vocación de
un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un
sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para
todos los bienes de este mundo.
204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano
invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el
crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas,
mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución
del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral
de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer
un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a
remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la
rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de
entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las
raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La
política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más
preciosas de la caridad, porque busca el bien común.[174] Tenemos que convencernos de que la caridad
«no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la
familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las
relaciones sociales, económicas y políticas».[175] ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos
a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros levanten
la mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que haya trabajo digno,
educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no
acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a partir
de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad
política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la
economía y el bien común social.
206. La economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte
de alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo
entero. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del
planeta repercute en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al
margen de una responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más
difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones
globales, por lo cual la política local se satura de problemas a resolver.
Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en
estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que,
dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar
económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda
subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia
para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también
correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o
critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad
espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o
con discursos vacíos.
208. Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las
expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier
interés personal o ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni
la de un opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos que están
esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y egoísta,
puedan liberarse de esas cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de
pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que dignifique su paso por
esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en
persona, se identifica especialmente con los más pequeños (cf. Mt
25,40). Esto nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a
cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo
«exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir para que los
lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas
formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo
sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e
inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los
pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc. Los
migrantes me plantean un desafío particular por ser Pastor de una Iglesia
sin fronteras que se siente madre de todos. Por ello, exhorto a los países
a una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la
identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué
hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran
a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de
desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan,
favorecen el reconocimiento del otro!
211. Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las
diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de
Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9).
¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día
en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que
utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas
porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de
complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está
instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos
preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de
exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con
menores posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo, también entre
ellas encontramos constantemente los más admirables gestos de heroísmo
cotidiano en la defensa y el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con
predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos
e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana
en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y
promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente,
para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas,
se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y
conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está
íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la
convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo
y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae,
no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos
humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de
los poderosos de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor
inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe,
«toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza
delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre».[176]
214. Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia
interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe
esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser
completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas
reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender resolver los
problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos
hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en
situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida
solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que
crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto
de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de
tanto dolor?
215. Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan
a merced de los intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero
al conjunto de la creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios,
sino custodios de las demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios
nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la
desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos
lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación. No
dejemos que a nuestro paso queden signos de destrucción y de muerte que
afecten nuestra vida y la de las futuras generaciones.[177] En este sentido, hago propio el bello y
profético lamento que hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas:
«Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados
con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban por el aire, sus plumas
brillantes y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde de los
bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas
especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en un
páramo [...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos de
marrón chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva
de la tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces en
alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado?
¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en cementerios
subacuáticos despojados de vida y de color?».[178]
216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de
Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del
pueblo y del mundo en que vivimos.
III. El bien común y
la paz social
217. Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la
Palabra de Dios menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una
mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los
otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para
justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más
pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan
sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven
como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la
distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos
humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de
escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la
persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de
algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se
ven afectados, es necesaria una voz profética.
219. La paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del
equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día,
en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia
más perfecta entre los hombres».[179] En definitiva, una paz que no surja como
fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre
será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social
de sus vidas configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un
pueblo, no como masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que
«el ser ciudadano fiel es una virtud y la participación en la vida política
es una obligación moral».[180] Pero convertirse en pueblo es todavía
más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve
involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y
aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una
pluriforme armonía.
221. Para avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia
y fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares
propias de toda realidad social. Brotan de los grandes postulados de la
Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y
fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración
de los fenómenos sociales».[181] A la luz de ellos, quiero proponer ahora
estos cuatro principios que orientan específicamente el desarrollo de la
convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se
armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de que su
aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro de cada nación y
en el mundo entero.
El
tiempo es superior al espacio
222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La
plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que
se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia
a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es
expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos
viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del
horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que
atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de
un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse
por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones
difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la
realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando
prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en la
actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en
lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a
enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar
posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar
los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse
de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los
espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en
constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las
acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras
personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en
importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí
convicciones claras y tenacidad.
224. A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual
se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que
por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil,
rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia
los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: «El
único patrón para valorar con acierto una época es preguntar hasta qué
punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica razón de ser la
plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y
las posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio también es muy propio de la evangelización, que
requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el
camino largo. El Señor mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces
a sus discípulos que había cosas que no podían comprender todavía y que era
necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13). La parábola
del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto
importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo
puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es
vencido por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
La
unidad prevalece sobre el conflicto
226. El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser
asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los
horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos
detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad
profunda de la realidad.
