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¿Qué es la
santidad, en qué consiste?
Decidimos explicar esta
sección citando el capítulo primero de la exhortación Gaudete
et exsultate (alegraos y
regocijaos”), del Papa Francisco, en el que podemos leer:
“Los santos que nos alientan y acompañan
3. En la carta a los Hebreos se mencionan distintos
testimonios que nos animan a que «corramos, con constancia, en la carrera
que nos toca» (12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de
Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a
reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos» (12,1) que nos
alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando
hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u
otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida
no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas
siguieron adelante y agradaron al Señor.
4. Los santos que ya han llegado a la presencia de
Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión. Lo atestigua el libro
del Apocalipsis cuando habla de los mártires que interceden: «Vi debajo del
altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del
testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño
santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10). Podemos
decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios
[…] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar
yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me
conduce»[1].
5. En los procesos de beatificación y canonización se
tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes,
la entrega de la vida en el martirio y también los casos en que se haya
verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenido hasta
la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna
de la admiración de los fieles[2]. Recordemos, por ejemplo, a la beata María
Gabriela Sagheddu, que ofreció su vida por la unión de los cristianos.
Los santos de la puerta de al lado
6. No pensemos solo en los ya beatificados o
canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el
santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y
salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con
otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le
sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha
salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo.
Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos
atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que
se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica
popular, en la dinámica de un pueblo.
7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios
paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos
hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los
enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta
constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia
militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de
aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de
Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4].
8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que
el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo
que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su
testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa
Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la
verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas
y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística
permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la
historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las
cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que
hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal,
es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»[6].
9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia.
Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el
Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos
discípulos de Cristo»[7]. Por otra parte, san Juan
Pablo II nos recordó
que «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se
ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y
protestantes»[8]. En la hermosa conmemoración ecuménica que él
quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que
los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de
los factores de división»[9].
El Señor llama
10. Todo esto es importante. Sin embargo, lo que
quisiera recordar con esta Exhortación es sobre todo el llamado a la santidad
que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también
a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45;
cf. 1 P 1,16). El Concilio
Vaticano II lo destacó
con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados
por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con
la que es perfecto el mismo Padre»[10].
11. «Cada uno por su camino», dice el Concilio.
Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de
santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para
estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque
eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene
para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio
camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha
puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando
imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser
testigos, pero «existen muchas formas existenciales de testimonio»[11]. De hecho, cuando el gran místico san Juan de
la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar reglas fijas
para todos y explicaba que sus versos estaban escritos para que cada uno
los aproveche «según su modo»[12]. Porque la vida divina se comunica «a unos en
una manera y a otros en otra»[13].
12. Dentro de las formas variadas, quiero destacar que
el «genio femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad,
indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo.
Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el
Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos espirituales
e importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar a santa Hildegarda
de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila o
santa Teresa de Lisieux. Pero me interesa recordar a tantas mujeres
desconocidas u olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y
transformado familias y comunidades con la potencia de su testimonio.
13. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para
darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha
querido para él desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre,
te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré»
(Jr 1,5).
También para ti
14. Para ser santos no es necesario ser obispos,
sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de
pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad
de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo
a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con
amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí
donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo
viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y
ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia.
¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu
trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo
enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé
santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales[14].
15. Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un
camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por
él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza
del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto
del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la
tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y
dile: «Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de
hacerme un poco mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores,
encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad. El Señor
la ha llenado de dones con la Palabra, los sacramentos, los santuarios, la
vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y una múltiple belleza
que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con sus joyas»
(Is 61,10).
16. Esta santidad a la que el Señor te llama irá
creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a
hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las
críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de
nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide
conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su
lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica.
Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen
María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego
va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con
cariño. Ese es otro paso.
17. A veces la vida presenta desafíos mayores y a
través de ellos el Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que
su gracia se manifieste mejor en nuestra existencia «para que participemos
de su santidad» (Hb 12,10). Otras veces solo se trata de encontrar una
forma más perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay inspiraciones que
tienden solamente a una extraordinaria perfección de los ejercicios
ordinarios de la vida»[15]. Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên
van Thuânestaba en la cárcel, renunció a desgastarse esperando su liberación.
Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el modo
como se concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan cada
día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria»[16].