227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen
adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con
su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros,
pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones
e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una
tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar
sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo
proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las
diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan
a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su
dignidad más profunda. Por eso hace falta postular un principio que es
indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al
conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante,
se convierte así en un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente
donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una
unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un sincretismo
ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano
superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades
en pugna.
229. Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado
todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y
espíritu, persona y sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de
todo en sí es la paz. Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio
evangélico comienza siempre con el saludo de paz, y la paz corona y
cohesiona en cada momento las relaciones entre los discípulos. La paz es
posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad
permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20).
Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar a
descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta
pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia vida
siempre amenazada por la dispersión dialéctica.[183] Con corazones rotos en miles de fragmentos
será difícil construir una auténtica paz social.
230. El anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la
convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades.
Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis. La
diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de
reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger
una «diversidad reconciliada», como bien enseñaron los Obispos del Congo:
«La diversidad de nuestras etnias es una riqueza [...] Sólo con la unidad,
con la conversión de los corazones y con la reconciliación podremos hacer
avanzar nuestro país».[184]
La
realidad es más importante que la idea
231. Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad.
La realidad simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe
instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de
la realidad. Es peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la
imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un tercer principio: la
realidad es superior a la idea. Esto supone evitar diversas formas de
ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo
relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que
reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los
intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las elaboraciones conceptuales– está en función de la
captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea
desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces,
que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la
realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del nominalismo
formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se manipula la verdad, así
como se suplanta la gimnasia por la cosmética.[185] Hay políticos –e incluso dirigentes
religiosos– que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los
sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque
se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a
la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una
racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la
encarnación de la Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el
Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en
carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio de realidad, de una Palabra
ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es esencial a la
evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de la Iglesia
como historia de salvación, a recordar a nuestros santos que inculturaron
el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica tradición
bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento
desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio. Por
otro lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a
realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No
poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre
arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos
que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.
El todo
es superior a la parte
234. Entre la globalización y la localización también se produce una
tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una
mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo
local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. Las dos cosas
unidas impiden caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los
ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante, miméticos
pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del mundo,
que es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que se
conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a
repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente
y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
235. El todo es más que la parte, y también es más que la mera suma
de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones
limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un
bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse,
sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la
historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño,
en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una
persona que conserva su peculiaridad personal y no esconde su identidad,
cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula sino que recibe
siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo. No es ni la esfera
global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes,
donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos
y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las
parcialidades que en él conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral
como la acción política procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada
uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias
potencialidades. Aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus
errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de
los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad;
es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que
verdaderamente incorpora a todos.
237. A los cristianos, este principio nos habla también de la
totalidad o integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos
envía a predicar. Su riqueza plena incorpora a los académicos y a los
obreros, a los empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular
acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de
oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta. La Buena
Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de
sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la
oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que
fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a
todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es
inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a
todos, hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y
hasta que no integra a todos los hombres en la mesa del Reino. El todo es
superior a la parte.
IV. El
diálogo social como contribución a la paz
238. La evangelización también implica un camino de diálogo. Para la
Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los
cuales debe estar presente, para cumplir un servicio a favor del pleno
desarrollo del ser humano y procurar el bien común: el diálogo con los
Estados, con la sociedad –que incluye el diálogo con las culturas y con las
ciencias– y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica.
En todos los casos «la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe»,[186] aporta su experiencia de dos mil años y
conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres
humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un
significado que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a
ampliar sus perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y
está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e
internacionales para cuidar este bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo,
que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización
anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y testimonio
creíble de una vida reconciliada.[187] Es hora de saber cómo diseñar, en una
cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de
consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una
sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto
histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una
fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos
para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un
sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un
pacto social y cultural.
240. Al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de
la sociedad.[188] Sobre la base de los principios de
subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y
creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser
delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este papel, en
las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no
tiene soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las
diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la
dignidad de la persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone
con claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para
transmitir convicciones que luego puedan traducirse en acciones políticas.
El
diálogo entre la fe, la razón y las ciencias
242. El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción
evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo se rehúsan
a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de las propias
de las ciencias positivas».[190] La Iglesia propone otro camino, que
exige una síntesis entre un uso responsable de las metodologías propias de
las ciencias empíricas y otros saberes como la filosofía, la teología, y la
misma fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que trasciende la
naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le tiene miedo a la razón; al
contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz de la razón y la de la
fe provienen ambas de Dios»,[191] y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización
está atenta a los avances científicos para iluminarlos con la luz de la fe
y de la ley natural, en orden a procurar que respeten siempre la
centralidad y el valor supremo de la persona humana en todas las fases de
su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida gracias a este
diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las
posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias.
Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial
que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias,
manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico,
vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la
fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión
científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente
comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos
científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se
extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la
propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una
determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico
y fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que
pide «que todos sean uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio
cristiano sería mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la
Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos
hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo, están, sin
embargo, separados de su plena comunión».[192] Tenemos que recordar siempre que somos
peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso hay que confiar el corazón al compañero
de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que
buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo
artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan
por la paz!» (Mt 5,9). En este empeño, también entre nosotros, se
cumple la antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is
2,4).
245. Bajo esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la
familia humana. La presencia en el Sínodo del Patriarca de Constantinopla,
Su Santidad Bartolomé I, y del Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan
Douglas Williams, fue un verdadero don de Dios y un precioso testimonio
cristiano.[193]
246. Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre
cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de
unidad se vuelve urgente. Los misioneros en esos continentes mencionan
reiteradamente las críticas, quejas y burlas que reciben debido al
escándalo de los cristianos divididos. Si nos concentramos en las
convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía de
verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de
anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido
el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el
empeño por una unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser
mera diplomacia o cumplimiento forzado, para convertirse en un camino
ineludible de la evangelización. Los signos de división entre los
cristianos en países que ya están destrozados por la violencia agregan más
motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos ser un atractivo
fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos unen! Y si
realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu, ¡cuántas
cosas podemos aprender unos de otros! No se trata sólo de recibir
información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que
el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Sólo
para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los
católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de
la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A
través de un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más
a la verdad y al bien.
Las
relaciones con el Judaísmo
247. Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza
con Dios jamás ha sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son
irrevocables» (Rm 11,29). La Iglesia, que comparte con el Judaísmo
una parte importante de las Sagradas Escrituras, considera al pueblo de la
Alianza y su fe como una raíz sagrada de la propia identidad cristiana (cf.
Rm 11,16-18). Los cristianos no podemos considerar al Judaísmo como
una religión ajena, ni incluimos a los judíos entre aquellos llamados a
dejar los ídolos para convertirse al verdadero Dios (cf. 1 Ts 1,9).
Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en la historia, y
acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la
vida de los discípulos de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva
a lamentar sincera y amargamente las terribles persecuciones de las que
fueron y son objeto, particularmente aquellas que involucran o involucraron
a cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca
tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por
eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del
Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el
Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y
Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los
textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las
riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la
común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
El diálogo
interreligioso
250. Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe
caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas,
a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los
fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una
condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber
para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas. Este
diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida humana
o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar abiertos
a ellos, compartiendo sus alegrías y penas».[194] Así aprendemos a aceptar a los otros en
su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma,
podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que
deberá convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en
el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de
lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones
sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en
un proceso en el que, a través de la escucha del otro, ambas partes
encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos
también pueden tener el significado del amor a la verdad.
251. En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe
descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la
Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos.[195] Un sincretismo conciliador sería en el
fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de
valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera
apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas,
con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro»
y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196] No nos sirve una apertura diplomática, que
dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar
al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir
generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de
oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere gran importancia la relación con los
creyentes del Islam, hoy particularmente presentes en muchos países de
tradición cristiana donde pueden celebrar libremente su culto y vivir
integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar que ellos, «confesando
adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único,
misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final».[198] Los escritos sagrados del Islam
conservan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son objeto
de profunda veneración y es admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres
y varones del Islam son capaces de dedicar tiempo diariamente a la oración
y de participar fielmente de sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos
de ellos tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su
totalidad, es de Dios y para Él. También reconocen la necesidad de
responderle con un compromiso ético y con la misericordia hacia los más
pobres.
253. Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable la
adecuada formación de los interlocutores, no sólo para que estén sólida y
gozosamente radicados en su propia identidad, sino para que sean capaces de
reconocer los valores de los demás, de comprender las inquietudes que
subyacen a sus reclamos y de sacar a luz las convicciones comunes. Los
cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del
Islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos
ser acogidos y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego,
imploro humildemente a esos países que den libertad a los cristianos para
poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que
los creyentes del Islam gozan en los países occidentales! Frente a
episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia
los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas
generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación
del Corán se oponen a toda violencia.