18. Así, bajo el impulso de la gracia divina, con
muchos gestos vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería,
pero no como seres autosuficientes sino «como buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10). Bien nos enseñaron los
Obispos de Nueva Zelanda que es posible amar con el amor incondicional del
Señor, porque el Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles
vidas: «Su amor no tiene límites y una vez dado nunca se echó atrás. Fue
incondicional y permaneció fiel. Amar así no es fácil porque muchas veces
somos tan débiles. Pero precisamente para tratar de amar como Cristo nos amó,
Cristo comparte su propia vida resucitada con nosotros. De esta manera,
nuestras vidas demuestran su poder en acción, incluso en medio de la
debilidad humana»[17].
Tu misión en
Cristo
19. Para un cristiano no es posible pensar en la propia
misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta
es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada
santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en
un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.
20. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo
se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los
misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del
Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente
con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia
distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida
comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones
de su entrega por amor. La contemplación de estos misterios, como proponía
san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en nuestras opciones y
actitudes[18]. Porque «todo en la vida de Jesús es signo de
su misterio»[19], «toda la vida de Cristo es Revelación del
Padre»[20], «toda la vida de Cristo es misterio de
Redención»[21], «toda la vida de Cristo es misterio de
Recapitulación»[22], y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos
vivirlo en él y que él lo viva en nosotros»[23].
21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él.
En último término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es
sino la caridad plenamente vivida»[24]. Por lo tanto, «la santidad se mide por la
estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza
del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[25]. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu
Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.
22. Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor
quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los
detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que
dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es
auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida,
su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de
Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la
totalidad de su persona[26].
23. Esto es un fuerte llamado de atención para todos
nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una
misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos
que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada
momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir
el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese
misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy.
24. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese
mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate
transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y
así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también en
medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino
del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e
ilumina.
La actividad que santifica
25. Como no puedes entender a Cristo sin el reino que
él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese
reino: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir,
con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere
vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también
en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te
santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese
empeño.
26. No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro
con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración
y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte
de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de
santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de
la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la
propia misión.
27. ¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir
una misión y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos
entregarnos totalmente para preservar la paz interior? Sin embargo, a veces
tenemos la tentación de relegar la entrega pastoral o el compromiso en el
mundo a un lugar secundario, como si fueran «distracciones» en el camino de
la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida
tenga una misión, sino que es misión»[27].
28. Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la
necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora. El
desafío es vivir la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan
un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo. De ahí
que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de
una espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad del trabajo.
Por la misma razón, en Evangelii
gaudium quise
concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato
si’ con una
espiritualidad ecológica y en Amoris
laetitia con una
espiritualidad de la vida familiar.
29. Esto no implica despreciar los momentos de quietud,
soledad y silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades
de los recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables
ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la
voz de Dios. Todo se llena de palabras, de disfrutes epidérmicos y de
ruidos con una velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino la
insatisfacción de quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces
que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio
personal, a veces doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el
diálogo sincero con Dios? En algún momento tendremos que percibir de frente
la propia verdad, para dejarla invadir por el Señor, y no siempre se logra
esto si uno «no se ve al borde del abismo de la tentación más agobiante, si
no siente el vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si no se
encuentra absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical»[28]. Así encontramos las grandes motivaciones que
nos impulsan a vivir a fondo las propias tareas.
30. Los mismos recursos de distracción que invaden la
vida actual nos llevan también a absolutizar el tiempo libre, en el cual podemos
utilizar sin límites esos dispositivos que nos brindan entretenimiento o
placeres efímeros[29]. Como consecuencia, es la propia misión la que
se resiente, es el compromiso el que se debilita, es el servicio generoso y
disponible el que comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia
espiritual. ¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia
en la acción evangelizadora o en el servicio a los otros?
31. Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne
tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea
evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado
bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones
en nuestro camino de santificación.
Más vivos, más
humanos
32. No tengas miedo de la santidad. No te quitará
fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el
Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos
libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad.
Esto se refleja en santa Josefina Bakhita, quien fue «secuestrada y vendida
como esclava a la tierna edad de siete años, sufrió mucho en manos de amos
crueles. Pero llegó a comprender la profunda verdad de que Dios, y no el
hombre, es el verdadero Señor de todo ser humano, de toda vida humana. Esta
experiencia se transformó en una fuente de gran sabiduría para esta humilde
hija de África»[30].
33. En la medida en que se santifica, cada cristiano se
vuelve más fecundo para el mundo. Los Obispos de África occidental nos
enseñaron: «Estamos siendo llamados, en el espíritu de la nueva
evangelización, a ser evangelizados y a evangelizar a través del
empoderamiento de todos los bautizados para que asumáis vuestros roles como
sal de la tierra y luz del mundo donde quiera que os encontréis»[31].
34. No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte
amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu
Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu
debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en
la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos»[32].”
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