254. Los no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles
a su conciencia, pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios»,[199] y así «asociados al misterio pascual de
Jesucristo».[200] Pero, debido a la dimensión sacramental de la
gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a producir signos,
ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una experiencia
comunitaria de camino hacia Dios.[201] No tienen el sentido y la eficacia de los
Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o
de experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu
suscita en todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a
sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía.
Los cristianos también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo
largo de los siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias
convicciones.
El diálogo social
en un contexto de libertad religiosa
255. Los Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la
libertad religiosa, considerada como un derecho humano fundamental.[202] Incluye «la libertad de elegir la
religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la propia
creencia».[203]Un sano pluralismo, que de verdad respete a
los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las
religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad de
la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva
forma de discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las
minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo
arbitrario que silencie las convicciones de mayorías creyentes o ignore la
riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la larga fomentaría más el
resentimiento que la tolerancia y la paz.
256. A la hora de preguntarse por la incidencia pública de la
religión, hay que distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los
intelectuales como las notas periodísticas frecuentemente caen en groseras
y poco académicas generalizaciones cuando hablan de los defectos de las
religiones y muchas veces no son capaces de distinguir que no todos los
creyentes –ni todas las autoridades religiosas– son iguales. Algunos
políticos aprovechan esta confusión para justificar acciones
discriminatorias. Otras veces se desprecian los escritos que han surgido en
el ámbito de una convicción creyente, olvidando que los textos religiosos
clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una
fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes, estimula el
pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad. Son despreciados por la
cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos a
la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia
religiosa? Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor
racional aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no
reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la
verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima
expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el
empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una
convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un
espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el
«Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar
sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y
sobre la búsqueda de la trascendencia».[204] Éste también es un camino de paz para
nuestro mundo herido.
258. A partir de algunos temas sociales, importantes en orden al
futuro de la humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible
dimensión social del anuncio del Evangelio, para alentar a todos los
cristianos a manifestarla siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO
QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que
se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el
Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en
anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en
su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para
anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz
alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy,
bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino
sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de la
espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes temas como la oración, la
adoración eucarística o la celebración de la fe, sobre los cuales tenemos
ya valiosos textos magisteriales y célebres escritos de grandes autores. No
pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza. Simplemente propondré algunas
reflexiones acerca del espíritu de la nueva evangelización.
261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar
unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la
acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy
diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que
simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias
inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar
una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de
amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será
suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En
definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con
Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de
proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez
más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar
a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los
pueblos.
I. Motivaciones
para un renovado impulso misionero
262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que
oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni
las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los
discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que
transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque
mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que
otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad.[205] Sin momentos detenidos de adoración, de
encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las
tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y
las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente
el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en
todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión,
de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la
Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una
espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las
exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206] Existe el riesgo de que algunos momentos de
oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión,
porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a
refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos
hermanos a lo largo de la historia que estuvieron cargados de alegría,
llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran
resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más
difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio
romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la
justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos los momentos de
la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de
sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos
acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy
es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han
precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os
propongo que nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden
a imitarlos hoy.[207]
El
encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que
hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a
amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de
hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el
intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para
pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día,
pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida
tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él
nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día
que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera,
te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos
hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar
su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos
visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación
para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa
manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para
eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita
redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que
ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los
demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus
gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su
entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que
uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los demás
necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es
lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el
entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las
necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido
creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el
amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el
contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las
búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que
existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una
espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el
hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la
muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza».[208]
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción.
Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el
mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en
lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad
que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede
llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia,
constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede
perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por
experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no
conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo
mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder
contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo
mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la
propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y
que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso
evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo,
sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él.
Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo
descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto
pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta
fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada,
segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama.
En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos
«para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si
queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de
cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el
más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la
gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo
eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn
1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La
gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8).
Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más
allá de los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y
nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos
ama.
El gusto
espiritual de ser pueblo
268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos
pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de
Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores de alma también hace
falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la
gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior.
La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su
pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su
amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos,
empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de
cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere
tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado.
Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que
nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos
introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a
todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención
amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible
cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando
come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo
traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible
cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50)
o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de
Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda
su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en
la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes,
colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos
alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos
comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los
demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como
una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos
manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús
quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de
los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o
comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la
tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la
existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura.
Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y
vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer
a un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita
a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y
condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1
Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con
todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar de
vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el
bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino
«considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch
2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes
que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la
opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son
indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que
no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante.
Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De ese modo,
experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel
a Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.
272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el
encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano
«camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1
Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha
dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos
ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única
luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para
vivir y actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos la mística de
acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para
recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos
con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo
nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro,
se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto,
si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros.
La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre
horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción
del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados.
Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un
manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero
alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la
felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad,
porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no
vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir,
si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un
lento suicidio.
273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida,
o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la
existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero
destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en
este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa
misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí
aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos
que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno
separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se
vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo
sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos
generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de
nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su
lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino
porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja
algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del
Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en
la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente
sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro
ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi
vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando
rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!
La
acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de
espiritualidad profunda que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la
desconfianza. Algunas personas no se entregan a la misión, pues creen que
nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así:
«¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver
ningún resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser
misioneros. Tal actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse
encerrados en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío
egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva porque «el hombre no puede
vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se volvería
insoportable».[211] Si pensamos que las cosas no van a cambiar,
recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está
lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo no
resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El
Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a
predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc
16,20). Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo.
Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y
no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de
vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas
partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza
imparable. Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos
injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. Pero
también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar
algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo arrasado
vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras,
pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día en
el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las
tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de
nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que
parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador
es un instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente nuevas dificultades, la
experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos
sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones
que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno
tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por
cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja
definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le
seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en
definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de
reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los
brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio,
que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo
de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama,
que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona,
que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad. Es creer
que Él marcha victorioso en la historia «en unión con los suyos, los
llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14). Creámosle al
Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y
está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla
pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt
13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30),
y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha
por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir,
porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta
historia, porque Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen
de esa marcha de la esperanza viva!
279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza
interior y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier
circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque «llevamos
este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo
que se llama «sentido
de misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece y se
entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal
fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser
contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender
saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde
ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus
preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a
Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A
veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la
misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una
organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente
asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que
escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar
bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El
Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos
entregamos pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra
entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos
del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante,
démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros
esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida
confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra
debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que
alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar
todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta
confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse
llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y
permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde
Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto
se llama ser misteriosamente fecundos!
La
fuerza misionera de la intercesión
281. Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la
entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la
intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador
como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena
de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por
todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7).
Así descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación,
porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por
los demás: «Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por
todos vosotros» (Rm 1,8). Es un agradecimiento constante: «Doy
gracias a Dios sin cesar por todos vosotros a causa de la gracia de
Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co 1,4); «Doy
gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp
1,3). No es una mirada incrédula, negativa y desesperanzada, sino una
mirada espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en
ellos. Al mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón
verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un evangelizador
sale de la oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado
de la conciencia aislada y está deseoso de hacer el bien y de compartir la
vida con los demás.
283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes
intercesores. La intercesión es como «levadura» en el seno de la Trinidad.
Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan
las situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que el corazón de Dios
se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos gana de
mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su
amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.
II. María, la Madre
de la evangelización
284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María.
Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo
posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la
Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender
el espíritu de la nueva evangelización.
El
regalo de Jesús a su pueblo
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático
encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a
sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial
instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había
encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le
dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas
palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica.
Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto
Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la
cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él
nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo
lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le
agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con
tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los
mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17).
La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de
diversas maneras, engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el
beato Isaac de Stella: «En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se
entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en
particular de la Virgen María […] También se puede decir que cada alma fiel
es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y
madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno de María;
permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación
de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los
siglos de los siglos».[212]
286. María es la que sabe transformar una cueva de animales en la
casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la
esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga
siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del
corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de
todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto
hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros
para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño
materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con
nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través
de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los
santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el
Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres
cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo
cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos
hijos para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse
cómo María reúne a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho
esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza
de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida. Como a
san Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice
al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
La
Estrella de la nueva evangelización
287. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para
que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda
la comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,[214] y «su excepcional peregrinación de la fe
representa un punto de referencia constante para la Iglesia».[215] Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un
itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy
fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje
de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[216] En esta peregrinación evangelizadora no
faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la
que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el
comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil
notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie
de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la Cruz–, como un
“velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su
itinerario de fe».[217]
288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la
Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo
revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y
la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no
necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola
descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a
los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la
que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la
que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc
2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes
acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa
del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de
cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también
es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a
los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración
maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos,
una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo
nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de
inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las
cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos confiados hacia esta promesa,
y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el
24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013,
primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
[1] Pablo VI, Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975),
22: AAS 67 (1975), 297.
[2] Ibíd., 8: AAS
67 (1975), 292.
[3] Carta enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217.
[4] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 360.
[5] Ibíd.
[6] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975), 80: AAS 68 (1976), 75.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG
7, 1083: «Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens».
[9] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975), 7: AAS 68 (1976), 9.
[10] Cf. Propositio
7.
[11] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012): AAS
104 (2012), 890.
[12]Ibíd.
[13] Benedicto XVI, Homilía en la Eucaristía de inauguración de la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de «La
Aparecida» (13 mayo 2007): AAS 99 (2007), 437.
[14] Carta enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 34: AAS 83 (1991), 280.
[15] Ibíd., 40: AAS 83
(1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS
83 (1991), 333.
[17] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 548.
[18] Ibíd.,
370.
[19] Cf. Propositio
1.
[20] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 32: AAS 81 (1989), 451.
[21] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 201.
[22] Ibíd., 551.
[23] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 3:
AAS 56 (1964), 611-612.
[24] Conc. Ecum.
Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 6.
[25] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 19: AAS 94 (2002), 390.
[26] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 26: AAS 81 (1989), 438.
[27] Cf. Propositio
26.
[28] Cf. Propositio
44.
[29]Cf. Propositio
26.
[30] Cf. Propositio
41.
[31] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Christus Dominus, sobre el oficio
pastoral de los Obispos, 11.
[32] Cf. Benedicto
XVI, Discurso a los participantes en un Congreso con
ocasión del 40 Aniversario del Decreto Ad Gentes (11 marzo
2006): AAS 98 (2006), 337.
[33] Cf. Propositio
42.
[34] Cf. cc. 460-468;
492-502; 511-514; 536-537.
[35] Carta enc. Ut unum
sint (25 mayo
1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
23.
[37] Cf. Juan Pablo
II, Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS
90 (1998), 641-658.
[38] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 11.
[39] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q. 108, art.
1.
[41] Summa Theologiae II-II, q. 30, art.
4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con
sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros y por el
prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, peroquiere que se los
ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la
misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le
agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la
divina Revelación, 12.
[43] Juan Pablo II,
Motu proprio Socialium Scientiarum (1 enero
1994): AAS 86 (1994), 209.
[44] Santo Tomás de
Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad «proviene de la
intención del primer agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa
para representar la bondad divina, fuera suplido por las otras», porque su
bondad «no podría representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa
Theologiae I, q. 47, art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar
la variedad de las cosas en sus múltiples relaciones (cf. Summa
Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones
análogas, necesitamos escucharnos unos a otros y complementarnos en nuestra
captación parcial de la realidad y del Evangelio.
[45] Juan XXIII, Discurso en la solemne apertura del Concilio
Vaticano II (11
octubre 1962): AAS 54 (1962), 792: «Est enim aliud ipsum
depositum fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur,
aliud modus, quo eaedem enuntiantur».
[46] Juan Pablo II, Carta
enc. Ut unum
sint (25 mayo
1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q. 107, art.
4.
[48] Ibíd.
[49] N. 1735.
[50] Cf. Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22
noviembre 1981), 34: AAS 74 (1982), 123.
[51] Cf. San Ambrosio, De
Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle
siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de
tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16,
463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el
perdón de sus pecados»; SanCirilo de Alejandría, In Joh. Evang. IV,
2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido indigno. A
los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os
presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden
acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?,
dice el salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que
vivifica para la eternidad?».
[52] Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con el Episcopado brasileño
en la Catedral de San Pablo, Brasil (11 mayo 2007), 3: AAS
99 (2007), 428.
[53] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 673.
[54] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto
1964), 19: AAS 56 (1964), 632.
[55] San Juan
Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
[56] Cf. Propositio
13.
[57] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre
1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
[58] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
[59] United States Conference of Catholic Bishops, Ministry to
Persons with a Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006),
17.
[60] Conférence des Évêques
de France. Conseil Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes
de même sexe? Ouvrons le débat! (28 septiembre 2012).
[61] Cf. Propositio
25.
[62] Azione Cattolica
Italiana, Messaggio della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al
Paese (8 mayo 2011).
[63] J. Ratzinger, Situación
actual de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro
de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la
doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore
Romano, 1 noviembre 1996. Cf. V Conferencia general del Episcopado
latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 12.
[64] G.Bernanos, Journal
d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
[65] Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Ecuménico
Vaticano II (11 octubre 1962), 4, 2-4: AAS 54 (1962),
789.
[66]J. H. Newman, Letter of 26 January 1833,enThe Letters and
Diaries of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204.
[67] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año
de la Fe (11 octubre 2012): AAS 104 (2012), 881.
[68] Tomás de Kempis, De
Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de
lugares engañó a muchos».
[69] Vale el
testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que
le resultaba particularmente desagradable, donde una experiencia interior
tuvo un impacto decisivo: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como
de costumbre, mi dulce tarea para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío,
anochecía… De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento
musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo
resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente
vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego
posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una
melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […] Yo no puedo
expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó
con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo
tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad»
(Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres
complètes, Paris 1992, 274-275).
[70] Cf. Propositio
8.
[71] H. de Lubac, Méditation
sur l’Église, Paris 1968, 231.
[72] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
295.
[73] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 51: AAS 81 (1989), 493.
[74] Congregación para
la Doctrina de la Fe, Declaración Inter Insigniores, sobre la
cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre
1976), VI: AAS 69 (1977) 115, citada en Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
[75] Juan Pablo II,
Carta ap. Mulieris dignitatem (15
agosto 1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
[76] Cf. Propositio
51.
[77] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 19: AAS 92 (2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92
(2000), 451.
[79] Cf. Propositio 4.
[80] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
1.
[81] Benedicto XVI, Meditación en la primera Congregación general de
la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
(8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 897.
[82] Cf. Propositio 6; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
[83] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
9.
[84] Cf. III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum. Vat.II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36.
[86] Ibíd., 25.
[87] Ibíd., 53.
[88] Juan Pablo II,
Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero
2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[89] Ibíd., 40: AAS
93 (2001), 295.
[90] Juan Pablo II, Carta
enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 52: AAS 83 (1991), 300.Cf.Exhort. ap. Catechesi Tradendae (16 octubre
1979), 53: AAS 71 (1979), 1321.
[91] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 16: AAS 94 (2002), 384.
[92] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre
1995), 61: AAS 88 (1996), 39.
[93] Cf. Santo Tomás
de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el
Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no se puede entender la
unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1,
ad 3.
[94] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
[95] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 20: AAS 92 (2000), 480.
[96] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
12.
[97] Juan Pablo II, Carta
enc. Fides et ratio (14 septiembre
1998), 71: AAS 91 (1999), 60.
[98] III Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla,
450; cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 21: AAS 92 (2000), 483.
[100] N. 48: AAS 68
(1976), 38.
[101] Ibíd.
[102] Benedicto XVI, Discurso en la Sesión inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe
(13 mayo 2007), 1: AAS 99 (2007), 446-447.
[103] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 262.
[104] Ibíd.,
263.
[105] Cf. Santo Tomás
de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 264.
[107] Ibíd.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
12.
[109] Cf. Propositio
17.
[110] Cf. Propositio
30.
[111] Cf. Propositio
27.
[112] Juan Pablo II,
Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS
90 (1998), 738-739.
[113] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975), 78: AAS 68 (1976), 71.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[116] Ibíd., 25: AAS 84
(1992), 696.
[117] Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[118] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975), 76: AAS 68 (1976), 68.
[119] Ibíd., 75:
AAS 68 (1976), 65.
[120] Ibíd., 63:
AAS 68 (1976), 53.
[121] Ibíd., 43:
AAS 68 (1976), 33.
[122] Ibíd.
[123] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
[124] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
[125] Ibíd., 43: AAS
68 (1976), 33.
[126] Cf. Propositio 9.
[127] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[128] Cf. Propositio
38.
[129] Cf. Propositio
20.
[130] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios
de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica,
VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL
32, 701.
[132] Benedicto XVI, Discurso en ocasión de la proyección del
documental «Arte y fe – via pulchritudinis» (25
octubre 2012): L’Osservatore Romano (27 octubre 2012), 7.
[133] Summa Theologiae I-II q. 65,
art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones contrarias».
[134] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre
1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
[135] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum
Domini (30
septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[136] Cf. Propositio 11.
[137] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto
XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre
2010), 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI, Discurso durante la primera Congregación general
del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104
(2012), 896.
[140] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975), 17: AAS 68 (1976), 17.
[141] Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16 noviembre1980): Insegnamenti
3/2 (1980), 1232.
[142] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
52.
[143] Juan Pablo II, Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti
14/1 (1991), 853.
[144] Benedicto XVI,
Motu proprio Intima Ecclesiae natura (11
noviembre 2012): AAS 104 (2012), 996.
[145] Carta enc. Populorum Progressio (26
marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
[146] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975), 29: AAS 68 (1976), 25.
[147] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Aparecida, 380.
[148] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9.
[149] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero
1999), 27: AAS 91 (1999), 762.
[150] Benedicto XVI,
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre
2005), 28: AAS 98 (2006), 239-240.
[151] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
12.
[152] Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo
1971), 4: AAS 63 (1971), 403.
[153] Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto
1984), XI, 1: AAS 76 (1984), 903.
[154] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
157.
[155] Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo
1971), 23: AAS 63 (1971), 418.
[156] Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo
1967), 65: AAS 59 (1967), 289.
[157] Ibíd., 15: AAS 59
(1967), 265.
[158] Conferência Nacional
dos Bispos do Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de
superação da miséria e da fome (abril 2002), Introducción, 2.
[159] Juan XXIII, Carta
enc. Mater et Magistra (15 mayo
1961), 3: AAS 53 (1961), 402.
[160] San Agustín, De
Catechizandis Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto
1984), XI, 18: AAS (1984), 907-908.
[162] Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[163] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa para la evangelización de
los pueblos en Santo Domingo (11 octubre 1984), 5: AAS
77 (1985), 358.
[164] Juan Pablo II,
Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
[165] Discurso en la Sesión inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13
mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 450.
[166] Santo Tomás de
Aquino, Summa TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q. 26, art. 3
[169] Juan Pablo II,
Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero
2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
[170] Ibíd.
[171] Cf. Propositio
45.
[172] Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto
1984), XI, 18: AAS 76 (1984), 908.
[173] Esto implica
«eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la
economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático (8
enero 2007): AAS 99 (2007), 73.
[174] Cf. Commission
sociale des évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique
(17 febrero 1999); Pío XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
[175] Benedicto XVI, Carta
enc. Caritas in veritate (29 junio
2009), 2: AAS 101 (2009), 642.
[176] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30
diciembre 1988), 37: AAS 81 (1989), 461.
[177] Cf. Propositio 56.
[178] Catholic Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral
What is Happening to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[179] Pablo VI, Carta enc. Populorum
Progressio (26
marzo 1967), 76: AAS 59 (1967), 294-295.
[180] United States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming
Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
[181] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
161.
[182] Das Ende der
Neuzeit, Würzburg 91965, 41-42.
[183] Cf. I. Quiles,
S.I., Filosofía de la educación personalista, Buenos Aires 1981,
46-53.
[184] Comité permanent de la
Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation
sécuritaire dans le pays (5 diciembre 2012), 11.
[185] Cf. Platón, Gorgias,
465.
[186] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (21
diciembre 2012): AAS 105 (2013), 51.
[187] Cf. Propositio
14.
[188] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1910; Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
168.
[189] Cf. Propositio
54.
[190] Juan Pablo II,
Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre
1998), 88: AAS 91 (1999), 74.
[191] Santo Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre
1998), 43: AAS 91 (1999), 39.
[192] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 4.
[193] Cf. Propositio 52.
[194] Indian Bishops’ Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The
Role of the Church for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[195] Cf. Propositio
53.
[196] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 56: AAS 83 (1991), 304.
[197] Cf. Benedicto
XVI, Discurso a la Curia Romana (21
dicembre 2012): AAS 105 (2013), 51; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad
misionera de la Iglesia, 9; Catecismo de la Iglesia católica,
856.
[198] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
16.
[199] Comisión Teológica
Internacional, El cristianismo y las religiones
(1996), 72.
[200] Ibíd.
[201] Cf. ibíd.,
81-87.
[202] Cf. Propositio
16.
[203] Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Medio Oriente (14
septiembre 2012), 26: AAS 104 (2012), 762.
[204] Propositio 55.
[205] Cf. Propositio
36.
[206] Juan Pablo II, Carta
ap. Novo Millennio ineunte (6 enero
2001), 52: AAS 93 (2001), 304.
[207] Cf. V. M.
Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura del
I Congreso Nacional de Doctrina social de la Iglesia, Rosario (Argentina),
2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
[208] Juan Pablo II, Carta
enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 45: AAS 83 (1991), 292
[209] Benedicto XVI, Carta
enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), 16: AAS 98 (2006), 230.
[210] Ibíd., 39: AAS 98
(2006), 250.
[211] II Asamblea especial
para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de Stella, Sermo
51: PL 194, 1863.1865.
[213] Nican Mopohua,
118-119.
[214] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, cap. VIII, 52-69.
[215] Juan Pablo II, Carta
enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987),
6: AAS 79 (1987), 366.
[216] Cf. Propositio
58.
[217] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987),
17: AAS 79 (1987), 381.
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